«Ella
tenía diez años y dormía con su hermana porque eran huérfanas: así le contó
Giovanna tomando la leche caliente en la posada del puerto de Génova. Ella
también le dijo que su tío estaba allá, en América, desde hacía diez años y con
muchas casas compradas para vivir; muchas casas le volvió a decir Giovanna
cuando el hombre de la bufanda anunció que habría tormenta en el mar. Ese miedo
de verlo durmiendo con los ojos abiertos y su padre que desató la valija, buscó
el paquete de cartas y el dinero y lo escondió dentro de la camiseta y cerró la
valija, la puso contra la mampara de la bodega para apoyar la cabeza y roncar
fuerte, como siempre, pero al lado suyo y non en la pieza de arriba, en Savona,
donde siempre oía que roncaba. Giovanna era también del Ligure pero vivió en un
pueblo donde el mar llevaba el viento a la tierra y la montaña no podía
pararlo. Ella no conocía Savona ni los árboles golpeando las ramas antes de la
lluvia: el abuelo se agachaba para morder terrones o deshacerlos con las manos
y después se lamía los bigotes: el abuelo miraba la tierra como si hubiese algo
distinto en los sembrados y en el cielo más frío allá arriba que ahí abajo o
tan frío como el aire del agua contra el barco. Giovanna con las manos azules
tuvo también esa mañana, en el puerto de Génova, el color de la cara del
abuelo: tío Lorenzo la ayudó con su bolsa de longanizas porque Giovanna tenía
que entrar a la oficina de embarque y mostrar su pasaje con las manos azules.
Ella dormía a pesar del barco moviéndose y que a veces, de noche, daba la
sensación de estar parado en el mar. Pero ella no era de Savona y cuando la
conoció en la posada y caminaron por Génova hasta la virgen de la Anunciación,
la hermana de Giovanna entró a comprarse aros en la tienda de la mujer
elegante, la mujer de cara pintada y de rodete, como le gustaba a tío Lorenzo, que esa noche llegó a la
posada con otros dos hombres y su padre los abrazó pata encerrarse con ellos en
la pieza. Para golpear las botellas y estrellar sus trompadas en la mesa y
salir del cuarto ya de madrugada, borracho, llorando igual que tía Filomena
cuando le contaba de su madre enferma y escondida en la iglesia o en el cielo
blanco de la montaña.»
Nicolás Casullo, El frutero de los ojos radiantes. Buenos Aires: Folios Ediciones,
1984.
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