sábado, 29 de septiembre de 2018

El frutero de los ojos radiantes, de Nicolás Casullo (1984)




«Ella tenía diez años y dormía con su hermana porque eran huérfanas: así le contó Giovanna tomando la leche caliente en la posada del puerto de Génova. Ella también le dijo que su tío estaba allá, en América, desde hacía diez años y con muchas casas compradas para vivir; muchas casas le volvió a decir Giovanna cuando el hombre de la bufanda anunció que habría tormenta en el mar. Ese miedo de verlo durmiendo con los ojos abiertos y su padre que desató la valija, buscó el paquete de cartas y el dinero y lo escondió dentro de la camiseta y cerró la valija, la puso contra la mampara de la bodega para apoyar la cabeza y roncar fuerte, como siempre, pero al lado suyo y non en la pieza de arriba, en Savona, donde siempre oía que roncaba. Giovanna era también del Ligure pero vivió en un pueblo donde el mar llevaba el viento a la tierra y la montaña no podía pararlo. Ella no conocía Savona ni los árboles golpeando las ramas antes de la lluvia: el abuelo se agachaba para morder terrones o deshacerlos con las manos y después se lamía los bigotes: el abuelo miraba la tierra como si hubiese algo distinto en los sembrados y en el cielo más frío allá arriba que ahí abajo o tan frío como el aire del agua contra el barco. Giovanna con las manos azules tuvo también esa mañana, en el puerto de Génova, el color de la cara del abuelo: tío Lorenzo la ayudó con su bolsa de longanizas porque Giovanna tenía que entrar a la oficina de embarque y mostrar su pasaje con las manos azules. Ella dormía a pesar del barco moviéndose y que a veces, de noche, daba la sensación de estar parado en el mar. Pero ella no era de Savona y cuando la conoció en la posada y caminaron por Génova hasta la virgen de la Anunciación, la hermana de Giovanna entró a comprarse aros en la tienda de la mujer elegante, la mujer de cara pintada y de rodete, como le gustaba  a tío Lorenzo, que esa noche llegó a la posada con otros dos hombres y su padre los abrazó pata encerrarse con ellos en la pieza. Para golpear las botellas y estrellar sus trompadas en la mesa y salir del cuarto ya de madrugada, borracho, llorando igual que tía Filomena cuando le contaba de su madre enferma y escondida en la iglesia o en el cielo blanco de la montaña.»

Nicolás Casullo, El frutero de los ojos radiantes. Buenos Aires: Folios Ediciones, 1984.

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