«Media hora más
tarde, luego de escuchar el relato del adolescente, inevitablemente salpicado
de escabrosos detalles acerca del accidente, Rodolfo volvía para Buenos Aires.
Antes de dar la media vuelta, buscó la única oficina de teléfonos que había en
la ciudad y pidió a la operadora que lo comunicara con el número de la agencia
de Marietta.
–Ciao, caro –le respondió ella, con un
timbre cálido en la voz en cuanto lo reconoció–. ¿Cuándo venís? Te espero desde
antes de ayer, lo sai…
–Tengo que
volver para Buenos Aires. Un amigo, un colega se mató en un accidente en una
ruta del mar.
Ella se quedó en
silencio del otro lado de la línea, sin saber qué decir. Él buscó apurar las
palabras, hablando a los borbotones, ya que en realidad no veía la hora de
subir al auto y encarar hacia el norte, hacia la costa, para llegar a la ciudad
junto al río, esa misma ciudad de la cual Don Cosme nunca tendría que haber
vuelto a salir.
–Te hablo
después de que pase todo.
–¿Todo qué?
–El velorio, el
entierro, eso…
–Va bene, Rodolfo. Fa’ come ti pare.
–Sí, claro.
–Ti raccomando, Rodolfo. Ti raccomando.
–Sí, sí. Chau,
hasta pronto –se despidió casi a las apuradas, mientras colgaba el auricular
que parecía estar quemándole las manos.
Cuando salió de
la oficina, antes de emprender el viaje hacia la capital, Rodolfo levantó la
vista y contempló cómo el horizonte se tragaba los últimos rayos de sol. Las
achatadas casas de la cuadra mostraban sus ventanas iluminadas, las cortinas
cuidadosamente corridas. Luego, arrancó el motor y se dispuso a recorrer el
largo camino de regreso. Antes de internarse por completo en la pura negrura de
la noche, tuvo que rehacer el camino de acceso, apenas iluminado por unos
faroles de luces amarillas y vacilantes. Al llegar al cruce de rutas, Rodolfo
dobló hacia la izquierda y entonces se sumergió de lleno en el viaje.»
Maristella
Svampa, Los reinos perdidos. Buenos
Aires: Sudamericana, 2005.
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