«A
los veinte años abrió un consultorio; la clientela acudía de todas partes. Como
provisionalmente se había instalado en los fondos de un almacén, estaba bastante
protegida de la persecución policial. Su cuarto era una suerte de depósito
lleno de latas de aceite y de bolsas de yerba; nadie sospechaba que allí se
ocultaba el consultorio de una adivina. Irma se enriqueció rápidamente. Cuando
cumplió treinta años, compró con las economías un tapado de zorrino, luego un
televisor, un terreno en Burzaco, una casita en La Lucila, un automóvil y
finalmente pudo hacer un viaje a su tierra natal, a Italia. Su dicha no tenía límites.
Emprendió, después de seis meses, el viaje de regreso, en barco, se entiende,
porque detestaba los aviones. Sin embargo, en cuanto pagó el pasaje tuvo una
premonición. Después de salir de la agencia de turismo entró en un cinematógrafo
sin mirar la cartelera: daban El hundimiento del Titanic. La película le
pareció de mal augurio (nunca lloraba; lloró), pero ya era tarde para devolver
el pasaje. Una semana después se embarcó. La vida de a bordo le agradaba; había
una piscina, donde nadaba todos los días, y gente muy simpática. Sin sospechar
que era adivina, un grupo animado de jóvenes estaba continuamente con ella,
porque jugaba bien al ping—pong y a las barajas; por fin un día, alguien que la
conocía de nombre propagó el secreto de su profesión y ella se vio obligada a
leerles a ocho personas, en una tarde, las líneas de la mano. La cosa comenzó a
las tres de la tarde y terminó a medianoche. En la primera mano que le
tendieron, vio el signo alarmante que descubrió en todas las otras; una misma
tragedia reuniría a esa gente tan diversa. A todos dijo lo que leía en sus
manos, pero no les dijo cuál era la tragedia, porque no lo supo, en el primer
momento. El barco que se mecía suavemente durante toda la travesía, a
medianoche empezó a moverse demasiado; pero a esa hora todo era un pretexto
para inventar juegos y el grupo que la rodeaba se puso a patinar en la
cubierta, sin respetar el sueño de los otros pasajeros. Nadie quería acostarse.
Cuando por fin Irma se retiró a su camarote, leyó por primera vez las líneas de
su propia mano y descubrió, atenuado, el mismo signo que había visto en las manos
ajenas. Comprendió oscuramente qué iba a suceder. Había que esperar y callar,
para no sembrar el pánico. Recordó el hundimiento del Titanic. Pasó días ansiosos
hasta que volvió a ser feliz, por el mero hecho de estar embarcada.
Todas
las noches, en el barco, pasaban films en la sala de música. Irma no perdía una
función. Una noche anunciaron en el menú, en letras rojas, El hundimiento del
Titanic. Mucha gente comentó que ese no era un film para ofrecer a los
pasajeros de un barco. Hacían falta temas alegres, de aventuras o de amor, y no
dar la idea del peligro, que pone una nota triste en el ánimo de los viajeros.
A Irma se le apretó el corazón, pero quiso ver de nuevo el film, que había
visto antes de embarcarse. Ahora llegó a distraerse hasta el punto de olvidar
que estaba ya embarcada. En el momento en que aparece el hermoso caballo de
madera, de la sala de juguetes del Titanic, sintió que el barco daba un tumbo,
que la alarmó un poco; pero siguió mirando, porque las imágenes la fascinaban.
Cuando la vajilla del comedor del Titanic se amontona en un estruendoso caos y
el agua entra por todos los resquicios, crujió el barco y otro tumbo brusco lo
ladeó. Algunas sillas cayeron. Creyó, en su ilusión, que estaba en el barco de
la película y que habían chocado contra un témpano. Fue como un relámpago. Del
hundimiento del Titanic, pasó al real hundimiento del barco, sin saber cómo se
había operado el cambio. Después (en un después que no recordaba con precisión,
pues parecía parte de un sueño), perdió el conocimiento junto a los botes de
salvataje y alguien la recogió por uno de esos milagros que revelan, según
dijo, la existencia de Dios.»
Silvina
Ocampo, «La divina» en Cuentos Completos,
volumen 2. Buenos Aires: Emecé, 1999.
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