«Cosas por el
estilo solía contarle ella a la niña en ocasiones, cuando muy de vez en cuando
se daba la oportunidad de hablar de Italia, cuando en general solía agregar lo
del hambre y el frío ya en la tierra extraña. El disgusto por la polenta sola,
seca y desabrida como único alimento a la mañana, a la tarde y a la noche. Se
hacía en grandes fuentes –contaba– dura y cuadrada, se cortaba con hilos en
cuadrículas y cada uno sacaba un trozo a su turno. El día de suerte, si las
vacas habían comido suficiente, había leche para acompañar, pero el día que no
había polenta se comían unos porotos duros y pequeños que eran para ella peor
que la polenta. Fue malo lo de Italia, sólo para sufrir. Era mala esa tierra y
poca para el ganado, lo que se criaba no alcanzaba para nada y encima el frío
podía matarlo. Terminaron cuidando a las vacas más que a sí mismos.
Ella y las
hermanas debieron trabajar el campo helado, la tierra congelada que agrietaba
las manos y endurecía los pies a través del calzado precario. Los hermanos
varones eran pequeños para trabajar así que los padres decidieron mandarlos a
la escuela.»
Stella Cinzone, La luna. Buenos Aires: Emecé, 2004.
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