«Las
relaciones Marano-Moliterno habían sido complicadas desde siempre. Si todos
hubieran sido italianos, la convivencia ya hubiera sido difícil. Mujeres
imposibles de compaginar: gritonas, trágicas, melodramáticas. Fuertes.
Verdaderos motores del hogar. Pero no eran sólo italianos: eran italianos del
sur, calabreses. De Cosenza y de Catanzaro. Los Marano, en realidad, eran
originarios de Figline, un pequeño pueblito de montaña, como un porcino –u cozzu
nivuru– adosado al costado de la Sila, a unos quince kilómetros de Cosenza.
Allí habían nacido todos menos Aquiles, hermano menor de Odiseo. Unos tras
otros vistos al mundo gracias a las labores incuestionables de parteras
autodiplomadas, expertas a fuerza de prueba y error. Figlineses que un día
bajaron a Cosenza y ya no volvieron más que para saludar a la parentela. Cosentinos
por adopción, en su círculo íntimo no se abstenían de sonreír con la famosa
cantinela: Se la merda fosse oro Catanzaro che tesoro!
Los
Moliterno eran menos escandalosos, pero igual de tajantes a la hora de opinar
de sus vecinos. No se explayaban en críticas o ironías porque se preservaban
con gran cuidado para el futuro: cuando tengamos i sordi y seamos gente de
tratar con respeto. Sólo invertían sus energías en trabajar: Lavorare e non
pensare, repetía don Ermes, aplicándose a la venta de especialidades calabresas
en un pequeño local a quince minutos a pie de la casona. La máxima había
resultado efectiva, que incluso habiendo llegado varios años después que los
primeros Marano, los Moliterno habían logrado una posición más holgada y
mejores perspectivas para sus hijos, de los cuales algunos hasta habían hecho
algunos años en la escuela pública.»
Ana
Ojeda, Falso contacto. Buenos Aires:
Milena Caserola, 2012.
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