«Giovanni
recordaría durante mucho tiempo que en su aldea sólo unas pocas casas estaban
habitadas y sus moradores eran muy viejos o muy tontos, cuyo destino era morir
en la indigencia con orgullo o abandonar lo único que habían conocido. Las eras
estaban yermas de tanto dar a lo largo de siglos y no valían nada,
empequeñecidas, además, por las sucesivas divisiones. Ya no había lugar para
una nueva familia. Pero, a pesar de todo, en su bodas habían alcanzado un
capón, cuatro gallinas y un pavo para que comiese hasta el hartazgo toda la
gente decente, aparte de los restos sobre los que se abalanzaron los mirones
que estaban al acecho al caer la noche y cuando casi todos se habían ido y
estaban muy borrachos los que quedaban.
Al día
siguiente, muy temprano, el padre lo mandó llamar. Cuando él bajó de su cuarto
lo vio observando las cenizas del fogón. No hacía frío ni corría viento.
—Todos sabemos
lo que es este mundo —dijo el padre cuando se sintió que Giovanni estaba de pie
cerca de él—. No tenemos nada que comer. Nos consumimos.
Él no dijo nada.
—Esta casa no da
para dos y estoy demasiado viejo para ser yo quien se vaya... Y no voy a
morirme pronto.
Él quiso decir
algo; intentó decir que iba a llamar a su mujer que dormía arriba.
—No —dijo el
padre—; ella no dirá nada, ni servirá que opine. Las mujeres sólo opinan cuando
viejas, y demasiado... Deben irse, Giovanni.
Él estaba pálido
y frío y alcanzó a balbucear:
—¿Cuándo?
—Cuanto antes
—dijo el padre—; aquí no podemos esperar la misericordia divina. Esta tierra es
tan pobre que ni siquiera Dios puede hacer nada con ella.
Giovanni notó
que la claridad del día, metiéndose por la alta ventana, comenzaba a destacar
las cosas: los peroles colgados, la fiambrera vacía, el perfil del padre con
sus bigotes lacios abundantes y encanecidos, e intentó replicar.
El viejo
entonces, incorporándose de junto al fogón y levantando la voz, dijo:
—¿Puedes decirme
desde cuándo te permites hablar como si fuéramos iguales?... Te quedarás un par
de semanas y luego se irán... El vapor sale a fin de mes y el cura lo ha
arreglado.
Nunca olvidaría
el triste adiós a la casa paterna, aquella mañana camino del puerto. Don Arigo,
el cura, que para mantener el culto, a él mismo y a su barragana necesitaba dar
misa y repicar en cinco aldeas a la redonda, les prestó su propio carruaje para
viajar hacia el puerto y además les regaló una gallina asada y un escapulario.
En un baúl llevaban todo lo que ambos tenían, incluido un grueso libro, de
hojas apergaminadas y tapas de piel de chivo que el viejo le entregó diciéndole
que lo conservase como lo habían hecho él y su padre y su abuelo y su bisabuelo
y los anteriores porque allí estaba todo. Era el alba de un martes templada,
luminosa e inapropiada para tan triste ocasión. Sólo media docena de personas
estaban en el patio bajo el parral y el viejo dijo:
—No habrá
despedida. Odio los velorios y las despedidas, de modo que pueden irse de una
vez —después besó a Giovanni y entró en la casa. Nunca más volverían a verlo ni
saber de él.»
Héctor Tizón, Luz de las crueles provincias, Buenos Aires, Alfaguara, 1995.
A la memoria de Héctor Tizón.
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