«¡Qué hermosos feos años, aquellos! No porque
estábamos en guerra sino porque había juventud en nosotros, no esta vejez que
nos deprime, a veces.
En el valle Avernotto, en su parte más alta, se
había instalado, en una cuantas “baitas”, un grupo de guerrilleros al mando de
Romanino, un joven de veintitrés años, de estatura mediana, ojos azules y
cabellos rubios, sin ningún pelo a la vista salvo una pelusa cubriéndole una
parte de la barbilla.
La nieve acaba de irse, en su mayoría, licuándose y
bajando hacia el llano, llenando los riachuelos y torrentes con su agua helada.
En las cimas de las montañas se reagrupaban bancos de nieve, blanda y acuosa,
dejando espacios libres donde se asomaban violetas, girasoles silvestres, y
pimpinelas. Los guerrilleros observaban con cierta tristeza el irse de esa
aliada que hasta ese momento los había protegido de la furia nazifascita,
adormecida hasta ese momento por esas extensiones de nieve expresando placidez
pero fuerza latente y hostil.
Exhausto, sudoroso no obstante ese aire fresco que
le azotaba el rostro, Enzo dejó sobre un banquete su mochila y saludó a su
Jefe, diciéndole:
—Hay mucho movimiento de tropas en la llanura. De
un momento a otro van a atacarnos. Trumlín está preparando nuevos refugios bajo
tierra, para sorprender a los nazifascistas que se encuentren en la
retaguardia. Que el Todopoderoso nos dé una mano, porque esta vez la
necesitaremos como nunca.
—¿Tienes alguna orden del comando?
—Las de siempre: tratar de resistir, atacando,
contraatacando, retrocediendo y tratando de salvar vidas humanas imposibles de
sustituir. No hay que hacer nunca el juego del enemigo aceptando combates que
para nosotros se harían en inferioridad de hombres y armamento. No nos
olvidemos que nuestra capacidad de fuego no podría durar más que unas pocas
horas y luego estaríamos en su poder. Debemos movernos de un lado para el otro,
como el viento que no se deja agarrar pero que, si sigue como el de hoy, te
pueda causar daño dándote una neumonía.
—¡Siempre mejor que un balazo! —sonrió Romanino,
despidiéndolo.»
Elio Reno Culasso, Romanino. Salta: Gofica Impresora, 1996.
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