«Don Gaetano tenía su librería,
mejor dicho, su casa de compra y venta de libros usados, en la calle Lavalle al
800, un salón inmenso, atestado hasta el techo de volúmenes.
El local era más largo y
tenebroso que el antro de Trofonio.
Donde se miraba había libros:
libros en mesas formadas por tablas encima de caballetes, libros en los
mostradores, en los rincones, bajo las mesas y en el sótano.
Anchurosa portada mostraba en
los transeúntes el contenido de la caverna, y en los muros de la calle colgaban
volúmenes de historias para imaginaciones vulgares, la novela de Genoveva de
Bramante y Las Aventuras de Musolino. Enfrente, como en un colmenar, la gente
rebullía por el atrio de un cinematógrafo, con su campanilla repiqueteando
incesantemente.
Al mostrador, junto a la
puerta, atendía la esposa de don Gaetano, una mujer gorda y blanca, de cabello
castaño y ojos admirables por su expresión de crueldad verde.
—No está Gaetano.
La mujer me señaló un grandulón
que en mangas de camisa miraba desde la puerta el ir y venir de las gentes.
Anudaba una corbata negra al cuello desnudo, y el pelo ensortijado sobre la
frente tumultuosa dejaba ver entre sus anillos la punta de las orejas. Era un
bello tipo, con su reciedumbre y piel morena, mas, bajo las pestañas hirsutas,
los ojos grande y de aguas convulsas causaban desconfianza.
El hombre cogió la carta donde
me recomendaban, la leyó; después, entregándola a su esposa, quedóse
examinándome.
Gran arruga le hendía la
frente, y por su actitud acechante y placentera adivinábase al hombre de
natural desconfiado y trapacero a la par que meloso, de azucarada bondad
fingida y de falsa indulgencia en sus gruesas carcajadas.
—¿Así que vos trabajaste en una
librería?
—Sí, patrón.
—¿Y bastante trabajaba el otro?
—Bastante.
—Pero no tiene tanto libro como
acá, ¿eh?
—Oh, claro, ni la décima parte.
Después a su esposa:
—¿Y Mosiú no vendrá más a
trabajar?
La mujer con tono áspero, dijo:
—Así son todos estos piojosos.
Cuando se matan el hambre y aprenden a trabajar se van.
Dijo, y apoyó el mentón en la palma
de la mano, mostrando entre la manga de la blusa verde un trozo de brazo
desnudo. Sus ojos crueles se inmovilizaron en la calle transitadísima.
Incesantemente repiqueteaba la campanilla del biógrafo, y un rayo de sol,
adentrando entre dos altos muros, iluminaba la fachada oscura del edificio de
Dardo Rocha.
—¿Cuánto querés ganar?
—Yo no sé…. Usted sabe.
—Bueno, mirá… Te voy a dar un
peso y medio, y casa y comida, vas a estar mejor que un príncipe, eso sí —y el
hombre inclinaba su greñuda cabeza— aquí no hay horario… la hora de más trabajo
es de ocho de la noche a once…
—¿Cómo; a las once de la noche?
—Y qué más quiere, un muchacho
como vos estar hasta las once de la noche, mirando pasar lindas muchachas. Eso
sí, a la mañana nos levantamos a las diez.
Recordando el concepto que don
Gaetano le merecía al que me recomendara, dije:
—Está bien, pero como yo
necesito la plata, ustedes todas las semanas me van a pagar.
—Qué , ¿tiene desconfianza?
—No, señora, pero como en mi
casa necesitan y somos pobres… Usted comprenderá…
La mujer volvió su mirada
ultrajante a la calle.
—Bueno —prosiguió don Gaetano—,
venite mañana a las diez al departamento; vivimos en la calle Esmeralda —y
anotando la dirección en un trozo de papel me la entregó.
La mujer no respondió a mi
saludo. Inmóvil, la mejilla posando en la palma de la mano y el brazo desnudo
apoyado en el lomo de los libros, fijos los ojos en el frente de la casa de
Dardo Rocha, parecía el genio tenebroso de la caverna de los libros.»
Roberto Arlt, El juguete rabioso.
Buenos Aires: Editorial Latina, 1926.
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