«……. Te decía, te decía… Nací cuando
el duce marchaba sobre Roma, y el padre no supo si ralegrarse por una cosa y
disperarse por otra, y desde un principio confundió los términos, de modo tal
que el odio al duce cayó sobre mi cabeza y el amor por el hijo se extravió en
las luchas contra el fascismo. En cambio, tú, eres nacido dentro del tiempo
discreto, después que la madre y yo llegamos a esta ciudad, y vimos que el
padre seguía interpretando en los dolores de estómago casos de la conciencia, y
si Sam le pagaba con billetes de lotería la quincena se trataba de la mano
sotil del fascismo… Recuerdo… el padre nos recibió en el puerto, como venidos
de una guerra… No beses ninguna tierra, le dijo a la madre… Y había una cohorte
de malaugurios y apenados… hombres con ojos sinceros y ojos de traidores, un
poco beatos, un poco furiosos… Casi ninguna mujer… y después supe… que los
hombres vivían sin compañía o ellas se quedaban en la pensión, machacando los
tastos del fracaso y la malaventura… No eran como la madre, porque la madre ya
había averiguado cuánto costaba el pan argentino, y sabía que el mundo se
aprestaba a otra guerra, y los americanos se habían comido el propio cuerpo por
diez años y ahora se comían entre sí como vulgares africanos… Y siempre me
decía cosas sobre los viejos poetas del pueblo, que escribían de fontanas y de
ruscellos, de tombas y de mónacas, de anaximandros y esculapios… hasta que un
día, esperando la gracia les llegaba la muerte de soledad, como dicen que
mueren los poetas de provincias…»
Roberto Raschella, Diálogos en los patios rojos, Buenos Aires,
Paradiso Ediciones, 1994.
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