«Se llamaba “Yuanin”. A secas. Porque en aquellos
años, 1943-1945, no existían los apellidos para los guerrilleros. Tampoco
nombres propios sino los que cada “partiiano” elegía para sí y mientras durara
la guerra.
O él en ella. Era su “nombre de batalla”, el que
conservaba un día o mientras durase esa guerrilla que abarcó casi dos años de
una lucha impar, que unos miles de jovencitos se atrevieron a declarar a los
poderosos y fanáticos ejércitos del Tercer Reich. Y, de paso, contra las
milicias de la República de Saló, nombre con el que los fascistas la
autodenominaron por el lugar dónde se fundó, renegando de la Monarquía que,
según ellos, había traicionado a la Patria.
Muchos centenares de guerrilleros cayeron en esa
triste guerra sin que alguien pudiera, una vez que ésta terminara, reconstruir,
salvo deducciones, anotaciones, algunos borradores o testimonios y referencias,
su verdadero nombre y apellido. Sobre su tumba se esculpió su nombre de batalla
y pasó a ser un “caído desconocido” de la guerrilla, otro de los cientos de
miles “Caído por la Patria”. Alguien que, casi sin pelos en su barbilla,
retornó al polvo, del cual vino, sin dejar huellas detrás de sí, salvo el apodo
que él mismo eligió para sí, para los nazifascistas no pudieran identificarlo
ni tomar represalias contra su familia.
Dejo a la imaginación de mis lectores el poder
recomponer la figura de Yuanin, basándose en los datos que de él les voy dando
a conocer a través de este libro y que rememoro escarbando en mi memoria por lo
que me contaron quienes lucharon a su lado. Poco se sabía de su vida anterior a
su enrolamiento en la guerrilla, sólo que había vivido unos años en uno de los
más pobres suburbios de Turín donde, a fuerza de caricias y trompadas, había
logrado ser el jefe indiscutido de una “banda”, una especie de “patota” más
bromista que peligrosa, compuesta por muchachotes no del todo malos ni mucho
menos perversos, que vivían de subterfugios, de pequeños robos que, según la
estación del año en que se encontraban, consistían en hacer la “maroda” (robo
de fruta en el campo); substraer algún dinerillo a campesinos distraídos que
vagaban en las ferias de los pueblos de los alrededores; torcer, con gran
pericia, los cuellos de las gallinas que descuidadamente se les acercaban; dar
un bastonazo a algún conejo que asomaba su hocico afuera de su cueva; hacer
grandes “asados” de choclos y papas entre las brazas de un fuego que encendían
en las orillas despobladas de ríos y riachuelos, desde donde su vista podía
extenderse lo suficientemente lejos como para prevenir desagradables visitas de
los campesino. Además se habían especializado en “oler” a cualquier carabiniero
que les rondara cerca, logrando desparecer de su vista en pocos segundos, como
diluyéndose en la nada.
Y he aquí a Yuanin: de altura corpulenta,
concentrada en un metro y ochenta centímetros midiéndolos desde los pies a la
cabeza; unos impresionantes músculos advirtiendo a cualquiera de tenerlos muy
en cuenta, so pena de pagar caro su atrevimiento de enfrentarlo; rostro ni
afilado ni redondo pero un poco del uno y del otro; cabello negros pero más
claros que su cutis; frente ancha con unas arruguitas alrededor de sus ojos de
color gris-acerado. Ágil, y de una resistencia a la fatiga insólita y pasmosa.
De costumbre alegre. Buen compañero con los amigos, cruel y sin piedad con los
enemigos. Y… ya lo irán conociendo mejor según vayan leyéndome.»
Elio Reno Culasso, Yuanin. Salta: Gofica Editora, 2000.
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