«En
las inmediaciones del Mercado del Plata, existía un Café y Fonda, que por el
tiempo en que principia la presente narración, gozaba de muy buena fama entre
la gente proletaria.
Era
su dueño un rudo italiano, llamado José Dagiore.
Diez
años ántes, y teniendo él veinte escasos, había desembarcado, con otros tantos
inmigrantes en la playa de la capital argentina.
Siempre,
y en toda condición, es mas fácil la vida para todo el que busca pan
ofreciéndose á ejecutar cualquier trabajo manual que no requiere aprendizaje ó
estudios anteriores. Lo contrario sucede con las carreras liberales, y en
general, con los hombres un poco instruidos.
El
inmigrante rústico tiene pocas necesidades, no flota su imaginación en una
atmósfera de vanidad; acepta cualquier trabajo y se sostiene con un frugal
alimento.
Sin
embargo, no siempre sucede así, y José Dagiore encontró dificultades en los
primeros tiempos de su llegada al país. Al salir del Hotel de Inmigrantes se
juntó con una manada de compañeros que seguían la via pública por mitad de la
calle. Habia hecho relación con estos sus paisanos y todos á la vez buscaban
trabajo. Mientras, se arreglaron en un conventillo, manteniéndose á pan y agua.
A los pocos días se le proporcionó una colocación en el campo como peon para
zanjear: no aceptó por lo que había oido de los indios —y apremiándole las
circunstancias salió un dia del conventillo con un cajón de lustrador de botas,
y fue á situarse á una plaza pública: otros compañeros del mismo oficio, mas
esperimentados que él le arrebataban los marchantes. No ganaba nada, pero sin
embargo, ahorraba peso sobre peso, —aberración económica que solo puede explicar
un inmigrante de la bella Italia.
Vagaba,
luego, por calles y plazas con su cajón pendiente del hombro por medio de una
correa, hasta que cansado se sentaba en el borde de la vereda de cualquier
esquina. Allí quedaba perplejo con espresion de idiota: el cambio de clima y de
hábitos le producía cierta nostalgia, —quedaba absorto, pensando en algún modo
de ganar mucho dinero.
Tuvo
José sus momentos de angustias y zozobras, porque llegó dia en que no consiguió
un solo marchante. Decidió dejar oficio tan poco lucrativo, pero en varias
ocasiones que pudo colocarse tropezó con el obstáculo de no saber el español.
Despues
de haber ofrecido sus brazos en varias partes fue ocupado por un maestro
albañil para servir el peon.
Horas
después de estar desempeñando sus nuevas funciones, parecía que toda su vida no
había hecho otra cosa que acarrear ladrillo, llenar los baldes de mezcla y
cumplir todas las órdenes de los oficiales.
A
las once, hora del descanso, se sentaba apartado á comer su gran pan italiano y
pensaba febriciente en el dinero, aislándose en su pensamiento para expandirse en
monólogos mentales: mucho dinero, dinero y nada mas: su hambre de oro no espresaba
ningun deseo, —era la animalidad descarnada del avaro. Queria ahorrar y así lo
hacia, —sobre su hambre, sobre su sed, á despecho de la salud y de la higiene
de su cuerpo: ahorraba por ahorrar ó tal vez por hábito heredado en la falta de
costumbre de gastar dinero, cumpliendo así, de una manera inconsciente, la misión
de ahorrar todo lo que no habían podido comer sus antepasados.
Aun
en medio de sus tareas solia quedar perplejo soñando en montones de oro, hasta
que la voz de un oficial lo sacaba de su insimismamiento, gritándole desde su
andamio: —“Giuseppe, porta un balde de mezcla, súbito!”
Como
muchos otros podría haber aprendido la albañilería, pero parece que tenia por
este oficio poca vocación.
Al
terminarse la construcción de la obra donde trabajaba, pasó el contratista á
edificar una nueva casa, pero Dagiore no quiso acompañarle.
Habia
ahorrado en este corto tiempo mil seiscientos pesos moneda corriente, y con
este pequeño capital empezó á trabajar por su cuenta como vendedor ambulante.
En
la fonda, donde comia por la noche dos platos, había contraído relación íntima
con el cocinero.
Fue
este quien le aconsejó el ingreso al nuevo comercio en que debutaba.
Para
la venta de la mañana habían hecho sociedad: el cocinero hacia tortillas que
Dagiore se encargaba de vender por las calles, anunciando su efecto con una voz
incomprensible. Mas tarde, según la estación, vendia frutas ó masitas.
Así,
con muy pequeñas intermitencias, pasaron ocho años. Al cabo de estos Dagiore
tenia ahorrados unos veinticuatro mil pesos.
Por
este tiempo el propietario de la fonda había comprado un hotel situado en el
Paseo de Julio y no pudiendo atender dos negocios á la vez, decidió enajenar el
menor.
El
cocinero, que se llamaba Vincenzo Petrelli, unió sus economías con las de
Dagiore y formando sociedad compraron el negocio.
La
casa tenia muy buena clientela y dejaba una ganancia líquida de cinco mil pesos
mensuales.
Parece
que cuando soplan vientos de prosperidad todo va bien, —pero en el primer año
Dagiore tuvo grandes disgustos. Su socio, que siempre había tenido el defecto
de la embriaguez, no se contenía, ahora que se sentía amo.»
Antonio Argerich, Inocentes o culpables, Buenos Aires, Imprenta
del Courier de la Plata, 1884.
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