Suelo argentino
«“Al partir de Roma con el último cartucho —quince mil liras— que era
todo mi dinero, venía con la idea fija de explorar la Patagonia, según los
relatos de Julio Verne que me habían subyugado de muchacho. Estaba informado de
que en estas tierras me iría bien si me dedicaba al comercio de productos
desconocidos. Por lo que, en mi ignorancia, adquirí dos cajas de vinos
excelentes, elaborados por los hermanos Giacombini di Genzano. Y ya que me
había comentado el propietario de la confitería Ronzi y Singer —ubicada sobre
una esquina de la plaza Colonna, donde acostumbraba tomar mi vermouth—, que por aquí no se conocían los marron
glasés, me hice preparar tres tarros en
almíbar.
Hasta el diario La Reforma
anunció mi viaje. Pero ni los marron glasés ni las botellas arribaron a destino pese a que el mismo periódico
local, La patria degli italiani,
reprodujo el artículo inicial y me llamó ‘un agente del bene, que llegaba para abrir nuevas
posibilidades a la producción italiana’”.
Aquel joven que venía a
conquistar su América no pudo negarse a destapar las cajas de dulces y
descorchar las muestras de vino en las que había invertido la herencia
familiar, para brindar junto a las andaluzas con las que compartió su travesía
durante tres semanas de navegación y sin pasaje de regreso. Esas compañeras del
barco en el que se aventuró cuando era un joven romano lanzado hacia el
porvenir fueron mujeres que le confiaron que sus besos las habían hecho
felices. Pero él reconocía que lo único que les importaba era el marrón glasé que se iba esfumando de su
camarote, tanto como un venturoso comercio entre Italia y la Argentina. Y
satisfechas dejaron las bailarinas sus obsequios, durante el viaje que lo llevó
a desembarcar con las manos vacías, convertido en un desamparado inmigrante. Lo
que no fue devorado era una carta para el doctor Hermann Burmeister, pero
cuando estuvo ante el sabio advirtió que él no comprendía una palabra de su
idioma italiano. Mientras que el castellano de Onelli había sido libado de esos
labios glotones y con pellizcos de aquellas bailarinas que venían, como él
mismo, a fare l’América, por lo que
se le ocurrió apelar al latín escolar para comunicarse con ese atildado anciano
alemanote, que reconoció no disponer de ningún trabajo para él dentro del museo
de Ciencias Naturales. Se justificó con los precarios medios con que atendía a
su familia, y a un pequeño hijo sobre quien predijo que más le valdría ganarse
la vida como docente de Matemática que convertirse en empleado público. Le
sugirió ir en busca de otra eminencia, para lo cual le facilitó su tarjeta
personal con algunas líneas. Onelli concurrió a conocer a don Pedro Arata,
quien en esta suerte de pases de pelota, acabó por abrirle las puertas del
museo de Ciencias de La Plata donde encontró la amistad del perito Moreno, uno
de cuyos hijos, más tarde, habría de llevar su mismo nombre: Clemente Moreno.
Solo habían pasado tres meses
desde su arribo, cuando Onelli salió rumbo a la inexplorada Patagonia. Sucedió
como él mismo lo había soñado en su infancia después de leer Los hijos del capitán Grant y convertir
a Julio Verne y las aventuras en el extremo sur del mundo en pura y simple
idolatría, cuyo impulso, en definitiva, lo ayudó a convertirse en expatriado.»
Alberto Mario Perrone, La jirafa de Clemente Onelli, Buenos Aires, Sudamericana, 2012.
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