«Vino a visitarme mi hermano. Para despedirse. Está
cansado de vivir en un país que, desde que lo conocemos o desde antes, va
cuesta abajo. Quiere volver a su pueblo, allá en Italia, y pasar sus últimos
años en él. En paz.
Conversamos plácida y sosegadamente. Prácticamente
hicimos un resumen de lo vivido: una infancia dura que, no obstante,
quisiéramos volver a vivir, una adolescencia que nos hizo conocer los horrores
de una guerra pero forjó nuestro espíritu de lucha, una juventud soñadora y
aventurera que nos hizo emigrar en busca de un
futuro mejor, una vida de trabajo y, casi al final, ¿qué? ¿Para qué
tanta lucha en la vida para luego rendirse?
—¡Cuando justamente todos se van, nosotros nos
quedaremos! Le debemos al país lo que somos.
—Tienes razón. Pagaremos esta deuda.
—¿Cuándo pagarán los argentinos?
—Algún día, cuando el sufrimiento les toque más de
cerca.
—¿O cuando aprendan que les conviene hacerlo?
Quedamos largo rato gozando de un significativo
silencio. En el horizonte el sol, yéndose a su cama de poniente, iluminaba una
larga faja del cielo. Pronto oscurecería. Pero, a la mañana siguiente, brillaría
nuevamente porque no hay noche que dure eternamente. Ni acá ni en el resto del
mundo.
[…]
Dicen y aseguran que hay países, en el otro hemisferio,
que jamás han probado los horrores de una guerra y las tribulaciones de un
post-guerra. En donde hay trabajo, pazy y abundancia de todo. Una de estas
naciones es Argentina a la que llaman el “país de la abundancia”. Me suena algo
así como un cuento de hadas.
Pasa ahora, en ese otrora país de la abundancia, el
mismo dilema. Con la sola diferencia que a esta nación no la destruyó una
guerra sino los mismos gobernantes. Que sin necesidad de bombas causaron más
estragos que si las hubieran lanzado.
Lo conversé con mi hermano:
—¿Vamos a la Argentina, Danilo?
—Es una difícil decisión a tomarse.
—Tal vez por ello mismo acertada.
—El tiempo dirá.
*
Acabé con la disyuntiva de emigrar o no. La del ir
al país, Argentina, de donde vino mi padre o quedarme en Italia, en donde nací
hace poco más de veinte años. Ya lo hice una vez, e mi vida anterior, si mi memoria
no me falla. Por algo verdaderamente excepcional, a diferencia de la mayoría de
las personas, yo recuerdo, como si intermitentes flash relampaguearan en mi mente,
hechos vividos en un pasado más o menos reciente. Y por una gracia
extraordinaria recibida, los puedo revivir, aunque sea a una velocidad pasmosa.
Para que se me entienda, vuelvo a probar trozos de mi vida pasada, con el
pensamiento, pudiendo suprimir los que resulten demasiado avergonzantes o
simplemente no dignos de repetirse.
En Argentina encontré, hace tiempo y en la bruma
del pasado, trabajo, paz, bienestar y amor. También encontré lo que en mi
patria había perdido por culpa de la guerra: la fe en Dios. Esa fe en la que
siempre creyeron mis padres, los padres de ellos y todos sus antepasados hasta
llegar en las profundidades del pasado. ¿Cómo poder creer en Dios, que es pura
bondad, en medio de una humanidad que se estaba despedazando cruel y
malvadamente en una guerra sin sentido y llena de odio insano? ¿Cómo creer, en
semejantes momentos de horror que se vivían, que el hombre estuviera hecho a
imagen y semejanza de Dios? En Argentina, que no conoció guerras o si las hizo
fue de refilón, seguramente podría encontrar ese amor que Dios sembró en
abundancia y que el viento desparramó por todos lados.
Así, como dura un chasquido hecho por dos dedos,
héme en Argentina, tierra de mis descendientes. Ya: ¡descendientes!, los hijos
que me dio el amor de mis amores: ¡Chunín! Reconstruyendo mi pasado, llegaré
otra vez a ella. La supuesta fantasía no es sino una realidad fantástica que
revivo. ¿O no?»
Elio Reno Culasso, Chunín. Salta: Gofica Impresora, 1993.
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