«Cuando los pasajeros comprendieron que ya no había
botes de salvamento disponibles, se encontraron ante un dilema: permanecer a
bordo o arriesgarse y saltar. La primera opción, a pesar de que implicaba una
segura condena, fue elegida por numerosas personas. Quizá presumieron que la
nave tardaría mucho más tiempo en hundirse, o que un milagro terminaría
salvándolos. Nos inclinamos a creer que varias familias no querían separarse, o
no sabían nadar, o que el pánico terminó paralizándolas. Saltar y sumergirse en
esas aguas, de noche, era una decisión temeraria y no puede condenarse a
quienes permanecieron a bordo. Hay personas que temen más al mar que a estar
encerradas en una embarcación a punto de hundirse. Para las madres con niños,
para los ancianos, o para quienes nunca aprendieron a nadar, el riesgo era
enorme. A las ocho de la noche, ya no había más que pensar y eran centenares
los que flotaban en esas aguas aferrados a un salvavidas, a una tabla o a
cualquier objeto que no se hundiera. También eran numerosos los que se habían
ahogado, profiriendo inútiles gritos de auxilio. La proximidad de los vapores Alhena, Empire Star, Formosa, Rosetti y Mosella, que fueron arribando en orden sucesivo, contribuyó a que
pudieran rescatar náufragos con sus propios botes de salvamento. Las
declaraciones del capitán del Formosa,
Baltasar Allemand, al llegar a Montevideo, fueron reveladoras:
Llegamos al lugar de la catástrofe a las 21, deteniéndonos a pocos
metros del Principessa Mafalda, pues
era urgente proceder al salvamento con todos los recursos. El Mafalda tenía una enorme inclinación a
babor y su toldilla se hallaba sumergida. Hubiera querido hacer más, pero tenía
la responsabilidad de mis ochocientos pasajeros y ciento veintitrés hombres de
tripulación, y no podía aproximarme más, sin grave riesgo para las almas
confiadas a mi custodia. Hice cuanto pude.
Todas las embarcaciones del Formosa
fueron botadas al agua, trabajando mis hombres intensamente en la salvación
de los náufragos, que ya se debatían en el agua, aferrándose a trozos de
madera, salvavidas u otro material flotante. Atracaron, finalmente, mis
embarcaciones al costado mismo del Principessa
Mafalda, con valor y pericia de parte de quienes las conducían, pero fue
imposible que le éxito coronase la tentativa.
Una aglomeración de gente, enceguecida por el temor, hacía difícil la
maniobra. Los pasajeros se habían agrupado en el barco como un rebaño,
apretándose mutuamente e impidiéndose todo movimiento, presos de un espantoso
terror. A pesar de que los oficiales del Principessa
Mafalda los alentaban para que se embarcasen, empujándolos vigorosamente
hacia las escaleras de salvamento y haciendo esfuerzos extraordinarios para
vencer el pánico, solamente pudimos embarcar a cuatro personas de las que se
hallaban sobre cubierta. La situación así creada fue insalvable a pesar de la energía
de los oficiales italianos y de los esfuerzos desesperados de mis marineros,
que tuvieron que dedicar, en vista de ello, su atención a aquellos pasajeros y
tripulantes que, más animosos, tuvieron presencia de espíritu para arrojarse al
mar. Entre estas personas valerosas, que siguieron los consejos y el ejemplo de
los señores Skelton y Grenade, pudimos acrecentar el número de sobrevivientes.
El terror, o la fobia al agua de los pasajeros que
pemanecían a bordo y que se negaban a saltar, fue otra de las características
de este naufragio. La imagen de esa multitud apretujada, a oscuras, gritando y
no queriendo dejar esa nave condenada debe de haber sido pavorosa. No les fue
mejor, tampoco, a los que flotaban en el agua, pero, al menos, existía la
posibilidad de que un bote de salvamento los rescatara. El testimonio de un
inmigrante, Pietro Gori, publicado por el diario La Nación, el 5 de noviembre, revela el horror que implica tener
que saltar al agua y encontrarse con lo desconocido.
Llegué junto a las barandas y, desde ellas, miré hacia el mar. Me
imponían las olas que batían sobre los flancos del barco, pero el trágico
balanceo del mismo me impulsaba a lanzarme. Trepé rápidamente y en el preciso
momento en que intentaba el salto salvador, una garra me detuvo y junto a mis
oídos sonó esta voz: “¡Todavía no!”. Me volví, descendí de la baranda y, cuando
buscaba a la persona que me había arrancado casi de esa baranda, comprendí la
maniobra. El desconocido con increíble rapidez y valido de las sombras, había
ocupado mi lugar y ya se lanzaba al mar utilizando el fácil camino que yo había
encontrado. Le seguí. Aun antes de sumergirme pude divisar un bote que se
hundía y percibir los horrorosos clamores de los náufragos. No sé cuánto tiempo
me sostuve en el agua. Como brotadas del seno del océano comenzaron a aparecer
a mi alrededor muchas cabezas, que intermitentemente gritaban y volvían a
sumergirse. Comencé a desesperar. Las fuerzas me abandonaban. El terror a la
muerte puede decirse que me enseñó a nadar y, braceando, me dirigí hacia la quilla
de la embarcación naufragada, en torno de la cual, a manera de un trágico fleco,
se agrupaban jadeantes muchas mujeres y niños. Llegué hasta ella, me así con
todas mis fuerzas a una arista, junto a un náufrago que maldecía colérico y
hacía desesperados esfuerzos por liberarse de algo que le impedía su salvación.
Era un niño de quince años aproximadamente, que se había aferrado a una de sus
piernas. El hombre, en un brutal empuje, distendió su cuerpo y arrojó lejos de
sí al desdichado, quien desapareció profiriendo un espantoso grito. Después
llegó a mis oídos un clamor largo e impresionante: era una sucesión de ayes, de
voces, de lamentos, una interminable y grandiosa agonía. No recuerdo más. Me
dijeron después que conmigo fue salvada la familia Albane y que mi compañero de
compartimiento había fallecido.
En este naufragio hubo contados héroes y pocos
estuvieron dispuestos a dar su vida para salvar a una mujer o un niño. Imperó
el sálvese quien pueda, apelando a los más bajos recursos. Qué diferencia con
otros naufragios, donde hubo verdaderos héroes.»
Lagos, Ovidio, Principessa
Mafalda. Historia de dos tragedias. Buenos Aires: Editorial El Ateneo,
2010.
Fotografía: el trasatlántico Principessa Mafalda (botado en Italia en 1908, naufragó en la costa de Brasil en 1927).
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