«Inmigrantes á bordo.
A
José León Pagano.
A
bordo del “Pelagus” 14 de Diciembre de 1903.
Mi
querido amigo: Mañana, por fin, vamos á desembarcar, con dos días de atraso, y
entonces echaré al correo esta primera carta que te escribo, todavía bajo la
impresión de terribles emociones.
Mi
pasaje de tercera me dio un sitio entre cuatrocientos cincuenta pobres diablos
como yo, que llenan el entrepuente convirtiéndolo en una especie de plaza de
aldea en día de mercado, pero sin aire, ni luz, ni alegría. Está rebosando de
hombres, mujeres, niños, en revuelta confusión, que hablan todos los idiomas,
exhalan todos los olores, visten todos los harapos... No te puedes imaginar lo
que una persona medianamente educada, por mucho que sea la amplitud de su
espíritu, padece en lo físico y lo moral durante uno de estos viajes dolorosos
y deprimentes. Mis compañeros mismos, aunque en su mayoría hechos á la miseria,
se sienten rebajados de su dignidad de hombres y se rebelan instintiva é inconscientemente
contra ello, manifestando la protesta con su irritabilidad y mal humor.
Considérame
en este hacinamiento humano, entre multitud de mareados que en un principio
aumentaban minuto por minuto, con las apreturas, la falta de aire, el hedor, el
contagio inevitable por la excitación y luego depresión de los nervios… En los
primeros días yo no podía estar sino en el puente, echado de bruces sobre la
borda, mirando el mar, bebiendo la buena brisa del Océano, hasta que la fatiga
me obligaba á ir á acostarme abajo, en aquellas mazmorras de madera, en que las
camas parecen obscuros estantes para mercancías sin valor, desperdicios de
humanidad… Pero no podía quedarme mucho rato: apenas me despertaba cualquier
ruido, cualquier movimiento, semi-asfixiado por aquella atmósfera gelatinosa,
irrespirable, corría á cubierta y me bañaba en el viento, como para sacarme una
pringue que me cubriese de pies á cabeza. Mis pobres compañeros, anónimas reses
de aquel rebaño encajonado, sufrían también, y en medio de la noche, entre
ronquidos y respiraciones anhelosas, sonaba de vez en cuando algún terno
sofocado, alguna imprecación, algún juramento…
Así
navegamos varios días, sin poder acostumbrarme á tal suplicio, cuando de
repente empeoró nuestra situación sorprendiéndonos una terrible tempestad… El
barco amenazaba á cada instante hundirse en el mar para no reaparecer. Las olas
rompían sobre el puente, con verdadero furor, cataratas intermitentes y
repentinas que se precipitaban con el estruendo de un estampido, arrebatando
cuando había sobre cubierta. Era casi imposible mantenerse allí, pero, abajo,
con los ojos de buey cerrados y los ventiladores insuficientes, la permanente
era una tortura intolerable. Por eso, desdeñosos del baño continuo y del
peligro inminente, muchos pasajeros de tercera, y yo entre ellos, preferimos
quedarnos arriba, nerviosamente asidos de los cabos, de los pasamanos, de todo
cuanto presentara un firme punto de apoyo. Las olas que entraban por la proa y
llegaban hasta más de la mitad del trasatlántico, en forma de torrente furioso,
nos envolvían empapándonos, y sus espumarajos pasaban sobre nuestras cabezas,
haciendo que el puente y todos sus accesorios, mástiles, chimeneas, ventiladores,
correaran agua como bajo una lluvia diluviana. Peo aunque á cada momento podíamos
ser lanzados, cual por una catapulta, á la inmensidad del Océano negro como
tinta, muchos preferíamos el peligro al aire libre, á las angustias de la
asfixia… Pero la situación fue haciéndose insostenible, la lucha para
mantenernos y no ser arrebatados agotaba rápidamente nuestras fuerzas, y uno
por uno, mis compañeros comenzaron á bajar derrotados… Quedábamos los más
fuertes, los que más odiábamos el encerramiento, cuando el comandante ordenó:
–¡Todo
el mundo abajo! –al ver que una nueva partida de inmigrantes subía á respirar á
despecho del peligro.»
Roberto
J. Payró, Violines y toneles. Buenos
Aires: M. Rodríguez Giles, Editor, 1908.
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