lunes, 25 de mayo de 2020

"Inmigrantes á bordo", Violines y toneles, Roberto J. Payró (1908)



«Inmigrantes á bordo.


A José León Pagano.

A bordo del “Pelagus” 14 de Diciembre de 1903.

Mi querido amigo: Mañana, por fin, vamos á desembarcar, con dos días de atraso, y entonces echaré al correo esta primera carta que te escribo, todavía bajo la impresión de terribles emociones.
Mi pasaje de tercera me dio un sitio entre cuatrocientos cincuenta pobres diablos como yo, que llenan el entrepuente convirtiéndolo en una especie de plaza de aldea en día de mercado, pero sin aire, ni luz, ni alegría. Está rebosando de hombres, mujeres, niños, en revuelta confusión, que hablan todos los idiomas, exhalan todos los olores, visten todos los harapos... No te puedes imaginar lo que una persona medianamente educada, por mucho que sea la amplitud de su espíritu, padece en lo físico y lo moral durante uno de estos viajes dolorosos y deprimentes. Mis compañeros mismos, aunque en su mayoría hechos á la miseria, se sienten rebajados de su dignidad de hombres y se rebelan instintiva é inconscientemente contra ello, manifestando la protesta con su irritabilidad y mal humor.
Considérame en este hacinamiento humano, entre multitud de mareados que en un principio aumentaban minuto por minuto, con las apreturas, la falta de aire, el hedor, el contagio inevitable por la excitación y luego depresión de los nervios… En los primeros días yo no podía estar sino en el puente, echado de bruces sobre la borda, mirando el mar, bebiendo la buena brisa del Océano, hasta que la fatiga me obligaba á ir á acostarme abajo, en aquellas mazmorras de madera, en que las camas parecen obscuros estantes para mercancías sin valor, desperdicios de humanidad… Pero no podía quedarme mucho rato: apenas me despertaba cualquier ruido, cualquier movimiento, semi-asfixiado por aquella atmósfera gelatinosa, irrespirable, corría á cubierta y me bañaba en el viento, como para sacarme una pringue que me cubriese de pies á cabeza. Mis pobres compañeros, anónimas reses de aquel rebaño encajonado, sufrían también, y en medio de la noche, entre ronquidos y respiraciones anhelosas, sonaba de vez en cuando algún terno sofocado, alguna imprecación, algún juramento…
Así navegamos varios días, sin poder acostumbrarme á tal suplicio, cuando de repente empeoró nuestra situación sorprendiéndonos una terrible tempestad… El barco amenazaba á cada instante hundirse en el mar para no reaparecer. Las olas rompían sobre el puente, con verdadero furor, cataratas intermitentes y repentinas que se precipitaban con el estruendo de un estampido, arrebatando cuando había sobre cubierta. Era casi imposible mantenerse allí, pero, abajo, con los ojos de buey cerrados y los ventiladores insuficientes, la permanente era una tortura intolerable. Por eso, desdeñosos del baño continuo y del peligro inminente, muchos pasajeros de tercera, y yo entre ellos, preferimos quedarnos arriba, nerviosamente asidos de los cabos, de los pasamanos, de todo cuanto presentara un firme punto de apoyo. Las olas que entraban por la proa y llegaban hasta más de la mitad del trasatlántico, en forma de torrente furioso, nos envolvían empapándonos, y sus espumarajos pasaban sobre nuestras cabezas, haciendo que el puente y todos sus accesorios, mástiles, chimeneas, ventiladores, correaran agua como bajo una lluvia diluviana. Peo aunque á cada momento podíamos ser lanzados, cual por una catapulta, á la inmensidad del Océano negro como tinta, muchos preferíamos el peligro al aire libre, á las angustias de la asfixia… Pero la situación fue haciéndose insostenible, la lucha para mantenernos y no ser arrebatados agotaba rápidamente nuestras fuerzas, y uno por uno, mis compañeros comenzaron á bajar derrotados… Quedábamos los más fuertes, los que más odiábamos el encerramiento, cuando el comandante ordenó:
–¡Todo el mundo abajo! –al ver que una nueva partida de inmigrantes subía á respirar á despecho del peligro.»

Roberto J. Payró, Violines y toneles. Buenos Aires: M. Rodríguez Giles, Editor, 1908.

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