«La gesta de Luiggin.
A
Pedro Angelici.
I
–En
cuanto junte un capitalito, pongo una carpintería por mi cuenta. El que trabaja
hace camino en este país, ¡todo el mundo me lo ha dicho!
Así
pensaba Luiggin, el marido de la linda Marietta al desembarcar en Buenos Aires
por el antiguo muelle de pasajeros, con pocas liras en el bolsillo y muchas
ilusiones y esperanzas en la cabeza, su decisión de buen piamontés, sus fuertes
brazos de mozo robusto y su habilidad de oficial carpintero.
Había
que verlo subir por la barranca de la calle Piedad hacia el centro, alto,
enjuto, con sus largos bigotes negros y sus ojos resueltos y brillantes,
dejando colgar los brazos de que pendían dos macizo y encallecidos puños,
balanceados por el movimiento, al lado de Marietta, menuda y vivaracha, en cuyo
rostro sonrosado ardían como brasas los labios y como llamas las pupilas.
Se
habían casado hacía poco, en una aldea próxima á Turín, convenidos de antemano
para venir á América en busca de fortuna, seguros de sí mismos, de su buena
suerte, de su amor y de su alegría. Y se embarcaron días después de la boda, y
aquí estaban ya, en el teatro de la lucha, dispuestos á vencer y convencidos
del triunfo.
Luiggin
no perdió tiempo, y antes de acabar con la última de las pocas monedas que
había traido, ya tenía ocupación y salario en el taller de un paisano suyo, y
veía el horizonte de color de rosa, soñando entre las astillas y las virutas
con su futuro establecimiento, las riquezas, la vuelta triunfal á Italia y á su
pueblo. Su mujer soñaba con él, en las horas tranquilas del descanso, frente á
la frugal comida, y á los proyectos de ambos se mezclaban risas y bromas, la
afectuosa jovialidad de gente optimista que cuenta con su fuerza y su juventud,
y no vislumbra siquiera dificultades en el camino.
El
salario era pequeño, bastaban apenas para sus necesidades; pero modestos y
ordenados, no sufrían ni se quejaban.
–Hay
que empezar por el principio –decía Luiggi, –y es malo apurarse mucho.
Y
reía y cantaba bromeando con Marietta, y en el taller, envuelto en aserrín y
polvo, su voz alegre, se oía de la mañana á la noche, vibrante de contento y de
confianza.
Hasta
entonces le había sido imposible poner nada de lado, pues los gastos se
equilibraban estrictamente con las entradas. Pero ¿no tenía aquellos brazos
formidables y aquel pecho de atleta? ¿Para qué pedir más? ¡Tiempo al tiempo,
qué diablos!... Y sin embargo, sin ahorros, no podría establecerse por su
cuenta… ¡Bah! Ya llegaría el momento de economizar, aunque el patrón, “paisano”
y todo, se mostrara duro y mezquino.»
Roberto
J. Payró, Violines y toneles. Buenos
Aires: M. Rodríguez Giles, Editor, 1908.
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