«La casa era bastante grandecita,
con negocio de almacén, tienda, y un poco de ferretería. Tenía también un
despacho de bebidas, con gran reja de fierro adelante del mostradorcito, y sin
mesas, ni bancos, ni menos sillas, para que el paisanaje y el gringaje, no
teniendo en qué sentarse, se largara en cuantito tomaba la tarde o la mañana.
Entramos a la ramada, y del otro
lado de la reja se nos apareció una mujer de más de treinta años –después supe
que tenía treinta y cuatro–, bastante buena moza todavía, alta, muy blanca, de
pelo negro y ojos oscuros. Cuando nos contestó las buenas tardes, conocí que
era italiana.
–Doña Carolina –le dijo el
repartidor–, aquí le traigo un forastero que anda medio en desgracia, y como el
hombre busca trabajo, yo le he dicho que aquí puede ser que encuentre. ¿Qué le
parece?
–Sí –contestó la mujer, mirándome
con atención–; si se queda por acá, luego o mañana no más, han de venir del
establecimiento de Torres… Lo pueden conchabar…
–Y usted, doña Carolina, ¿por qué
no lo toma de dependiente? Es mozo vivo y capaz de ayudarla.
–¡Oh, yo! –dijo la gringa,
suspirando– ya no pienso en eso. Se me ha ido la idea.
–No importa –le dije–; me quedaré a
esperar a los de Torres. Y, de mientras, sírvanos dos vasos de vino que sea
bueno, que estoy galgueando de sed, y este compañero no le digo nada.
Tomamos el vino, que era bastante
rico, y el repartidor se despidió porque tenía apuro de llegar al pueblo. Yo me
quedé a la espera, mirando la casa, para matar el tiempo. El almacén estaba
regularcito de surtido, con muchas bebidas, latas de conservas en un estante,
salchichones y tocino colgados del techo, queso y dulce de membrillo en una
vidriera, junto con masas de facturería, caramelos largos, pan viejo y galleta.
Había también cosas de ferretería,
frenos, facones, cuchillos, tijera de esquilar, hachas, lebrillos y cacerolas y
una punta de chirimbolos; pero del otro lado de la reja, lo mismo que las cosas
de tienda, bramante, zaraza, coleta, ponchos, camisetas, pañoletas,
calzoncillos, chiripás, hilo, canutillo, pañuelos de seda celestes y colorados,
y qué sé yo qué más.»
Roberto J. Payró, El casamiento de Laucha. Buenos Aires: Compañía
Sud-Americana de Billetes de Banco, 1906.
Ilustraciones de la primera
edición.
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