«Lo
primero que le preguntó el doctor Lontano a Emily fue cómo se sentía. La
inglesita, acostada y con la vista en el techo, no le contestó. Lontano reiteró
la pregunta y se dio cuenta de que ella ni siquiera lo escuchaba. El médico
abrió impasible su libreta de notas. Escribió la fecha, el estado de la
paciente, el lugar en que se encontraba. Revisó las páginas del cuaderno en las
que, durante los primeros días de atención a Emily, había hecho una breve
descripción de la misma habitación: “Cama limpia, una cruz en la cabecera,
paredes sin adornos, mesa de luz con una jarra de agua y un vaso; dos ventanas
con cortinas blancas (abierta sólo la que da al patio interno, la que mira a la
pampa, cerrada con postigo y traba); la paciente está acostada, lleva un camisón
de hilo, demasiado alto hasta el cuello; no habla, mira un punto fijo del
techo, parpadea regularmente, suspira muy bajo.” Lontano se entretuvo otro rato
releyendo algunas notas sobre los niños, los pequeños Morgan que Lexton
engendró en Emily. Sacó después una revista científica de su maletín y se puso
a leer un artículo. Así pasaron más de treinta o cuarenta minutos hasta que el
médico guardó los papeles, menos la libreta que dejó en la mesa de luz. Miró
con atención a Emily que se había movido en todo ese tiempo. Repitió la
pregunta con el mismo tono anterior, como si recién acabara de entrar. Sin
embargo ya no lo hizo en castellano, sino que le habló en italiano, y agregó en
el mismo idioma una frase del Dante sobre Beatrice. Inmediatamente la inglesita
giró despacio la cabeza para mirarlo:
–No
sé una palabra de italiano –le dijo, mientras de uno de sus ojos caía una
lágrima rondado despacio por la carita blanca.
Lontano
sonrió.»
Gustavo
Rimoldi, Lontano. Buenos Aires:
Paradiso, 2014.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.