viernes, 20 de diciembre de 2019

El Gringo, de Fausto Burgos (1935)





«–Casarme yo con un gringo… con un gringo! ¡No! ¡No! ¡Jamás!
A José Contadini se le enciende la cara. La tiene rosada, como cara de muchacha campesina. Se le pone roja, roja. ¿De ira? ¿De vergüenza?
–Pero…., yo, ¿no soy gringo también? ¿No he nacido en Italia? ¿No son gringos tus tíos, tus abuelos?
–¿Casarme yo con un gringo, con ese Nicola San Pietro, vulgarote, bestia, que no sabe siquiera ponerse el sombrero?
–Pero sabe trabacar, hica. Y tiene su chalet, sus vacas, su finquita y su bodega.
–¡Jamás! ¡Jamás! ¡No quiero! Cuando usted se casó, eligió a su gusto, ¿no?, ¿o le impusieron novia? A ver, hica.
–Hica…
–¡Casarme yo con un gringo, con un gringo cara colorada, bigote colorado, pelo colorado, con uno de esos gringos que se casan para hacer trabajar a la pobre mujer! ¡No! ¡No! Además, yo tengo ya veintidós años cumplidos, ¿no? Soy dueña de elegir a mi gusto.
–¡Hica, hica! –exclama José Contadini. – ¿Por qué decís eso? Yo también soy gringo.
–Usted es criollo.
–¡Si vine chico de Italia! ¡Yo soy gringo, gringo puro, el más gringo entre todos los gringos que hay en esta tierra mendocina.
–¡No! ¡No! ¿Quién le ha dicho? ¿Quién le ha dicho? No. No. ¿Por qué lleva el pelo como cepillo?; ¿Por qué usa bigote echado para arriba?, ¿Por qué come tallarines y ñoquis dos veces por semana? ¿Por qué prefiere andar en una carretela como un tano cualquiera teniendo un regio automóvil?
–Yo no lo quería, hica, no lo quería. Lo compraron ustedes; ustedes lo compraron. ¿Para qué quiero yo un lucoso automóvil cuando soy un humilde obrero, un trabacador, nada más?
–Si alguien le oyera, ¡qué diría de nosotras!
–¿De quienes?
–De mí, de Veva, de Raúl, de mamá…
–Dirían que Teresa es mi mujer, la mujer del que fué hace veinte años contratista del finado Martini; dirían que Rosita es mi hica, que Genoveva es mi hica y el niño Raúl es mi hico. ¡Eso no más!
–¡Qué gracioso!
–¡Yo soy gringo, gringo, gringo, gringo puro!
–Papá…
El viejo vuelve la cara y se pone a mirar las facturas, los recibos, las libretas, las cartas comerciales que tiene sobre su escritorio, una mesa grandota con muchos cajones, una de esas mesas que se compran en las mueblerías de lance. Es un viejo de mediana estatura, de buen cuerpo; tiene los ojos verdes, las mejillas sonrosadas y la cabeza blanca. Es un viejo hecho al trabajo rudo; es uno de esos viejos de morrudos dedos y de cuello rojizo y arrugado.»

Fausto Burgos, El Gringo. Buenos Aires: Editorial Tor, 1935.

jueves, 28 de noviembre de 2019

El laúd y la guerra, de Martina Gusberti (1995)





«No cabe duda de que los mandan a la guerra.
Al llegar la orden de deshacer los campamentos e iniciar la marcha sin conocer el destino, los conscriptos se estremecen. Están al término del año obligatorio de servicio militar, esperando ser dados de baja y retornar a sus hogares, cuando la guerra estalla en sus vidas.
Los discursos sobre el honor de un soldado, “la vida por la patria”, y el “valor encomiable de vencer a un enemigo”, se vuelven palabras vacías en las mentes de esos reclutas.
Así pues, ese amanecer comienzan a levantar las carpas, plegándolas en sus respectivas bolsas; a forzar a presión sus petates dentro de las mochilas; a llenar los recipientes de agua para el camino y acondicionar los pertrechos de guerra que se desplazan a tracción.
A Luigi le toca cargar –además de lo reglamentario– un bidón de quince litros. Todo, significa demasiado peso para su débil contextura.
Como primer itinerario cierto tienen que subir a la cima del cerro Castelmonte, a cuyos pies acampan, para recalar al otro lado.
–Luigi, ¿qué te parece el trajín que nos espera?
–No me importa el trajín; me preocupa la suerte que nos espera.»

Martina Gusberti, El laúd y la guerra. Buenos Aires: Editorial Vinciguerra, 1995.


Réquiem para la adolescencia, de Martina Gusberti (1989)





«Nonna Ines

Era una viejecita adolescente, pequeña, enjuta, rostro afilado, risa fácil. Graciosa y ocurrente en los relatos que refería en su atropellado dialecto cremonés, apenas inteligible para los extraños a la mesa familiar.
Al escucharla, cerrando los ojos, se tenía la sensación de que a una desenfadada joven campesina; y si jugando, se la hacía girar en brazos, no pesaba más que una colorida volanda de papel que hiciera círculos mirando el cielo. Todo, acompañado por el sonajero de su risa.
He visto fotos de ella sacadas en los viñedos, en tempo de vendimia, donde se mostraba con plegada pollera aldeana, sujeta a su cintura; un largo delantal rojo y un ramito de flores silvestres sobre el ala de su capelina de paja. Me parecía la más joven y hermosa del grupo.
Su vivienda era una típica casona románica, con gruesos muros y pequeñas ventanas con arco, pero con las refacciones modernas en baño y cocina, que mandó hacer su únia hija soltera. El amplio salón-comedor-lugar de estar, sólo se utilizaba en verano o  en días de reuniones especiales. Tenía techos con travesaños de rústica madera, enorme mesa central, un hogar secular e piedra, altos aparadores con puertitas de vidrio biselado, y en un rincón, un antiguo aparato fuera de uso, que, manejado a mano, sirvió para moler las olivas y extraerles el aceite.
Su anecdotario era inagotable. Atesoraba narraciones referentes al pasado del pueblo, a los sucesos acaecidos a cada uno de sus habitantes, a historias de plantas, animales y cosas; y a cuentos de hechos parapsicológicos, porque ella percibía que el cerebro humano es un universo inexplorado, pleno de energías ignotas.»

Martina Gusberti, Réquiem para la adolescencia. Buenos Aires: Plus Ultra, 1989.

El 90. (Novela histórica), de Emilio Gouchon Cané (1928)




«Y quedaba el silencio. Pero, luego, gritaba el botellero. Y alguno vendía papas. Y el afilador pasaba con su máquina, soplando su flauta aguda y melancólica.
–¿Afila cuchillos, marchanta?
A gritos, desde la vereda.
–¡No, gringo!
A gritos, desde la azotea.
También tuvo Catalina que saludar a ña Tomasa, la cocinera de la casa de enfrente que llegaba con una gran canasta en el brazo, cargada de botellas y de envoltorios de papel amarillento semejantes a grandes empanadas.
–¿De compras?
–Sí, doña. Vengo del almacén de don Vittorio.
–Ese es un gringo ladrón.
–Como todos, doña. El arroz ha subido un real…»

Emilio Gouchon Cané, El 90. (Novela histórica). Buenos Aires: Librería “Hispano-Argentina” C. P. Perlado y Cía, 1928.

Donde comienzan los pantanos, de Elbio Bernárdez Jacques (1949)




«Don Cayetano Tucci, era un hombre relativamente joven, honrado y trabajador; trabajador sin tacha ni renunciamientos.
Había venido a América, como otros tantos, para “hacerse la América” De esto mediaban solamente tres lustros y ya había conquistado un pequeño bienestar,
Empezó con un retazo de campo, en la cercanías del pueblo; plantó árboles, crió cerdos, vendió verdura y fue mejorando su predio y extendiendo sus actividades, hasta adquirir el título, en cierto modo destacado, de chacarero.
Casó aquí, con una mujer de más edad que él, hija de vascos, que a pesar de su origen, no respondió a las perspectivas saludables de su raza. Se fue en vicio, como esas plantas que tienen demasiado riego.
Don Gaitano –como lo llamaba la gente del pueblo– hizo todo lo posible por mejorarla con el injerto de su sangre vigorosa; pero todo fué inútil: la planta no dio fruto; por el contrario, se iba marchitando día a día, hasta estar, ahora, a punto de secarse.
Él había ambicionado tener hijos; pero su savia no prolificó. La semilla no halló tierra fértil. Y hubo de conformarse con remover la tierra, sin resultado.
En casa de esta gente, entró a trabajar Paloma. Se dedicó de lleno a servirla, con abnegación de madre dolorida, que ve a otra madre en igual trance. Su estado de ánimo fué poco a poco mejorando y su salud también. Halló más confortable su lecho y más pródiga y aseada la mesa que le brindaron. Pasó noches enteras cuidando de la mujer de Gaitano, que ahora se respaldaba en ella, como ella se había respaldado en el viejo cura. Entre las dos mujeres se estableció una simpatía recíproca; al fin en las dos se había malogrado la ilusión materna.
Gaitano halló en los cuidados de Paloma hacia su esposa, un gran alivio y una mayor independencia, para ocuparse de sus obligaciones en la chacra. Casi le confió la casa entera. Ella supo responder a esta confianza, sacrificándose por aquel hogar, que le había habierto cristianamente sus puertas.
El cura los visitaba con cierta frecuencia: iba allí llevando el consuelo piadoso a la enferma y el aliento estimulante a Paloma. Creyó ver mejorar a aquella y rehabilitarse a ésta; pero se equivocó, en parte: la esposa de Gaitano empeoró de improviso y algunos meses más tarde, a pesar de ser atendida abnegada y esforzadamente, murió con una larga y sostenida mirada para su compañero y una dulce y afectuosa sonrisa para su cuidadora.
Desde entonces Gaitano se hallaba en un trance difícil; conciliar la presencia de Paloma en su casa, con su estado de viudez.
–¿Y ahora que hago, Padre…?
El cura rascándose la coronilla habría contestado, como hablando consigo mismo, sin mirar a Gaitano.
–Y ahora… cásate.
Los ojos del chacarero se habían iluminado ante la perspectiva.
–Pero…
–No, hombre; no hay “pero que valga. Cásate. Y cásate con Paloma, que te conviene. Yo les daré la bendición.
Transcurrido el año, se celebró la boda. El mandato del cura había sido inapelable y además: el corazón de Gaitano le estaba “haciendo gancho” en la ocasión.
Paloma entró al templo del brazo de aquel hombre bueno, dejándose guiar insensiblemente, como un autómata. Halló iluminada a toda luz la iglesia y al viejo sacerdote con su figura venerable de santo, entre aquellos otros santos. Se arrodilló a sus plantas y le besó las manos. El la levantó de un brazo y puso la mano flaca y pecosa de la joven, en la recia y callosa de Gaitano.
–Estáis unidos, en el nombre de Dios.
Y terminó la ceremonia. Es decir; no terminó: el novio besó la frente de su compañera y notó que estaba templando, como un pájaro con frío. Era la nube de un recuerdo, que como las alas de un murciélago, había rosado su frente.
Hubo cuchicheos de viejas y miradas furtivas de jóvenes en los estrados de la iglesia, y un revuelo de chicuelos que, a la puerta, reclamaban las consabidas moneditas, a los desaforados gritos de “padrino pelado”.
Gaitano pasó entre ellos, muy tieso, del brazo de su compañera y una vez dentro de la única volanta del cortejo, les arrojó unos cobres. Los muchachos se tiraron sobre ellos como pichones de avestruz hambrientos. Media hora después, Gaitano y su “señora” se hallaban en la chacra. Y empezaron a caer los regalos más dispares: un centro de mesa, un huevo de avestruz bordado, un pavo al horno y hasta una cola de vaca para colgar el peine. Cosas del campo; cosas simples, pero tan dignas de consideración como los dones que nos suele regalar el cielo.»

Elbio Bernárdez Jacques, Donde comienzan los pantanos. Buenos Aires, 1949.


Los gauchos colonos. Novela agraria argentina, de Mario César Gras (1928)




«Era Eufemio Morales, el dueño de aquella precaria sementera.
La llama de alguna preocupación animaba su rostro enjuto, su mirada brillante y enérgica. En su mano derecha se advertía un rústico arreador de campo con cuyo cabo golpeaba nerviosamente la caña de su bota.
De pronto, se adelantó parsimoniosamente hacia donde caía la paja desmenuzada que arrojaba el tubo emparvador, recogió un puñado de ella, lo examinó con detención, hizo un gesto de desagrado y dirigiéndose al empresario de la trilla que a la sazón descansaba recostado sobre unas bolsas vacías le increpó con visible mal humor:
–Vea, don Bachica, que m’está triyando muy fiero… ya van tres ocasiones que se lo alvierto… tuito el grano se entre la paja…. ¡Mire!
Y mostró en la palma de la mano las brillantes semillas de lino que denunciaban la deficiencia del trabajo.
El aludido se incorporó pesadamente, miró al colono con fastidio y contestó gritando casi, con voz aguardentosa, de marcado acento italiano:
–¡Que tanto corovar!.... Ya l’he dicho que no le custa mi trabaco mi mando mudar in siguida, mi mando….. ¡Demasiado sirvicio li hago triyandole esta porquiría que no rinde un corno!.. ¡Per la Madona!...
Hablaba accionando grotescamente una perturbadora embriaguez. Sus ojillos azules y fulgurantes chispeaban en su faz congestionada y sudorosa.
–¡Cuidao con bandiarse, amigo, no se vaya a refalar!.... yo le pago pa que me triye como se debe ‘entiende? –contestó sentencioso y amenazante el paisano, cuyo rostro había adquirido una palidez plomiza, denunciadora de la cólera que lo ahogaba.
–¡Nu mi venga cun cumpadradas ¡Sacramento! –rugió el italiano poniéndose de pié en actitud hostil.
Morales enardecido por el desplante, revoleó en alto el arreador y habría azotado con él al insolente, si no se hubieran interpuesto algunos peones para evitarlo.
–¡Gringo maula!... De lástima no lo destripo ai no más, por desalmao y sinvergüenza –gruñó el paisano en el paroxismo de la cólera, midiendo con la vista al desconsiderado empresario que, trocando súbitamente su chocante altanería en la más irrisoria sumisión, se había puesto, de un salto, a varios metros de distancia de su irritado contenedor.
La escena fue fugaz, como la luz de un relámpago. El bullicio del trabajo, ahogó los últimos rezongos del colono que, recobrando su serenidad, volvió a colocarse al amparo del sombró de la casilla, mientras el empresario se entregaba, prudente y resignado, a subsanar la deficiencia de la máquina que había provocado el reciente enojoso conflicto.»

Mario César Gras, Los gauchos colonos. Novela agraria argentina. Buenos Aires: Talleres Gráficos Argentinos de L. J. Rosso, 1928.



sábado, 6 de abril de 2019

Civiltà italiana nel mondo. In Argentina, de Mario Puccini (1938)



«Dal 1874 al 1880 entrano in Argentina un poco alla volta 268.504 emigranti italiani: e, dice José Antonio Wilde, “los italianos han sobrepasado en número a todas las demás naciones: la italiana es una inmigración utilísima, y son innumerables las instituciones importantes creadas por ellos. En todas partes han establecido también sociedades de socorros mutuos”[1]. E Pedro y Caraffa: “el italiano ha cultivado tierras y a distancias tal lejanas de hacer vacilar del éxito, por las dificultades en los caminos, hasta de perder la vida”[2].
Il che vuol dire che, dai primissimi emigranti del 1500, che partono con Juan Dios de Solis e con Caboto, a questi che vanno nell’epoca in cui l’Italia è già una nazione, benchè ancora una povera nazione, non c’è differenza nè di carattere nè di spirito: l’avventura, costi quello che costi, va tentata; l’italiano osa, l’italiano si butta sempre e comunque. E sempre e comunque vince.»

Mario Puccini, Civiltà italiana nel mondo. In Argentina. Buenos Aires: Società Nazionale Dante Alighieri, 1938.




[1] “Gli italiani hanno superato in numero tutte le altre nazioni; l’italiana è un’immigrazione utilissima, e sono innumerevoli le istituzioni importanti ch’essi hanno create. In ogni paese essi hanno inoltre messo su delle società di mutuo soccorso”.
[2] “L’italiano ha coltivato terre e a distanza così lontane da far dubitare del successo, per la difficoltà delle strade, fino a perdere la vita”.

viernes, 5 de abril de 2019

Emigrazione italiana, de Cesare Carocci (1900)





«Economisti, sociologhi, viaggiatori, tutti sono concordi, nell’affermare la grande supremazia dell’Argentina su ogni altro paese d’immigrazione per noi, e lo splendido avvenire che ancora le è riserbato.
Il conte P. Antonelli scrive: “Il clima non potrebbe essere più favorevole, la terra è fertile e di un’immensa estensione; la libertà di azione, di culto e di pensiero è garantita; le comunicazioni sono rapide e facili nei centri di colonizzazione; l’accordo più completo regna fra indigeni ed immigranti; l’affinità della lingua facilita i rapporti social”.
Almeno 80 mila immigranti, dice un recente rapporto del March. Malaspina di Carbonara, R° Ministro in Buenos-Ayres,[1] possono essere collocati annualmente nell’Argentina senza alcuna difficoltà: e collocati, si aggiunga, quali futuri proprietari di terre, dove non esistono nè padroni nè fazeinderos bosses schiavi bianchi nativisti. Nel governatorato di Missiones sono disponibili numerosi lotti di terreno, di 100 ettari ciascuno, al prezzo di 2 pezzi l’ettaro (circa L. 5.30 al corso attuale) pagabili in 5 rate annuali, consigliabili ai nostri coloni che hanno 7 o 8 centinaia di franchi.
Naturalmente, non mancano nemmeno nell’Argentina i mestieranti e imbroglioni, che cercano di vivere sfruttando i nuovi venuti: ma la loro triste influenza, per la sorveglianza delle commissione d’immigrazione delle provincia, è meno estesa e meno deleteria che altrove. Anche ad un libro recente, presentato all’Esposizione di Torino (Sezione emigrazione e colonie della divisione Italiani all’Estero) intitolato appunto Gli Italiani nella repubblica Argentina, si rileva che la nostra emigrazione vi ha una condizione economica buona e “ottima nei rapporti social”.»

Cesare Carocci, Emigrazione italiana, Firenze, Ufficio della Rassegna Nazionale, 1900.


[1] Bollettino, n. 140, febbraio 1899.

jueves, 4 de abril de 2019

El Indio y la Colonia Esperanza, de Gastón Gori (1972)





«Uno de los problemas que se presentan para realizar el estudio del indio en relación con la colonia Esperanza en el siglo XIX, es el de precisar los objetivos, puesto que el asunto ofrece distintas posibilidades ya sean de método o de objeto. Con respecto al primero, si la investigación se redujera a determinar la presencia del indio en la colonia o en sus alrededores inmediatos, el tema carecería de interés histórico en tanto que el indio no influyó de ninguna manera ni es su desenvolvimiento ni en el atraso de sus primeros años de fundada. Es decir, no fue un factor humano que intervino en los trabajos agrícolas –salvo en la instalación de la colonia– como tampoco los impidió ni obstaculizó con incursiones masivas.
De tal manera nos quedaríamos al margen de lo que verdaderamente es historia interna de la colonia y sólo abarcaríamos unos que otros episodios sin relevancia en la perspectiva del tiempo y en las circunstancias épicas, que sólo revisten las características de hechos aislados, y comunes, que sucedieron también y primordialmente en las estancias pobladas de hacienda.»

Gastón Gori, El Indio y la Colonia Esperanza. Museo de la Colonización Publicación N° 2. Santa Fe: Librería y Editorial Colmegna, 1972.

Esperanza, madre de colonias, de Gastón Gori (1969)




«Cuando nos referimos a la fundación de Esperanza, seguimos el orden del pensamiento y de los hechos históricos que dieron origen a un proceso evolutivo de singular trascendencia en la vida y en el desenvolvimiento económico, demográfico y cultural de nuestra nación. De tal manera, decimos históricamente fundación de Esperanza refiriéndonos a la colonia de agricultores inmigrantes que le dieron origen. La ciudad, aunque prevista como centro urbano, no entró en los cálculos del colonizador Aarón Castellanos, ni se le obligaba a tal finalidad, según el pensamiento del gobernante, don Domingo Crespo, que confió en ese hombre de empresa para poner en marcha, en nuestra provincia de Santa Fe, uno de los principios que inspiraron a los constituyentes de 1853. El gobierno de Santa Fe se reservaba por el contrato de colonización, los derechos sobre una “área intermedia” entre las dos secciones de campos que ocuparían las familias, para ser vendida “a los que quieran edificarla con el fin de aumentar la población colonial”. De donde resulta correcto considerar a la ciudad como una consecuencia de la prosperidad de la colonia de agricultores.
No se trataba de fundar una ciudad, ni un pueblo, sino una colonia di agricultores, con familias europeas, honestas y laboriosas. La civilización que había penetrado hasta entonces en el desierto –se consideraba desierto lo que estaba más allá de la línea de fortines militares– era inminentemente pastoril. La ganadería fue un medio de avance de la civilización, pero insuficiente antes y después de Caseros, para colocar al estado argentino en el nivel de las naciones progresistas.»

Gastón Gori, Esperanza, madre de colonias. Museo de la Colonización Publicación N° 1. Santa Fe: Librería y Editorial Colmegna, 1969.


Familias Fundadoras de la Colonia Esperanza, de Gastón Gori (1974)




«Si fundar es edificar materialmente una ciudad, fundar una colonia agrícola y a la vez realizar una política de inmigración, significa edificarla materialmente, pero además iniciar con ella lo que es objeto de su creación: el trabajo de la tierra, las siembras, las cosechas, y radicar en carácter de familias campesinas a las inmigrantes.
Esta premisa es valedera para aplicar la calificación que corresponde a las familias que llegaron desde el día 27 de enero de 1856 a Esperanza hasta completar en el transcurso de ese año las doscientas que debía traer Castellanos. En principio la acción de las familias –como la de Castellanos– es un acto de inmigración y colonización. Y no sería incorrecto llamarlas familias colonizadoras –en el sentido de establecidas en una colonia agrícola– y llamar colonos a los que trabajaron la tierra. Pero he preferido llamarlas familias fundadoras, porque ellas en numerosos casos edificaron materialmente la colonia construyendo sus ranchos y todas cumplieron con el objetivo que se busca al fundar una colonia: araron, sembraron y además, después de 1860 edificaron sus propias nuevas viviendas sin intervención oficial, plantaron árboles, alambraron, apacentaron y multiplicaron sus ganados, ejercieron otros oficios, es decir que dieron nacimiento y vida a una colonia con su propio trabajo. Y eso es fundar. Además en documentos de la época quienes estuvieron directamente vinculados a la colonia Esperanza por sus funciones, como Adolfo Gabarret o Ricardo Foster, al referirse a las primeras familias las llaman “familias fundadoras”

Gastón Gori, Familias Fundadoras de la Colonia Esperanza, Museo de la Colonización Publicación N° 3. Santa Fe. Librería y Editorial Colmegna, 1974.

martes, 2 de abril de 2019

Crónica gringa y otras crónicas, de Jorge Isaías (2010)





«Una biografía.
Para Angélica Gorodischer

Para que mi cuerpo
ocupara un mínimo lugar
sobre el esplendor verde de esta pampa,
un intersticio vital bajo los soles
húmedos que tiene mi provincia,
debió pasar un tiempo largo.
Millares de inmigrantes tuvieron que cruzar
el fragoroso Atlántico, instalarse
en este Sur lleno de abrojos,
víboras, avestruces, ombúes y calandrias.
Los míos debieron sembrar todo este trigo
y fecundar a sus mujeres. Alzar sus casas
precarias y plantarle en el patio muchos árboles
y yo, debí admirar el color primario
de tantas madreselvas y el espacio abierto
con mi asombro. Atestiguar las faenas fatigosas:
arado, siembra, rastrojo y la vasta cosecha
en los diciembres.
Para que mi voz sonara humilde y firme,
debí perseguir cuises y pájaros
en la desidia infinita de la siesta;
robar melones, trepar todos los árboles
hurtando la miel de tantas brevas.

Debieron pasar montones de junios neblinosos
para que yo, Jorge Isaías me llamara.»

Jorge Isaías, Crónica gringa y otras crónicas, Rosario: Editorial Fundación Ross, 2010.

domingo, 31 de marzo de 2019

El río sin orillas, de Juan José Saer (1991)




«Al oeste de la autopista se extiende la llanura: al dejar atrás los suburbios industriales de Buenos Aires, todavía persiste el vacío típico de los campos de pastoreo pero, avanzando hacia el norte, el parcelamiento de tierras, como consecuencia de la inmigración, empieza a notarse en el paisaje. En esa franja de quinientos kilómetros que bordea el río, la población, tanto urbana como rural es, excepción hecha de la ciudad de Buenos Aires, la más densa de la república. El suelo chato es interferido por pequeñas chacras protegidas por masas de eucaliptos o de acacias, con una antena de televisión en el techo y el infaltable molino de metal, que Baldomero Fernández Moreno comparaba con una margarita. Una pequeña huerta casera y un corral o gallinero, completan el conjunto. Esos núcleos habitados se levantan, más oscuros y más espesos que el aire, dispersos y casi idénticos, como montones de materia depositada a ras del suelo en porciones equitativas. Al norte y al sur de Rosario donde, como ya lo sabemos, según Darwin, «el país es realmente chato” de los campos de maíz y de girasol emergen, a distancia regular unas de otras, las columnas que sostienen los cables de alta tensión, disminuyendo de tamaño en dirección al horizonte. Como los caminos rurales que se abren entre los campos no están asfaltados, cuando algún vehículo los recorre va levantando un chorro oblicuo de polvo grisáceo; en las tardes luminosas y sin viento, pueden verse las nubes de polvo inmóviles suspendidas a lo largo del camino un buen rato después que la camioneta de caja abierta –típico vehículo rural– que las suscitó haya desaparecido. Donde hay ganado, no es difícil divisar dos o tres muchachos o algún viejo criollo –los primeros montando en pelo y usando una rama pelada como rebenque, el segundo sobre un caballo más convencionalmente equipado– ocuparse de él, sobre todo al atardecer, ya que en las horas claras del día los animales, siempre dando una impresión de lentitud constitutiva y de aburrimiento infinito, pastan incansables y como con dificultad de viejos a causa de su meticulosidad de rumiantes, el pasto verde del campo.»

Juan José Saer, El río sin orillas, Buenos Aires: Alianza Editorial, 1991.



miércoles, 27 de marzo de 2019

Biografías con gringos. El tango, Santos Vega, José Pedroni, de Carlos Carlino (1976)




«Nuestro pago, en el corazón de la pampa gringa, era un suelo lleno de vivencias nuevas y de fantasmas. De formas activas y de sombras que venían del fondo de una edad que no nos pertenecía, dando alaridos de malón y de fantasmas. Y como era eso, un encontrón de muerte entre el pasado ecuestre y cruento y aquel pasado pacífico y de a pie, no les fue fácil a los hijos de inmigrantes ubicarse. Costó trabajo tomar conciencia argentina

Carlos Carlino, Biografías con gringos. El tango, Santos Vega, José Pedroni. Buenos Aires: Editorial Axioma, 1976.



"Que no tiemble la oveja", de Fortunato Nari (video del 2011)


El escritor rafaelino Fortunato Nari lee su poema «Que no tiemble la oveja», 
para el portal web territoriodeletras.com.ar



Enlace en youtube de Territorios de Letras: (Click aquí)

Cantata de las ceremonias y otras cosmogonías, de Fortunato E. Nari (2017)





«Raíces.

I. Abuelo Esteban.

Aquel molino alto que ves a la distancia
por encima del trigo que se llenó de pájaros,
es el de aquella casa que nos fundó el abuelo,
el que trajo a mi tierra sus cepas de milagro.
El abuelo italiano del ladrillo y la parva,
cuyo rostro conozco por un viejo retrato,
cuyo gesto retengo por la faz en mi espejo,
cuya hondura que late repartido en la casa,
en la sangre triunfante de papá y sus hermanos…»

Fortunato E. Nari. Cantata de las ceremonias y otras cosmogonías. Edición al cuidad de Adriana Crolla. Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral, 2017.



Una pipa, una gesta y la reiteración de la poesía, de Mario R. Vecchioli (2016)




«Los inmigrantes.

Eso que el barco tira sobre el muelle
con el desdén con que se arroja un bulto,
es el dolor sobrante de una raza
que supo del poder, la gloria, el yugo.

Carne sufrida de los verdes valles,
de la campiña, la montaña, el burgo.
Gringos que vienen, apretando
su lástima en el puño.

Pero esos hombres que hablan un idioma
de música y arrullo,
esos desheredados hombres
de ojos tranquilos y de brazos rudos,
son los que traen el mañana,
los que alzarán el porvenir a pulso,
ennobleciendo el pan de cada día
desde la oscura dimensión del surco.

La sangre fuerte que con ellos viene
les llora el tiempo que quedó tras suyo:
la casa, el pueblo, los afectos,
las cosas todas del terruño.

Más tarde, todavía,
lejanos vientos les traerán susurros
de patria inolvidada. Y los recuerdos
los morderán como un dolor agudo.»

Mario R. Vecchioli, Una pipa, una gesta y la reiteración de la poesía. Adriana Crolla (selección y estudio preliminar). Santa Fe: Ediciones UNL, 2016.


Almacén "Las Colonias", de Jorge Isaías (2008)




«El tendero.

Don Carlos Ballerino, tendero amable y peluquero de mi pueblo, abrió ese día su negocio con la predisposición atenta de siempre.
Miró, mientras levantaba la persiana de su tienda, hacia la estación de ferrocarril inmersa entre los altos pinos y centenarios eucaliptos que daban sombra propicia en los veranos inclementes, que azotaban sin piedad esa breve población vinculada a las tareas agrícolas y aficionada al chisme viperino de poca monta.
Don Carlos Ballerino, italiano de Sicilia, había llegado muy joven al país de su lejana aldea sin saber una palabra de castellano, sin saber escribir siquiera en su propio idioma, lo cual no fue óbice para que treinta años después hubiera logrado no sé si fortuna, pero sí lo que se puede definir en los cánones del capitalismo como “buen pasar”. Tenía casa propia con local de comercio incluido, vivía sin sobresaltos, con sus dos hijos varones estudiando en la universidad de Rosario.
Le placía sentarse al atardecer en la vereda de su negocio sito en la calle principal, como un próspero y respetado comerciante que era y saludar con amabilidad a sus convecinos y clientes que lo apreciaban y apreciaban su honestidad.
–¡Adiós don Carlos!
–¡Salud don Carlos!
–¡Cómo va don Carlos!
–Acá estamos “merando” –decía invariablemente.
Lo que probaba que treinta años de estancia en el país no le habían alcanzado para dominar la lengua “de Castilla”, como él mismo decía, pero no le importaba demasiado porque siempre se había considerado un argentino cabal y se había nacionalizado, tal vez en agradecimiento hacia esta tierra donde había encontrado lo que se puede decir sin exagerar “su lugar en el mundo”.
Estaban lejos sus recuerdos de los momentos de hambre y penurias de todo tipo que evitaba contar cuando se le inquiría sobre los primeros tiempos en el país y sólo sonreía diciendo:
–Eso pasó.
Y se le ensanchaba esa boca grande de perfectos e inmensos dientes que no tenían el color de la nicotina porque nunca habían fumado medio cigarrillo.»

Jorge Isaías, Almacén «Las Colonias». Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral, 2008.


Una pipa, una gesta y la reiteración de la poesía, de Mario R. Vecchioli (2016)





«Fratello.
Al Dott. Alberto Fedeli (Roma)

In altra vita, in altro tempo antico,
che fummo noi? Certo è che il cuor giocondo
ti ricercava su e giù nel mondo
chiamandoti dovunque: “Amico… amico…”

Or più dietro di te non mi affatico.
Risorti sopra terra dal profondo,
per te mi nasce il canto vagabondo
e il buon Dio ringrazio e benedico.

Soggiornerem’ domani ancor di sotto,
perché é immutabil legge della vita.
Scivoleranno i tempi. Un dí remoto

risorgeremmo sotto il cielo bello,
e sempre, sempre, sempre, intenerita
la nostra voce ci dirà: “Fratello…”»

Mario R. Vecchioli, Una pipa, una gesta y la reiteración de la poesía. Adriana Crolla (selección y estudio preliminar). Santa Fe: Ediciones UNL, 2016.