domingo, 31 de marzo de 2019

El río sin orillas, de Juan José Saer (1991)




«Al oeste de la autopista se extiende la llanura: al dejar atrás los suburbios industriales de Buenos Aires, todavía persiste el vacío típico de los campos de pastoreo pero, avanzando hacia el norte, el parcelamiento de tierras, como consecuencia de la inmigración, empieza a notarse en el paisaje. En esa franja de quinientos kilómetros que bordea el río, la población, tanto urbana como rural es, excepción hecha de la ciudad de Buenos Aires, la más densa de la república. El suelo chato es interferido por pequeñas chacras protegidas por masas de eucaliptos o de acacias, con una antena de televisión en el techo y el infaltable molino de metal, que Baldomero Fernández Moreno comparaba con una margarita. Una pequeña huerta casera y un corral o gallinero, completan el conjunto. Esos núcleos habitados se levantan, más oscuros y más espesos que el aire, dispersos y casi idénticos, como montones de materia depositada a ras del suelo en porciones equitativas. Al norte y al sur de Rosario donde, como ya lo sabemos, según Darwin, «el país es realmente chato” de los campos de maíz y de girasol emergen, a distancia regular unas de otras, las columnas que sostienen los cables de alta tensión, disminuyendo de tamaño en dirección al horizonte. Como los caminos rurales que se abren entre los campos no están asfaltados, cuando algún vehículo los recorre va levantando un chorro oblicuo de polvo grisáceo; en las tardes luminosas y sin viento, pueden verse las nubes de polvo inmóviles suspendidas a lo largo del camino un buen rato después que la camioneta de caja abierta –típico vehículo rural– que las suscitó haya desaparecido. Donde hay ganado, no es difícil divisar dos o tres muchachos o algún viejo criollo –los primeros montando en pelo y usando una rama pelada como rebenque, el segundo sobre un caballo más convencionalmente equipado– ocuparse de él, sobre todo al atardecer, ya que en las horas claras del día los animales, siempre dando una impresión de lentitud constitutiva y de aburrimiento infinito, pastan incansables y como con dificultad de viejos a causa de su meticulosidad de rumiantes, el pasto verde del campo.»

Juan José Saer, El río sin orillas, Buenos Aires: Alianza Editorial, 1991.



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