jueves, 28 de noviembre de 2019

El laúd y la guerra, de Martina Gusberti (1995)





«No cabe duda de que los mandan a la guerra.
Al llegar la orden de deshacer los campamentos e iniciar la marcha sin conocer el destino, los conscriptos se estremecen. Están al término del año obligatorio de servicio militar, esperando ser dados de baja y retornar a sus hogares, cuando la guerra estalla en sus vidas.
Los discursos sobre el honor de un soldado, “la vida por la patria”, y el “valor encomiable de vencer a un enemigo”, se vuelven palabras vacías en las mentes de esos reclutas.
Así pues, ese amanecer comienzan a levantar las carpas, plegándolas en sus respectivas bolsas; a forzar a presión sus petates dentro de las mochilas; a llenar los recipientes de agua para el camino y acondicionar los pertrechos de guerra que se desplazan a tracción.
A Luigi le toca cargar –además de lo reglamentario– un bidón de quince litros. Todo, significa demasiado peso para su débil contextura.
Como primer itinerario cierto tienen que subir a la cima del cerro Castelmonte, a cuyos pies acampan, para recalar al otro lado.
–Luigi, ¿qué te parece el trajín que nos espera?
–No me importa el trajín; me preocupa la suerte que nos espera.»

Martina Gusberti, El laúd y la guerra. Buenos Aires: Editorial Vinciguerra, 1995.


Réquiem para la adolescencia, de Martina Gusberti (1989)





«Nonna Ines

Era una viejecita adolescente, pequeña, enjuta, rostro afilado, risa fácil. Graciosa y ocurrente en los relatos que refería en su atropellado dialecto cremonés, apenas inteligible para los extraños a la mesa familiar.
Al escucharla, cerrando los ojos, se tenía la sensación de que a una desenfadada joven campesina; y si jugando, se la hacía girar en brazos, no pesaba más que una colorida volanda de papel que hiciera círculos mirando el cielo. Todo, acompañado por el sonajero de su risa.
He visto fotos de ella sacadas en los viñedos, en tempo de vendimia, donde se mostraba con plegada pollera aldeana, sujeta a su cintura; un largo delantal rojo y un ramito de flores silvestres sobre el ala de su capelina de paja. Me parecía la más joven y hermosa del grupo.
Su vivienda era una típica casona románica, con gruesos muros y pequeñas ventanas con arco, pero con las refacciones modernas en baño y cocina, que mandó hacer su únia hija soltera. El amplio salón-comedor-lugar de estar, sólo se utilizaba en verano o  en días de reuniones especiales. Tenía techos con travesaños de rústica madera, enorme mesa central, un hogar secular e piedra, altos aparadores con puertitas de vidrio biselado, y en un rincón, un antiguo aparato fuera de uso, que, manejado a mano, sirvió para moler las olivas y extraerles el aceite.
Su anecdotario era inagotable. Atesoraba narraciones referentes al pasado del pueblo, a los sucesos acaecidos a cada uno de sus habitantes, a historias de plantas, animales y cosas; y a cuentos de hechos parapsicológicos, porque ella percibía que el cerebro humano es un universo inexplorado, pleno de energías ignotas.»

Martina Gusberti, Réquiem para la adolescencia. Buenos Aires: Plus Ultra, 1989.

El 90. (Novela histórica), de Emilio Gouchon Cané (1928)




«Y quedaba el silencio. Pero, luego, gritaba el botellero. Y alguno vendía papas. Y el afilador pasaba con su máquina, soplando su flauta aguda y melancólica.
–¿Afila cuchillos, marchanta?
A gritos, desde la vereda.
–¡No, gringo!
A gritos, desde la azotea.
También tuvo Catalina que saludar a ña Tomasa, la cocinera de la casa de enfrente que llegaba con una gran canasta en el brazo, cargada de botellas y de envoltorios de papel amarillento semejantes a grandes empanadas.
–¿De compras?
–Sí, doña. Vengo del almacén de don Vittorio.
–Ese es un gringo ladrón.
–Como todos, doña. El arroz ha subido un real…»

Emilio Gouchon Cané, El 90. (Novela histórica). Buenos Aires: Librería “Hispano-Argentina” C. P. Perlado y Cía, 1928.

Donde comienzan los pantanos, de Elbio Bernárdez Jacques (1949)




«Don Cayetano Tucci, era un hombre relativamente joven, honrado y trabajador; trabajador sin tacha ni renunciamientos.
Había venido a América, como otros tantos, para “hacerse la América” De esto mediaban solamente tres lustros y ya había conquistado un pequeño bienestar,
Empezó con un retazo de campo, en la cercanías del pueblo; plantó árboles, crió cerdos, vendió verdura y fue mejorando su predio y extendiendo sus actividades, hasta adquirir el título, en cierto modo destacado, de chacarero.
Casó aquí, con una mujer de más edad que él, hija de vascos, que a pesar de su origen, no respondió a las perspectivas saludables de su raza. Se fue en vicio, como esas plantas que tienen demasiado riego.
Don Gaitano –como lo llamaba la gente del pueblo– hizo todo lo posible por mejorarla con el injerto de su sangre vigorosa; pero todo fué inútil: la planta no dio fruto; por el contrario, se iba marchitando día a día, hasta estar, ahora, a punto de secarse.
Él había ambicionado tener hijos; pero su savia no prolificó. La semilla no halló tierra fértil. Y hubo de conformarse con remover la tierra, sin resultado.
En casa de esta gente, entró a trabajar Paloma. Se dedicó de lleno a servirla, con abnegación de madre dolorida, que ve a otra madre en igual trance. Su estado de ánimo fué poco a poco mejorando y su salud también. Halló más confortable su lecho y más pródiga y aseada la mesa que le brindaron. Pasó noches enteras cuidando de la mujer de Gaitano, que ahora se respaldaba en ella, como ella se había respaldado en el viejo cura. Entre las dos mujeres se estableció una simpatía recíproca; al fin en las dos se había malogrado la ilusión materna.
Gaitano halló en los cuidados de Paloma hacia su esposa, un gran alivio y una mayor independencia, para ocuparse de sus obligaciones en la chacra. Casi le confió la casa entera. Ella supo responder a esta confianza, sacrificándose por aquel hogar, que le había habierto cristianamente sus puertas.
El cura los visitaba con cierta frecuencia: iba allí llevando el consuelo piadoso a la enferma y el aliento estimulante a Paloma. Creyó ver mejorar a aquella y rehabilitarse a ésta; pero se equivocó, en parte: la esposa de Gaitano empeoró de improviso y algunos meses más tarde, a pesar de ser atendida abnegada y esforzadamente, murió con una larga y sostenida mirada para su compañero y una dulce y afectuosa sonrisa para su cuidadora.
Desde entonces Gaitano se hallaba en un trance difícil; conciliar la presencia de Paloma en su casa, con su estado de viudez.
–¿Y ahora que hago, Padre…?
El cura rascándose la coronilla habría contestado, como hablando consigo mismo, sin mirar a Gaitano.
–Y ahora… cásate.
Los ojos del chacarero se habían iluminado ante la perspectiva.
–Pero…
–No, hombre; no hay “pero que valga. Cásate. Y cásate con Paloma, que te conviene. Yo les daré la bendición.
Transcurrido el año, se celebró la boda. El mandato del cura había sido inapelable y además: el corazón de Gaitano le estaba “haciendo gancho” en la ocasión.
Paloma entró al templo del brazo de aquel hombre bueno, dejándose guiar insensiblemente, como un autómata. Halló iluminada a toda luz la iglesia y al viejo sacerdote con su figura venerable de santo, entre aquellos otros santos. Se arrodilló a sus plantas y le besó las manos. El la levantó de un brazo y puso la mano flaca y pecosa de la joven, en la recia y callosa de Gaitano.
–Estáis unidos, en el nombre de Dios.
Y terminó la ceremonia. Es decir; no terminó: el novio besó la frente de su compañera y notó que estaba templando, como un pájaro con frío. Era la nube de un recuerdo, que como las alas de un murciélago, había rosado su frente.
Hubo cuchicheos de viejas y miradas furtivas de jóvenes en los estrados de la iglesia, y un revuelo de chicuelos que, a la puerta, reclamaban las consabidas moneditas, a los desaforados gritos de “padrino pelado”.
Gaitano pasó entre ellos, muy tieso, del brazo de su compañera y una vez dentro de la única volanta del cortejo, les arrojó unos cobres. Los muchachos se tiraron sobre ellos como pichones de avestruz hambrientos. Media hora después, Gaitano y su “señora” se hallaban en la chacra. Y empezaron a caer los regalos más dispares: un centro de mesa, un huevo de avestruz bordado, un pavo al horno y hasta una cola de vaca para colgar el peine. Cosas del campo; cosas simples, pero tan dignas de consideración como los dones que nos suele regalar el cielo.»

Elbio Bernárdez Jacques, Donde comienzan los pantanos. Buenos Aires, 1949.


Los gauchos colonos. Novela agraria argentina, de Mario César Gras (1928)




«Era Eufemio Morales, el dueño de aquella precaria sementera.
La llama de alguna preocupación animaba su rostro enjuto, su mirada brillante y enérgica. En su mano derecha se advertía un rústico arreador de campo con cuyo cabo golpeaba nerviosamente la caña de su bota.
De pronto, se adelantó parsimoniosamente hacia donde caía la paja desmenuzada que arrojaba el tubo emparvador, recogió un puñado de ella, lo examinó con detención, hizo un gesto de desagrado y dirigiéndose al empresario de la trilla que a la sazón descansaba recostado sobre unas bolsas vacías le increpó con visible mal humor:
–Vea, don Bachica, que m’está triyando muy fiero… ya van tres ocasiones que se lo alvierto… tuito el grano se entre la paja…. ¡Mire!
Y mostró en la palma de la mano las brillantes semillas de lino que denunciaban la deficiencia del trabajo.
El aludido se incorporó pesadamente, miró al colono con fastidio y contestó gritando casi, con voz aguardentosa, de marcado acento italiano:
–¡Que tanto corovar!.... Ya l’he dicho que no le custa mi trabaco mi mando mudar in siguida, mi mando….. ¡Demasiado sirvicio li hago triyandole esta porquiría que no rinde un corno!.. ¡Per la Madona!...
Hablaba accionando grotescamente una perturbadora embriaguez. Sus ojillos azules y fulgurantes chispeaban en su faz congestionada y sudorosa.
–¡Cuidao con bandiarse, amigo, no se vaya a refalar!.... yo le pago pa que me triye como se debe ‘entiende? –contestó sentencioso y amenazante el paisano, cuyo rostro había adquirido una palidez plomiza, denunciadora de la cólera que lo ahogaba.
–¡Nu mi venga cun cumpadradas ¡Sacramento! –rugió el italiano poniéndose de pié en actitud hostil.
Morales enardecido por el desplante, revoleó en alto el arreador y habría azotado con él al insolente, si no se hubieran interpuesto algunos peones para evitarlo.
–¡Gringo maula!... De lástima no lo destripo ai no más, por desalmao y sinvergüenza –gruñó el paisano en el paroxismo de la cólera, midiendo con la vista al desconsiderado empresario que, trocando súbitamente su chocante altanería en la más irrisoria sumisión, se había puesto, de un salto, a varios metros de distancia de su irritado contenedor.
La escena fue fugaz, como la luz de un relámpago. El bullicio del trabajo, ahogó los últimos rezongos del colono que, recobrando su serenidad, volvió a colocarse al amparo del sombró de la casilla, mientras el empresario se entregaba, prudente y resignado, a subsanar la deficiencia de la máquina que había provocado el reciente enojoso conflicto.»

Mario César Gras, Los gauchos colonos. Novela agraria argentina. Buenos Aires: Talleres Gráficos Argentinos de L. J. Rosso, 1928.