jueves, 28 de noviembre de 2019

Donde comienzan los pantanos, de Elbio Bernárdez Jacques (1949)




«Don Cayetano Tucci, era un hombre relativamente joven, honrado y trabajador; trabajador sin tacha ni renunciamientos.
Había venido a América, como otros tantos, para “hacerse la América” De esto mediaban solamente tres lustros y ya había conquistado un pequeño bienestar,
Empezó con un retazo de campo, en la cercanías del pueblo; plantó árboles, crió cerdos, vendió verdura y fue mejorando su predio y extendiendo sus actividades, hasta adquirir el título, en cierto modo destacado, de chacarero.
Casó aquí, con una mujer de más edad que él, hija de vascos, que a pesar de su origen, no respondió a las perspectivas saludables de su raza. Se fue en vicio, como esas plantas que tienen demasiado riego.
Don Gaitano –como lo llamaba la gente del pueblo– hizo todo lo posible por mejorarla con el injerto de su sangre vigorosa; pero todo fué inútil: la planta no dio fruto; por el contrario, se iba marchitando día a día, hasta estar, ahora, a punto de secarse.
Él había ambicionado tener hijos; pero su savia no prolificó. La semilla no halló tierra fértil. Y hubo de conformarse con remover la tierra, sin resultado.
En casa de esta gente, entró a trabajar Paloma. Se dedicó de lleno a servirla, con abnegación de madre dolorida, que ve a otra madre en igual trance. Su estado de ánimo fué poco a poco mejorando y su salud también. Halló más confortable su lecho y más pródiga y aseada la mesa que le brindaron. Pasó noches enteras cuidando de la mujer de Gaitano, que ahora se respaldaba en ella, como ella se había respaldado en el viejo cura. Entre las dos mujeres se estableció una simpatía recíproca; al fin en las dos se había malogrado la ilusión materna.
Gaitano halló en los cuidados de Paloma hacia su esposa, un gran alivio y una mayor independencia, para ocuparse de sus obligaciones en la chacra. Casi le confió la casa entera. Ella supo responder a esta confianza, sacrificándose por aquel hogar, que le había habierto cristianamente sus puertas.
El cura los visitaba con cierta frecuencia: iba allí llevando el consuelo piadoso a la enferma y el aliento estimulante a Paloma. Creyó ver mejorar a aquella y rehabilitarse a ésta; pero se equivocó, en parte: la esposa de Gaitano empeoró de improviso y algunos meses más tarde, a pesar de ser atendida abnegada y esforzadamente, murió con una larga y sostenida mirada para su compañero y una dulce y afectuosa sonrisa para su cuidadora.
Desde entonces Gaitano se hallaba en un trance difícil; conciliar la presencia de Paloma en su casa, con su estado de viudez.
–¿Y ahora que hago, Padre…?
El cura rascándose la coronilla habría contestado, como hablando consigo mismo, sin mirar a Gaitano.
–Y ahora… cásate.
Los ojos del chacarero se habían iluminado ante la perspectiva.
–Pero…
–No, hombre; no hay “pero que valga. Cásate. Y cásate con Paloma, que te conviene. Yo les daré la bendición.
Transcurrido el año, se celebró la boda. El mandato del cura había sido inapelable y además: el corazón de Gaitano le estaba “haciendo gancho” en la ocasión.
Paloma entró al templo del brazo de aquel hombre bueno, dejándose guiar insensiblemente, como un autómata. Halló iluminada a toda luz la iglesia y al viejo sacerdote con su figura venerable de santo, entre aquellos otros santos. Se arrodilló a sus plantas y le besó las manos. El la levantó de un brazo y puso la mano flaca y pecosa de la joven, en la recia y callosa de Gaitano.
–Estáis unidos, en el nombre de Dios.
Y terminó la ceremonia. Es decir; no terminó: el novio besó la frente de su compañera y notó que estaba templando, como un pájaro con frío. Era la nube de un recuerdo, que como las alas de un murciélago, había rosado su frente.
Hubo cuchicheos de viejas y miradas furtivas de jóvenes en los estrados de la iglesia, y un revuelo de chicuelos que, a la puerta, reclamaban las consabidas moneditas, a los desaforados gritos de “padrino pelado”.
Gaitano pasó entre ellos, muy tieso, del brazo de su compañera y una vez dentro de la única volanta del cortejo, les arrojó unos cobres. Los muchachos se tiraron sobre ellos como pichones de avestruz hambrientos. Media hora después, Gaitano y su “señora” se hallaban en la chacra. Y empezaron a caer los regalos más dispares: un centro de mesa, un huevo de avestruz bordado, un pavo al horno y hasta una cola de vaca para colgar el peine. Cosas del campo; cosas simples, pero tan dignas de consideración como los dones que nos suele regalar el cielo.»

Elbio Bernárdez Jacques, Donde comienzan los pantanos. Buenos Aires, 1949.


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