Dos voces
«(El que sigue es un diálogo imaginario entre el
nieto y el abuelo, diálogo que puede ubicarse en un poco más de mediados del
siglo pasado).
El nieto entra en el dormitorio del abuelo, es una
habitación como el resto de la casa, sencilla y humilde, pero que él se encarga
de mantener limpia y ordenada.
Allí está, sentado en la cama, con unas fotos
antiguas en su mano.
Al verlo entrar, rápidamente pasa el dorso de su
mano por esos ojos húmedos que, a pesar de tener tantas arrugas a su alrededor,
conservan aún el brillo de otros tiempos.
—¡Hola abuelo! … ¿Qué pasa?... ¿Estabas llorando?
—preguntó el niño.
Sin decir mucho, el abuelo, le alcanza tres o
cuatro fotos que estaba mirando (en blanco y negro), que se mantienen en buen
estado de conservación, teniendo en cuenta el tiempo transcurrido desde que las
tomaron, observa con atención la fecha, escrita al dorso con lápiz… 1912.
El niño observa detenidamente a la gente y su
entorno, una gran máquina trilladora unida por una larga correa a un motor de
vapor ocupa gran parte de la fotografía, a un costado una enorme pila de paja,
producto del descarte, al ser separada de los granos en ese acto de trillar el
trigo.
Pero lo que más llama su atención, son los
personajes, con sus sombreros de paño o de tela para protegerse del sol,
pañuelos anudados al cuello o envolviendo sus cabezas, bombachas o pantalones
anchos y hasta una especie de chiripá (o algo similar), una tela que les rodea
la cintura por encima de sus calzoncillos largos, seguramente para facilitar
sus movimientos y tener mejor ventilación en días de mucho calor.
Sus facciones… son notables… gente joven, pero su
aspecto serio como así también el de sus vestimentas antiguas, las hace
aparentar de más edad.
La mayoría de ellos lucen bigotes, unos bigotes
bastante cargados y sus miradas, severas en todos los casos, como si fueran
conscientes de que el documento que se estaba retratando sería para la
posteridad… y así debían lucir, con solemnidad.
—Fijate bien, ¿ves?... Ese en el medio, soy yo.
¿Sabés cuántos años tenía por ese entonces?
—No sé… —intentó calcular a juzgar por su
apariencia—, tendrías unos treinta años.
—No… Recuerdo bien esa foto, apenas tenía veintiún
años, ya era todo un hombre, capaz de trabajar durante todo el día sin
cansarme.»
Miguel Ángel Pussetto, Inmigrantes Piamonteses en Argentina. ¿Por qué llora el abuelo? Córdoba:
Fojas Cero Editora, 2008.