martes, 30 de abril de 2013

Naufragio del Principessa Mafalda (25 de octubre de 1927)



«Cuando los pasajeros comprendieron que ya no había botes de salvamento disponibles, se encontraron ante un dilema: permanecer a bordo o arriesgarse y saltar. La primera opción, a pesar de que implicaba una segura condena, fue elegida por numerosas personas. Quizá presumieron que la nave tardaría mucho más tiempo en hundirse, o que un milagro terminaría salvándolos. Nos inclinamos a creer que varias familias no querían separarse, o no sabían nadar, o que el pánico terminó paralizándolas. Saltar y sumergirse en esas aguas, de noche, era una decisión temeraria y no puede condenarse a quienes permanecieron a bordo. Hay personas que temen más al mar que a estar encerradas en una embarcación a punto de hundirse. Para las madres con niños, para los ancianos, o para quienes nunca aprendieron a nadar, el riesgo era enorme. A las ocho de la noche, ya no había más que pensar y eran centenares los que flotaban en esas aguas aferrados a un salvavidas, a una tabla o a cualquier objeto que no se hundiera. También eran numerosos los que se habían ahogado, profiriendo inútiles gritos de auxilio. La proximidad de los vapores Alhena, Empire Star, Formosa, Rosetti y Mosella, que fueron arribando en orden sucesivo, contribuyó a que pudieran rescatar náufragos con sus propios botes de salvamento. Las declaraciones del capitán del Formosa, Baltasar Allemand, al llegar a Montevideo, fueron reveladoras:

Llegamos al lugar de la catástrofe a las 21, deteniéndonos a pocos metros del Principessa Mafalda, pues era urgente proceder al salvamento con todos los recursos. El Mafalda tenía una enorme inclinación a babor y su toldilla se hallaba sumergida. Hubiera querido hacer más, pero tenía la responsabilidad de mis ochocientos pasajeros y ciento veintitrés hombres de tripulación, y no podía aproximarme más, sin grave riesgo para las almas confiadas a mi custodia. Hice cuanto pude.
Todas las embarcaciones del Formosa fueron botadas al agua, trabajando mis hombres intensamente en la salvación de los náufragos, que ya se debatían en el agua, aferrándose a trozos de madera, salvavidas u otro material flotante. Atracaron, finalmente, mis embarcaciones al costado mismo del Principessa Mafalda, con valor y pericia de parte de quienes las conducían, pero fue imposible que le éxito coronase la tentativa.
Una aglomeración de gente, enceguecida por el temor, hacía difícil la maniobra. Los pasajeros se habían agrupado en el barco como un rebaño, apretándose mutuamente e impidiéndose todo movimiento, presos de un espantoso terror. A pesar de que los oficiales del Principessa Mafalda los alentaban para que se embarcasen, empujándolos vigorosamente hacia las escaleras de salvamento y haciendo esfuerzos extraordinarios para vencer el pánico, solamente pudimos embarcar a cuatro personas de las que se hallaban sobre cubierta. La situación así creada fue insalvable a pesar de la energía de los oficiales italianos y de los esfuerzos desesperados de mis marineros, que tuvieron que dedicar, en vista de ello, su atención a aquellos pasajeros y tripulantes que, más animosos, tuvieron presencia de espíritu para arrojarse al mar. Entre estas personas valerosas, que siguieron los consejos y el ejemplo de los señores Skelton y Grenade, pudimos acrecentar el número de sobrevivientes.

El terror, o la fobia al agua de los pasajeros que pemanecían a bordo y que se negaban a saltar, fue otra de las características de este naufragio. La imagen de esa multitud apretujada, a oscuras, gritando y no queriendo dejar esa nave condenada debe de haber sido pavorosa. No les fue mejor, tampoco, a los que flotaban en el agua, pero, al menos, existía la posibilidad de que un bote de salvamento los rescatara. El testimonio de un inmigrante, Pietro Gori, publicado por el diario La Nación, el 5 de noviembre, revela el horror que implica tener que saltar al agua y encontrarse con lo desconocido.

Llegué junto a las barandas y, desde ellas, miré hacia el mar. Me imponían las olas que batían sobre los flancos del barco, pero el trágico balanceo del mismo me impulsaba a lanzarme. Trepé rápidamente y en el preciso momento en que intentaba el salto salvador, una garra me detuvo y junto a mis oídos sonó esta voz: “¡Todavía no!”. Me volví, descendí de la baranda y, cuando buscaba a la persona que me había arrancado casi de esa baranda, comprendí la maniobra. El desconocido con increíble rapidez y valido de las sombras, había ocupado mi lugar y ya se lanzaba al mar utilizando el fácil camino que yo había encontrado. Le seguí. Aun antes de sumergirme pude divisar un bote que se hundía y percibir los horrorosos clamores de los náufragos. No sé cuánto tiempo me sostuve en el agua. Como brotadas del seno del océano comenzaron a aparecer a mi alrededor muchas cabezas, que intermitentemente gritaban y volvían a sumergirse. Comencé a desesperar. Las fuerzas me abandonaban. El terror a la muerte puede decirse que me enseñó a nadar y, braceando, me dirigí hacia la quilla de la embarcación naufragada, en torno de la cual, a manera de un trágico fleco, se agrupaban jadeantes muchas mujeres y niños. Llegué hasta ella, me así con todas mis fuerzas a una arista, junto a un náufrago que maldecía colérico y hacía desesperados esfuerzos por liberarse de algo que le impedía su salvación. Era un niño de quince años aproximadamente, que se había aferrado a una de sus piernas. El hombre, en un brutal empuje, distendió su cuerpo y arrojó lejos de sí al desdichado, quien desapareció profiriendo un espantoso grito. Después llegó a mis oídos un clamor largo e impresionante: era una sucesión de ayes, de voces, de lamentos, una interminable y grandiosa agonía. No recuerdo más. Me dijeron después que conmigo fue salvada la familia Albane y que mi compañero de compartimiento había fallecido.

En este naufragio hubo contados héroes y pocos estuvieron dispuestos a dar su vida para salvar a una mujer o un niño. Imperó el sálvese quien pueda, apelando a los más bajos recursos. Qué diferencia con otros naufragios, donde hubo verdaderos héroes.»


Lagos, Ovidio, Principessa Mafalda. Historia de dos tragedias. Buenos Aires: Editorial El Ateneo, 2010.

Fotografía: el trasatlántico Principessa Mafalda (botado en Italia en 1908, naufragó en la costa de Brasil en 1927).

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