miércoles, 13 de junio de 2012

La busca del jardín, de Héctor Bianciotti (1977)


El país de bruma de la abuela

“Las colinas habían de volver en las recapitulaciones biográficas que las escasas visitas de parientes suscitaban en la inmigrante, de modo que fueron convirtiéndose para el niño en el elemento principal de un espacio ausente que había quedado por siempre jamás a espaldas de la abuela, pero que debía de perdurar en alguna parte, pese al desmentido contundente de la planicie. A veces, al decir ‘las colinas’, la abuela se callaba y suspiraban las mujeres. Luego, tras un momento, venían las vicisitudes de la travesía y del desembarco, la concesión de tierras vírgenes (expresión fabulosa que atravesaban tigres y lobos, animales aproximadamente imaginados ya que eran los apelativos, impropios, de los perros domésticos) y las interminables jornadas de invierno, de sol a sol, detrás del arado y del buey que abrían por vez primera el suelo de América. Y las Pinottas y Mariellas, con el cuerpo dilatado y los miembros sueltos sobre las sillas bajas, las Giuseppas y Beniaminas que acaso no sabían considerar sus propias penas, ya en una especie de más allá atontado, escuchaban atentas, con algo de mulas soñadoras y casi felices, porque la pobre leyenda, la oscura epopeya que brotaba de la boca sumida, era la de cada una y, como ellas, anónima.
[..]
Es, como siempre, la abuela quien más habla, y una vez más la conversación ha versado, es probable, sobre las colinas de Piemonte, sobre aquel huerto que debe de subsistir en cierta ladera que se apacigua en valle, en el que cada centímetro de tierra nutría una raíz, una semilla sembrada con cuidado, y en el que deben de perdurar las mismas vides, los mismos árboles cuyos frutos, año tras año, sus manos de muchacha ayudaron a recoger, luego de tantos meses de regular ahínco, de tesón vigilante. También, sin duda, su repetido monólogo (que el tiempo ha ido enriqueciendo con detalles improbables y algún rasgo conmovedor inventado por la nostalgia) se ha interrumpido un par de veces al inventariar los olivos, las pululantes almácigas, las hileras de legumbres, porque la exilada (la inmigrante para quien el océano atravesado no es un símbolo de la eternidad, sino la eternidad misma que la separa del paisaje natal, definitivamente confinado en un más allá geográfico) ha mirado la llanura a través de los árboles y, quizá, imaginado el apretado jardín de sus montañas disperso en la holgura de las tierras de América.
Luego sobreviene un momento nítido y misteriosamente perenne en la memoria del hombre: en medio de una descripción o de un recuento, la abuela se ha callado, sus ojos miran un punto en el suelo, como si la madre, las frondas o ese ladrillo de la terraza fueran a devolverle la escena, el momento, la fecha, el rostro de pronto borrado e indipensable en la trama de su historia. Remueve su mano alzada que, por un instante, continúa, intermitente, un vago movimiento propulsor, buscando a tientas en el pasado, aun cuando su rostro se distiende ya y se resigna. Y allí se queda en silencio, con su ojo lagrimoso y rojizo, la venda de pirata que le cruza la cara, la abultada nariz, los mofletes relajados; con su informe cuerpo y su traperío heteróclito de zaparrastrosa, sus pies hinchados desbordantes: ella, la sempiterna abuela, y sin embargo ausente, como una enorme esponja de repente vacía, seca. La madre ha dicho que no se acuerda, que ella también se ha olvidado. Y allí y así termina la escena, mejor dicho, se inmoviliza, ya que tarda en disolverse. Sin darse cuenta, el niño ha reparado en esas palabras anodinas: no acordarse ya, haberse olvidado. Algo esencial debió de retener, algo que culminaría más tarde, si no en una revelación, en un estupor durable, puesto que confesar un olvido es afirmar la permanencia de aquél que fuimos y no recordamos, que en un preciso instante ha cumplido acciones precisas hoy canceladas, cuando quizás de aquél (y del otro que no espera mañana para borrarnos) sólo somos el calco lábil, el molde cóncavo de visiones y, tal vez, de entrevistos prodigios que no nos pertenecen.
«No me acuerdo, me he olvidado»: Qué pudieron decirle aquella tarde esas palabras, el hombre (que ha vuelto a desembarcar en la ciudad gris y siente aún, mientras desfilan ante sus ojos fachadas y letreros caóticos, el bamboleo del tren en sus miembros) no sabría explicarlo, mas sí decir que lo alertaron dándole una difusa sensación de extrañeza: Si las retuvo, piensa, algo, de un modo secreto, le dijeron sobre las vanas certezas que a todos nos sustentan. (Inscripciones secretas, infinitesimales tatuajes en la hondura del cuerpo, en la pura materia del ser: ¿cómo determinar su origen, descifrar el momento ulterior en que vislumbramos la magia de las analogías? A sabiendas o no, no hemos hecho sino almacenar signos, agitar señales, plantar mojones al borde resplandeciente del vacío. Y, al cabo, el territorio de la vida para siempre sin límites, sin nombre, país de bruma que se expande y se pierde.)”

Bianciotti, Héctor, La busca del jardín. Barcelona: Tusquets, 1977.

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