miércoles, 29 de mayo de 2013

La jirafa de Clemente Onelli, de Alberto Mario Perrone (2012)



Suelo argentino


«“Al partir de Roma con el último cartucho —quince mil liras— que era todo mi dinero, venía con la idea fija de explorar la Patagonia, según los relatos de Julio Verne que me habían subyugado de muchacho. Estaba informado de que en estas tierras me iría bien si me dedicaba al comercio de productos desconocidos. Por lo que, en mi ignorancia, adquirí dos cajas de vinos excelentes, elaborados por los hermanos Giacombini di Genzano. Y ya que me había comentado el propietario de la confitería Ronzi y Singer —ubicada sobre una esquina de la plaza Colonna, donde acostumbraba tomar mi vermouth—, que por aquí no se conocían los marron glasés, me hice preparar tres tarros en almíbar.
Hasta el diario La Reforma anunció mi viaje. Pero ni los marron glasés ni las botellas arribaron a destino pese a que el mismo periódico local, La patria degli italiani, reprodujo el artículo inicial y me llamó ‘un agente del bene, que llegaba para abrir nuevas posibilidades a la producción italiana’”.


Aquel joven que venía a conquistar su América no pudo negarse a destapar las cajas de dulces y descorchar las muestras de vino en las que había invertido la herencia familiar, para brindar junto a las andaluzas con las que compartió su travesía durante tres semanas de navegación y sin pasaje de regreso. Esas compañeras del barco en el que se aventuró cuando era un joven romano lanzado hacia el porvenir fueron mujeres que le confiaron que sus besos las habían hecho felices. Pero él reconocía que lo único que les importaba era el marrón glasé que se iba esfumando de su camarote, tanto como un venturoso comercio entre Italia y la Argentina. Y satisfechas dejaron las bailarinas sus obsequios, durante el viaje que lo llevó a desembarcar con las manos vacías, convertido en un desamparado inmigrante. Lo que no fue devorado era una carta para el doctor Hermann Burmeister, pero cuando estuvo ante el sabio advirtió que él no comprendía una palabra de su idioma italiano. Mientras que el castellano de Onelli había sido libado de esos labios glotones y con pellizcos de aquellas bailarinas que venían, como él mismo, a fare l’América, por lo que se le ocurrió apelar al latín escolar para comunicarse con ese atildado anciano alemanote, que reconoció no disponer de ningún trabajo para él dentro del museo de Ciencias Naturales. Se justificó con los precarios medios con que atendía a su familia, y a un pequeño hijo sobre quien predijo que más le valdría ganarse la vida como docente de Matemática que convertirse en empleado público. Le sugirió ir en busca de otra eminencia, para lo cual le facilitó su tarjeta personal con algunas líneas. Onelli concurrió a conocer a don Pedro Arata, quien en esta suerte de pases de pelota, acabó por abrirle las puertas del museo de Ciencias de La Plata donde encontró la amistad del perito Moreno, uno de cuyos hijos, más tarde, habría de llevar su mismo nombre: Clemente Moreno.
Solo habían pasado tres meses desde su arribo, cuando Onelli salió rumbo a la inexplorada Patagonia. Sucedió como él mismo lo había soñado en su infancia después de leer Los hijos del capitán Grant y convertir a Julio Verne y las aventuras en el extremo sur del mundo en pura y simple idolatría, cuyo impulso, en definitiva, lo ayudó a convertirse en expatriado.»


Alberto Mario Perrone, La jirafa de Clemente Onelli, Buenos Aires, Sudamericana, 2012.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.