jueves, 30 de mayo de 2013

El juguete rabioso, de Roberto Arlt (1926)



«Don Gaetano tenía su librería, mejor dicho, su casa de compra y venta de libros usados, en la calle Lavalle al 800, un salón inmenso, atestado hasta el techo de volúmenes.
El local era más largo y tenebroso que el antro de Trofonio.
Donde se miraba había libros: libros en mesas formadas por tablas encima de caballetes, libros en los mostradores, en los rincones, bajo las mesas y en el sótano.
Anchurosa portada mostraba en los transeúntes el contenido de la caverna, y en los muros de la calle colgaban volúmenes de historias para imaginaciones vulgares, la novela de Genoveva de Bramante y Las Aventuras de Musolino. Enfrente, como en un colmenar, la gente rebullía por el atrio de un cinematógrafo, con su campanilla repiqueteando incesantemente.
Al mostrador, junto a la puerta, atendía la esposa de don Gaetano, una mujer gorda y blanca, de cabello castaño y ojos admirables por su expresión de crueldad verde.
—No está Gaetano.
La mujer me señaló un grandulón que en mangas de camisa miraba desde la puerta el ir y venir de las gentes. Anudaba una corbata negra al cuello desnudo, y el pelo ensortijado sobre la frente tumultuosa dejaba ver entre sus anillos la punta de las orejas. Era un bello tipo, con su reciedumbre y piel morena, mas, bajo las pestañas hirsutas, los ojos grande y de aguas convulsas causaban desconfianza.
El hombre cogió la carta donde me recomendaban, la leyó; después, entregándola a su esposa, quedóse examinándome.
Gran arruga le hendía la frente, y por su actitud acechante y placentera adivinábase al hombre de natural desconfiado y trapacero a la par que meloso, de azucarada bondad fingida y de falsa indulgencia en sus gruesas carcajadas.
—¿Así que vos trabajaste en una librería?
—Sí, patrón.
—¿Y bastante trabajaba el otro?
—Bastante.
—Pero no tiene tanto libro como acá, ¿eh?
—Oh, claro, ni la décima parte.
Después a su esposa:
—¿Y Mosiú no vendrá más a trabajar?
La mujer con tono áspero, dijo:
—Así son todos estos piojosos. Cuando se matan el hambre y aprenden a trabajar se van.
Dijo, y apoyó el mentón en la palma de la mano, mostrando entre la manga de la blusa verde un trozo de brazo desnudo. Sus ojos crueles se inmovilizaron en la calle transitadísima. Incesantemente repiqueteaba la campanilla del biógrafo, y un rayo de sol, adentrando entre dos altos muros, iluminaba la fachada oscura del edificio de Dardo Rocha.
—¿Cuánto querés ganar?
—Yo no sé…. Usted sabe.
—Bueno, mirá… Te voy a dar un peso y medio, y casa y comida, vas a estar mejor que un príncipe, eso sí —y el hombre inclinaba su greñuda cabeza— aquí no hay horario… la hora de más trabajo es de ocho de la noche a once…
—¿Cómo; a las once de la noche?
—Y qué más quiere, un muchacho como vos estar hasta las once de la noche, mirando pasar lindas muchachas. Eso sí, a la mañana nos levantamos a las diez.
Recordando el concepto que don Gaetano le merecía al que me recomendara, dije:
—Está bien, pero como yo necesito la plata, ustedes todas las semanas me van a pagar.
—Qué , ¿tiene desconfianza?
—No, señora, pero como en mi casa necesitan y somos pobres… Usted comprenderá…
La mujer volvió su mirada ultrajante a la calle.
—Bueno —prosiguió don Gaetano—, venite mañana a las diez al departamento; vivimos en la calle Esmeralda —y anotando la dirección en un trozo de papel me la entregó.
La mujer no respondió a mi saludo. Inmóvil, la mejilla posando en la palma de la mano y el brazo desnudo apoyado en el lomo de los libros, fijos los ojos en el frente de la casa de Dardo Rocha, parecía el genio tenebroso de la caverna de los libros.»

Roberto Arlt, El juguete rabioso. Buenos Aires: Editorial Latina, 1926.

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