«Cuando,
seis años atrás, la ha visto por primera vez en los alrededores de Buenos
Aires, a la semana de haber desembarcado, le ha parecido, casi de inmediato,
que por su monotonía silenciosa y desierta, la llanura era un lugar propicio a
los pensamientos, no los rojizos y rugosos, del color de sus cabellos, como los
que tiene ahora, sino sobre todo los pulidos, los incoloros que encastrándose
unos en otros en construcciones inalterables y translúcidas, le servirían para
liberar a la especie humana de la servidumbre de la materia. La extensión
chata, sin accidentes, que lo rodea, gris como el cielo de finales de agosto,
representa mejor que ningún otro lugar el vacío uniforme, el espacio despojado
de la fosforescencia abigarrada que mandan los sentidos, la tierra de nadie
transparente en el interior de la cabeza en la que silogismos estrictos y callados,
claros, se concatenan. Pero él no desdeña tampoco los otros, cualquiera sea su
color, ladrillo por ejemplo, como ahora, o los pensamientos que tiñe la carne
mate de Gina, que se vuelven curvos, redondos, como las formas de su cuerpo,
negros y lisos como sus cabellos, bruscos y un poco pueriles como su risa,
blandos y húmedos como su abandono. Su desdén por las cosas materiales viene
tal vez de la facilidad con que las comprende, las resuelve y las domina. Así,
al llegar a la llanura con sus títulos de propiedad, ha decidido, de un solo
vistazo, observando a los ricos del lugar, que él se dedicará al ganado y al
comercio –hacer todo como hacen los ricos, si se quiere ser rico, ha sido,
desde que ha podido frecuentar a los ricos y estudiarlos de cerca, su regla de
oro, gracias a su facilidad, a su astucia práctica, que en él es un don como en
otros la aptitud para la música, esa astucia que ahora tiñe sus pensamientos
del mismo color ladrillo que sus cabellos, porque como sabe que los inmigrantes
están llegando de a decenas, de a cientos de miles a la llanura en la que por
leguas y leguas no se ve un árbol ni una piedra, esos inmigrantes, cuando hayan
hecho un poco de dinero cultivando trigo y quieran vivir en casas más sólidas
que los ranchos de barro y estiércol que se construyen cuando llegan,
necesitarán ladrillo para construir esas casas, y es él Bianco, quien los hará
fabricar para vendérselos.
Rechazando
esos pensamientos con displicencia, casi con desdén, en litigio atenuado
consigo mismo porque sabe que a veces sus proyectos pragmáticos tienen algo de
revancha pueril, y sobre todo ineficaz contra aquello que lo rechaza, Bianco
avanza un poco, haciendo chasquear el pasto gris con sus botas europeas, y
concreta su atención en la llanura. El eco de sus propios pasos se demora
todavía en su recuerdo, tan nítido como en el instante en que chasquearon
realmente sobre el pasto, apariciones sonoras incontrovertibles y bien
definidas, con contornos perfectos en el interior del silencio sin límites,
igual que objetos en el espacio e, incluso más que objetos afines, en la
llanura, a los sentidos y a la memoria.»
Juan
José Saer, La ocasión. Buenos Aires: Alianza,
1988.
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