«Pocos
hombres habrán alcanzado entre nosotros la celebridad de Carlo Lanza, el
aventurero más audaz é inteligente que haya llegado á América.
El vicio
de la estafa y el hecho de enriquecerse á costillas del prójimo había sido
elevado por este hombre extraordinario á la categoria de arte, que practicaba
con una sagacidad asombrosa y con un profundo conocimiento de los hombres y las
cosas.
Generalmente
se cree que las víctimas de Carlo Lanza han sido pobres napolitanos ignorantes,
que engañados hábilmente por el aventurero, le entregraban sus ahorros,
halagados por el interés crecido que les pagaba.
Pero esto
no es exacto, porque personas ilustradas é inteligentes como el doctor Cimone,
por ejemplo, cayeron también entre las redes hábilmente tendidas por Lanza,
cuya explotación asombrosa no se había dedicado solamente á estafar el dinero
de los infelices ignorantes, á los que no podría despojar sino de cantidades
cortas.
El había puesto
los puntos también á gente más rica de la colonia italiana, que podría engrosar
sus cajas con sumas fuertes y dándole á ganar uno solo, lo que no le daban diez
ó quinces infelices reunidos.
Así se vé
que á su casa caían todos, desde el el pobre infeliz que iba á depositarle el
fruto de veinte años de trabajo, el hombre acomodado que le daba dinero para
remitir á la familia, con encargo de hacerla venir, y hasta el médico
inteligente que, como el doctor Cimone, giraba por su intermedio gruesas sumas
para atender sus compromisos en Europa.
Es que
Carlo Lanza era una especialidad en el arre de inspirar confianza.
Cualquiera
que hablaba con él un cuarto de hora, salía creyendo que Lanza era el hombre más
honrado é inteligente de este mundo, y el banquero más fuerte de Buenos Aires.
Los
corresponsales eran las personas más importantes del comercio europeo, y su
crédito era ilimitado en los Bancos de Europa y sobre todo de Italia.
Así Carlo
Lanza estaba relacionado con toda la sociedad italiana de Buenos Aires, desde
su miembro más expectable hasta el más infeliz lustrabotas.
Y con
todos ellos tenía negocios de mayor ó menos importancia, pro negocios que iban
preparándole el terreno que había de pisar más tarde.
De un
exterior sumamente simpático, de una conversación atrayente, con el aire de una
persona nacida entre los millones y habituada á derrocharlos, con una fisonomía
hermosa é inteligente, se insinuaba de tal manera que era muy difícil
defenderse de su influencia.
El
estudiaba rápidamente, pero con una seguridad admirable, el espíritu y modo de
ser de la persona con la que se ponía en contacto, y sólo después de conocerle
lo que él llamaba su lado flaco, recién le tendía las redes en que debía
hacerla caer.
Y las
tendía con tal habilidad, con tal seguridad, que á las dos ó tres veces de
hablar con él, aquella persona se le había entregado en cuerpo y alma.
¿Quién
iba á dudar de su integridad y la fortuna de aquel banquero, que llevaba una
vida opulenta y cumplía todos sus compromisos aún antes de vencerse, que
adelantaba dinero bajo la sola palabra del que lo recibía?
Es que
carlo Lanza prestaba realmente con la mayor facilidad y confianza, sabiendo á
quién le prestaba y calculando que aquel préstamo era el cebo con que había de
atraer á sus cajas el dinero de su deudor.
Comerciante
de menudeo, apretado por algún vencimiento, propietario apurado por alguna
hipoteca, cliente que quería girar dinero que no tenía inmediatamente, acudía á
Carlo Lanza en la seguridad de que había de sacarlo de apuros.
Y ninguno
salió de su casa con las manos vacías ni sin jurar que en su vida no haría
jamás ningún negocio sino por intermedio de aquel gran banquero.
Lanza
podía caer muchas veces en prestar dinero á quien no se lo había de volver en
mucho tiempo, ó tal vez nunca.
Pero no
era por qué no supiese de antemano que aquel dinero que prestaba no volvería á
su poder, sinó porque bien sabía que su deudor, en cambio, le traería clientes
que podían dejar entre sus manos ávidas de dinero, doscientas veces más de lo
que perdía en el préstamo.
Los
napolitanos y la gente infeliz que iban á depositarle sus ahorros ó á hacer por
su intermedio remesas á Europa, creían en Carlo Lanza con tanta fé como se crée
en Dios.
Le
hubieran depositado la vida si Carlo Lanza les hubiera ofrecido pagarles
interés por ella.
Es que
Lanza, con una sagacidad suprema, se había apoderado de un elemento estupendo
para el logro de sus fines, pues que no eran otros que apropiarse todo el
dinero de aquella clientela que, entre toda, podía entregarle una gran fortuna.
Carlos
Lanza se había hecho amigo de cuanto cura y fraile italiano había en la ciudad
y en la campaña, haciéndose por medio de ellos un doble y famoso servicio.
Porque
estos, no sólo depositaban en manos de Lanza su dinero reunido á fuerza de
misas y estipendios de costumbre, sinó que aconsejaban á sus devotos y á la
gente que los escuchaban como á verdaderos ministros de Dios, que hicieran lo
mismo, entregando á Lanza todo el fruto de sus economías, reunidas á costa de
todo género de privaciones.
¿Y cómo
iban ellos á desconfiar, cuando era el mismo párroco quien se lo aconsejaba y
quien depositaba en su poder hasta el último medio?
Caían sin
vacilar á casa del banquero y le entregaban su dinero, sin más constancia que
el asiento de sus libros y sin siquiera exigirle recibo.
Y Lanza
dominaba á aquellos curas y frailes, tanto como ellos mismos dominaban á sus
parroquianos y feligreses.»
Eduardo
Gutiérrez, Carlo Lanza. Buenos Aires:
N. Tommasi, 1890.
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