«Desde la mañana hasta la noche
la Casa del Inmigrante permanecía atestada por una incesante caravana de
hombres, mujeres y niños que parecían haber surgido mágicamente del mar
invadiendo las galerías, agolpándose en los rincones y arremolinándose en los
pasillos. En todos los recodos se sentía el tufillo casi nauseabundo que
emanaba de los cuerpos después de tantos días de hacinamiento en las bodegas,
compartiendo las sombrías literas o un estrecho camarote de cuarta si les
tocaba mejor suerte. Al edificio ingresaban los más variados ejemplares de toda
laya, color, raza y costumbres. Salvo los viejos zócalos de cerámica esmaltada
colocados por los ingleses, todo lo demás —paredes, marcos de madera y de
hierro, columnas, barandas y techos—, estaba hollado por el paso fatigado del
torrente humano, e impregnado de la grasitud y del vaho exhalado por miles y
miles de inmigrantes, que al llegar a las amplias salas se derrumbaban
exhaustos sobre los asientos de madera. A partir de allí, los más apestosos
eran pasados a las duchas, y el resto al control sanitario donde se les
contaban las muelas y los dientes, se les auscultaba la garganta, y se les descubrían
las heridas infectadas y las liendres, mientras que a las parturientas, a los
ancianos y a los niños, se les prestaban los primeros auxilios. Recién entonces
se les repartía un trozo de pan o un plato de caldo para mitigar el hambre
durante la interminable espera frente a las oficinas, o en las colas que no
cesaban de engrosar noche y día, como un sinuoso río. Las mujeres eran las más
resignadas y recelosas, los hombres los más desconfiados y malhumorados, y los
niños los más sorprendidos, con su candor no exento de curiosidad. Mientras
tanto los jóvenes, con las pupilas desorbitadas por tanta novedad, caminaban,
comían, bebían y orinaban en los rincones. Alguna que otra risa flotaba en el
aire espeso, generalmente risas de niños, que una vez pasado el sueño y la
infernal molicie de la espera, jugaban, reían y lloraban sin piedad. El resto
dormía sobre los asientos, hombro contra hombro, en medio del barullo infernal
de lenguas y dialectos entrecruzados. Todos llevaban como una marca indeleble
en la frente el temor y el miedo a lo desconocido, pero también las ilusiones y
las esperanzas maceradas durante los largos viajes, tratando de descubrir el
desasosiego en la frente ajena para mitigar el suyo propio, hasta que la fatiga
y el sueño, finalmente, los derrumbaban sobre la interminable hilera de bancos.
En el recinto gris, sórdido
acaso, de los escritorios de control y documentación —tinta y más tinta,
papeles, sellos gastados y firmas—, los empleados preguntaban, asentaban datos
y corregían imprecisiones, hasta que finalmente reintegraban el pasaporte con
el destino elegido, o en muchos casos impuesto u obligado, en tanto que los indocumentados
y los desertores quedaban a disposición de la justicia. Mientras los pasillos
se llenaban de paquetes y bultos esparcidos en desorden, aparecían niños
perdidos y ancianos desfallecientes de fatiga, hombres portando baúles, y
mujeres arrastrando canastas atestadas de ropa y trastos de todo tamaño y
forma, desalojados de vaya a saber qué remoto desván de los recuerdos. Toda esa
quincallería ambulante tenía sin embargo un sentido: el entrañable deseo de retener
alguna cosa que los ligara al pasado para mantener viva su identidad y el
recuerdo latente de los seres queridos que habían dejado más allá de ultramar.
Estos recuerdos y afectos irrenunciables les daban valor para hacer posible la
aventura de abandonar la casa, la familia y el pasado cruel o tal vez
vergonzoso.
Piamonteses, calabreses, viñateros
modestos del Po, gallegos, vascos y andaluces, polacos, alemanes, griegos,
portugueses y tantos otros, obligados por la terrible sangría de la guerra o
por la funesta peste que había consumido los viñedos y las huertas, abandonaban
su tierra con lágrimas en los ojos y se lanzaban a probar fortuna en América o
en la lejana Oceanía. Latía en cada uno de ellos una cuota del espíritu
aventurero que animaba, principalmente a los más jóvenes a probar fortuna o
tentar a la suerte. Esta legión que antes de partir del terruño atestaba los
puertos del viejo mundo, se embarcaba hacia tierras desconocidas con una ilusión
y una esperanza llena de fortaleza: el labriego para arar, sembrar y esperar
que la tierra y el agua completaran la faena; el serrano para cultivar su
quinta, criar animales en el corral y cosechar frutales; a quienes les atraía
el mar, había un mar ancho y pródigo, y para los más audaces, desiertos
inconmensurables, tupidos bosques y pródigo, y para los más audaces, desiertos
inconmensurables, tupidos bosques y valles umbríos. Toda una promesa.»
Michelotti, José Luis, Che Gringo. Córdoba: Fojas Cero
Ediciones, 2006.
Imagen: Tranvías de inmigrantes, Buenos Aires, 1912. Documento fotográfico inventario 146211. Archivo General de la Nación (Enlace a la página del Archivo General de la Nación).
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