Emilio Pettoruti, becario en Europa
«Pasaron los meses sin
que Sarrat me hablase jamás de la posibilidad de hacerme acordar una beca, pese
a haberme preguntado a menudo en el curso de nuestra amistad, muy paternal de
su parte, si me gustaría estudiar en Europa, a lo que presumo habré contestado
con el entusiasmo que la idea me inspiraba. Fue probablemente en marzo de 1913,
no recuerdo la fecha con exactitud, cuando un ordenanza me trajo una tarjeta en
la que Sarrat me pedía que fuera esa noche a verlo a la Cámara, hacia las 22
horas.
Era entonces diputado y
Presidente de la Comisión del Presupuesto. Lo encontré solo, trabajando.
Tomamos café, conversamos un momento y él volvió a enfrascarse en sus grandes
cuadernos abiertos, no sin alargarme un volumen que me había prometido.
Comprendí que algo se gestaba y aguardé el notición. En eso sonó el teléfono de
una piecita vecina (supe luego que el teléfono directo con la llamada Estancia
del Gobernador, residencia señorial sita en el Bosque frente al Museo de
Historia Natural, ocupada por el entonces Gobernador de la Provincia, Marcelino
Ugarte).
Cuando Sarrat regresó a
su escritorio comprendí, por la tristeza, que traía en la cara, que algo malo
había pasado. Me dijo: -“Yo quería darle esta noche una buena noticia, Emilito,
y debo dársela mala. Pensaba hacerle dar una beca y el Gobernador me pide
economías, más economías…” Volvió a sentarse frente a sus librotes, a
observarlos cavilosamente, y de pronto oí su voz de triunfo que exclamaba: “¡Ya
está! ¡Lo beco a usted y hago economías!”
Había sucedido que
revisando la muy larga lista de becarios de la Provincia, todo en Europa –y muchos
de ellos sin otro mérito que el de ser “hijos de papá”-, había tropezado en el
rubro cifras con una anomalía que le llamó la atención; en efecto, algunas
becas eran de 150 pesos oro, mientras otras eran solamente de 100.
Instantáneamente pensó que si los becarios con 100 podían vivir, bien podían
hacerlo con la misma suma los favorecidos con 150. Llevando equitativamente
todas las becas a 100, me daba una a mí y contentaba al Gobernador en su pedido
de economías.
Esa misma noche pensó que
tantos becarios no deberían estar sin control en países extranjeros; y como por
razones de economía no era posible nombrarles un inspector especial, se las
arregló para que la Provincia solicitara de la Nación que su Patronato de
Becarios, al frente del cual se encontraba entonces don Ernesto de la Cárcova,
se hiciera cargo simultáneamente de los becarios de la Provincia.
Esta excelente medida no
debía durar mucho. En 1914 se declaró la guerra y el puente abierto Buenos
Aires-Europa se fue estrechando para los aspirantes a artistas. De todos modos,
cuando yo llegué a Florencia (agosto de 1913) y conocí a mis colegas, algunos
de ellos me preguntaron cómo era posible que hablándose tanto de economías y
habiéndoseles rebajado a ellos la mensualidad en una tercera parte, se me
hubiese becado a mí, hecho incomprensible.
Sólo a uno de los que
tuvieron 100 pesos desde el comienzo, y con el cual intimé, le conté lo
sucedido un poco más tarde; le hizo mucha gracia; cómplices del asunto, reíamos
como locos cada vez que alguno se quejaba.
La noticia de que me
marchaba a Europa causó alegría y consternación en mi casa. Mi madre, sin decir
nada, como persona que asume su deber, dio comienzo a los preparativos
ocupándose de la lencería (yo tenía la impresión de que se me preparaba un
ajuar de novia), pero cuando nuestras miradas se encontraban, bien que sus
labios me sonrieran, sus ojos se humedecían de inefable ternura. Mi padre, como
viajero para quien el cruce del Atlántico encierra pocos secretos (viajó varias
veces a Europa), me adelantaba detalles de la futura travesía, o me hablaba del
Viejo Mundo.
A mi abuelo (mi abuela ya
había fallecido) fui a enterarlo personalmente. Quedó mudo con la noticia, los
rasgos de su cara tensos, como si necesitara cerciorarse de lo que oía. Me hizo
señas para que tomara asiento y desapareció de la sala; luego creí oír que iba
hacia la puerta de calle. Cuando volvió, traía en una bandeja dos tazas de
humeante chocolate al café, que él llamaba la bebida de los Papas, y un plato
con masitas.
No escatimó sus consejos,
muchos arraigados en mí desde la primera infancia: “Tenés que comer muy bien,
pero poco, y dormir poquísimo. El sueño es una cuestión de costumbre. Los
grandes hombres pudieron hacer grandes cosas porque dormían muy poco; son los
haraganes los que han inventado eso de que el hombre necesita dormir ocho o
diez horas por día. Si no aprovechás el tiempo, no harás nada”. “Lo principal,
acordate, es no hacer economías en las cosas útiles. Tenés que comprarte
siempre zapatos de gran calidad, sin fijarte en su precio y dormir en buenas
camas. Con buenos zapatos podrás marchar sin cansancio, y en la cama cómoda,
aunque duermas cuatro horas, tu reposo será completo”.»
Pettoruti, Emilio, Un pintor ante el espejo. Buenos Aires:
Solar/Hachette, 1968.
Imágenes: “El improvisador”
(1937), Colección Museo Nacional de Bellas Artes; “Dinámica del viento” (1915),
Colección Museo Nacional de Bellas Artes.
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