domingo, 17 de marzo de 2013

La mala leche, de Martha Grondona (1993)




«Al pisar los lustrados ladrillones del piso de la casa esquina, Francesco siente la alegría de entrar al hogar. Es agradable volver de la ciudad después de varios días de hotel, sentarse en la hamaca vienesa y aspirar hondo el cigarro.
Mientras se mece recuerda aquellos lejanos tiempos en Italia; Assunta, que era apenas una niña, le fue prometida en matrimonio. Cuando partió a América prometió volver y casarse con ella, pero su madre temía que no cumpliera con la joven y su familia. Parece imposible que haya pasado tanto tiempo.
Sus padres no quisieron que hiciera el servicio militar. Pagaron a un labrador y su hijo lo reemplazó, como era costumbre. Desgraciadamente estalló la guerra y fue llamado a alistarse. Francesco resolvió entrar al seminario de Nápoles para desembarazarse de esta exigencia. Allí se destacó en el estudio, especialmente en teología y filosofía, pero ni en el recoleto recinto conventual pudo librarse de la plaga del reclutamiento.
Después de una noche de febril insomnio se embarcó en el puerto de la ciudad, en el primer barco que zarpaba para América, como polizón. Recién en alta mar se presentó al capitán y quedó encargado de algunos trabajos en la cocina.
Antes de partir envió una carta a su padre con un mozalbete a quien le entregó  unas monedas que tenía, tratando de asegurarse que la recibirían en su casa.
En Buenos Aires tuvo la suerte de ocuparse en seguida en una pulpería de San Telmo; allí conoció al propietario de unos carruajes fleteros, entre la capital y ciudades del interior. Trabajó arduamente con él.
Cuando ya desesperaban de tenerlas recibieron en Benevento sus primeras noticias. Yo estoy bien y trabajo no falta, pero es mi deseo radicarme en algún lugar con viñedos. En Mendoza los hay y también en Salta, al Norte del país; allí las tierras son muy buenas para las vides y los olivos. Cuando me establezca los haré venir a mi casamiento, porque mantengo el compromiso contraído con Assunta. Escríbanme contando de la salud de ustedes y de la suerte de mis hermanos.
En uno de los viajes realizados al interior el carruaje en el que iba Francesco escapó, milagrosamente, en tierras de Santa Fe, de los indios que en malón sangriento atacaron el convoy. Francesco no se distinguía por el valor épico y resolvió no volver por esos lugares. Así fue como llegó a Las Tomas y se quedó a trabajar en una carretería, recomendado por su patrón. Escribió al padre. Tengo pensado ahorrar y comprar una finquita en un poblado cercano, donde las tierras son tan buenas como en la Campania.
Con la mayor premura Franco Gambastorta mandó a su hijo una cantidad de dinero suficiente para que realizara la compra, confiando en el buen sentido que le parecía había tenido el muchacho.

Francesco compró unas tierras colindantes con los ríos Pucuy y Tutura, en la población de Chulpa.
Los viñedos adquiridos eran plantaciones viejas; de a poco fue renovando las cepas con injertos sobre las plantas más resistentes y sanas y plantando nuevas, importadas de Europa. Qué satisfecho me sentí cuando llegó el tiempo de levantar la primera cosecha.
Con el dinero obtenido se preocupó por convertir su finquita en algo similar a lo que su padre tenía allá; compró olivos, castaños y nogales. Al plantarlos controló que debajo de cada nogal los peones colocaran una gran laja, para evitar que el árbol creciera mucho en raíces demorando más su ya largo tiempo de espera en brindar los frutos ásperos y sabrosos.
Cómo me gustaría que mi padre viera esta tierra produciendo; los viñedos cargados de racimos y desgajándose los olivares. Tan generoso como siempre me mandó el dinero con el que compré Benevento, mi finca primigenia, y empecé a hacer todo lo que tengo. Ahorrando de a poquito hubiera sido difícil. Del mismo modo me comportaré yo con mi hijo; además algún día todo será de él. Me gustaría que Franco se case con una mujer de buena fibra, y si también es bella mejor aún. Quiero ver los nietos. Ni siquiera es afecto a los bailes. Si yo tuviera veinte años menos.
Cuando Assunta llegó a América ya era la señora de Gambastorta; se casaron por poder en Benevento, adonde las familias de ambos habían vivido siempre.
Qué buena había sido la vida allá, cuando disfrutaba del bienestar que dan la holgura económica y el prestigio familiar. Francesco viajó con el padre y conoció grandes ciudades. Cuando el estreno de una ópera acompañó a sus padres hasta Milán. A Francesco siempre le gustó la música y canturrea hasta el presente, mientras se enrula los bigotes o se prolija la barba, alguna aria de Rigoletto o de La Traviata. Oh, el bel canto.

A Francesco lo embarga la nostalgia de la patria lejana y de la familia; no ha vuelto a verlas. Qué distinto habría sido todo si no fuera por la guerra, pero jamás pude desatender mis negocios. Empecé sin nada. Entonces yo sólo era un gringo de mierda. Hasta que hice plata. Recién entonces se dieron cuenta de que no era un bruto. No saben quién es Aristóteles, ni Petrarca, ni Virgilio; jamás habían oído hablar de la teoría heliocéntrica. Sólo hablan de lo que tienen o, como Abaleo, de los antepasados.»


Grondona, Martha, La mala leche. Buenos Aires: Editorial Vinciguerra, 1993.


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