viernes, 15 de marzo de 2013

Le Pas si lent de l’amour, de Héctor Bianciotti (1995)



Il Cristo Velato


«Entre todas las bellezas anidadas en los conventos, las iglesias, los palacios de la ciudad, tan sólo me encaminó hacia la capilla de San Severo. Una orden resonaba dentro de su insistencia. No me costó mucho encontrar el sitio y, mientras disminuía la marcha para examinar las fachadas, chirrió la cerradura de una puerta maciza y un hombre apareció en el umbral: ancho de hombros y de pecho, la cabezota hundida de oreja a oreja en la espesa papada, pero desprovisto de nobleza en su porte; advirtió al forastero y, abriendo los dos batientes, lo convidó a entrar en el recinto.
En la capilla reinaba una penumbra atravesada por reflejos transversales, lo que dificultaba acomodar la vista. El ejercicio se repetiría muchas veces pues el guía, benévolo, simple guardián, me aseguró, de las maravillas de su antepasado, el príncipe Raimondo de Sangro, encendía y apagaba, a medida que procedía el paseo pedagógico, unas bombillas desnudas. La proclamación de su parentela ilustre había añadido a su paso de hombre achaparrado una lentitud majestuosa.
Pese al ardor de mi entusiasmo –“¡Estoy en Europa, estoy en Europa!”, latían al unísono el pensamiento y el corazón-, ni las estatuas, ni los frescos, ni los dos desollados que el príncipe alquimista había reducido, mediante una sustancia por él inventada, al esqueleto aprisionado en la red íntegra de los vasos sanguíneos –los cuales, por lo demás, se parecían a nuestros cables de electricidad envueltos en plástico-, ni su invención de una carroza marina tirada por caballos, lograban retener mucho tiempo mi atención. Y dentro de mí ya me estaba enfureciendo con Rosa cuando el conde, pues conde era mi cicerone, y además de Aquino –me pareció menos pequeño de talla y menos lomudo- bajó los párpados y, sus cortos brazos repentinamente desasidos del cuerpo, dibujó ante su rostro esos gestos que expresan la impotencia de cualquier palabra, antes de señalarme, con una mano enfática, como el cantante que se apresta a entonar el aria esperada, un rectángulo de mármol en el suelo, ante el altar. “Aquí me callo”, murmuró; y, caminando hacia atrás pero con un paso de embajador ante un rey, se alejó para sentarse ante su pequeño escritorio, cerca de la entrada. Hasta su ridiculez misma era imponente.
Entonces vi el Cristo velado.
[…]
¿Qué vi de golpe en ese bloque de piedra que la paciencia y la audacia del cincel habían de tal modo vuelto flexible a la mirada?
El velo. El velo de mármol. El velo de mármol, que se hubiera dicho humedecido. El velo de mármol plegado, desplegado, reabsorbiéndose en los huecos de un cuerpo cautivo, de una sutileza de gasa sobre el relieve de las más íntimas venas, de los miembros, de la frente; sobre los salientes del rostro vagamente girado, de las rodillas flexionadas, de los pies para siempre desprovistos de su apoyo y que parecen querer estirar el velo, provocar su deslizamiento, dejarlo caer.
Yo admiraba con deleite la maestría del escultor que, al convertir en transparencia la opacidad de la materia, suscitaba el impulso irresistible de arrancar ese velo que jugaba a enmascarar la desnudez del Cristo y que no era sino uno con su cuerpo. Ningún artista me habrá dado, jamás, frente a la técnica de Sanmartino en su Cristo de Nápoles, la impresión de haber ido más allá de lo posible.»


Bianciotti, Héctor, El paso tan lento del amor. Traducción de Ernesto Schóo. Barcelona: Tusquets, 1996. Edic. original: Le Pas si lent de l’amour. Éditions Grasset & Fasquelle, 1995.


Imágenes: “Cristo velato”, de Giuseppe Sanmartino (1753), Cappella Sansevero (Nápoles, Italia).

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