Il Cristo Velato
«Entre todas las bellezas anidadas en los
conventos, las iglesias, los palacios de la ciudad, tan sólo me encaminó hacia
la capilla de San Severo. Una orden resonaba dentro de su insistencia. No me
costó mucho encontrar el sitio y, mientras disminuía la marcha para examinar
las fachadas, chirrió la cerradura de una puerta maciza y un hombre apareció en
el umbral: ancho de hombros y de pecho, la cabezota hundida de oreja a oreja en
la espesa papada, pero desprovisto de nobleza en su porte; advirtió al forastero
y, abriendo los dos batientes, lo convidó a entrar en el recinto.
En la capilla reinaba una penumbra atravesada por
reflejos transversales, lo que dificultaba acomodar la vista. El ejercicio se
repetiría muchas veces pues el guía, benévolo, simple guardián, me aseguró, de
las maravillas de su antepasado, el príncipe Raimondo de Sangro, encendía y
apagaba, a medida que procedía el paseo pedagógico, unas bombillas desnudas. La
proclamación de su parentela ilustre había añadido a su paso de hombre achaparrado
una lentitud majestuosa.
Pese al ardor de mi entusiasmo –“¡Estoy en Europa,
estoy en Europa!”, latían al unísono el pensamiento y el corazón-, ni las
estatuas, ni los frescos, ni los dos desollados que el príncipe alquimista
había reducido, mediante una sustancia por él inventada, al esqueleto
aprisionado en la red íntegra de los vasos sanguíneos –los cuales, por lo
demás, se parecían a nuestros cables de electricidad envueltos en plástico-, ni
su invención de una carroza marina tirada por caballos, lograban retener mucho
tiempo mi atención. Y dentro de mí ya me estaba enfureciendo con Rosa cuando el
conde, pues conde era mi cicerone, y además de Aquino –me pareció menos pequeño
de talla y menos lomudo- bajó los párpados y, sus cortos brazos repentinamente
desasidos del cuerpo, dibujó ante su rostro esos gestos que expresan la
impotencia de cualquier palabra, antes de señalarme, con una mano enfática,
como el cantante que se apresta a entonar el aria esperada, un rectángulo de
mármol en el suelo, ante el altar. “Aquí me callo”, murmuró; y, caminando hacia
atrás pero con un paso de embajador ante un rey, se alejó para sentarse ante su
pequeño escritorio, cerca de la entrada. Hasta su ridiculez misma era
imponente.
Entonces vi el Cristo
velado.
[…]
¿Qué vi de golpe en ese bloque de piedra que la
paciencia y la audacia del cincel habían de tal modo vuelto flexible a la
mirada?
El velo. El velo de
mármol. El velo de mármol, que se hubiera dicho humedecido. El velo de mármol
plegado, desplegado, reabsorbiéndose en los huecos de un cuerpo cautivo, de una
sutileza de gasa sobre el relieve de las más íntimas venas, de los miembros, de
la frente; sobre los salientes del rostro vagamente girado, de las rodillas
flexionadas, de los pies para siempre desprovistos de su apoyo y que parecen
querer estirar el velo, provocar su deslizamiento, dejarlo caer.
Yo admiraba con deleite
la maestría del escultor que, al convertir en transparencia la opacidad de la
materia, suscitaba el impulso irresistible de arrancar ese velo que jugaba a
enmascarar la desnudez del Cristo y que no era sino uno con su cuerpo. Ningún
artista me habrá dado, jamás, frente a la técnica de Sanmartino en su Cristo de
Nápoles, la impresión de haber ido más allá de lo posible.»
Imágenes: “Cristo velato”, de Giuseppe Sanmartino
(1753), Cappella Sansevero (Nápoles, Italia).
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