La sonrisa de Giacomino
«No es justo, porque siempre
sufriste tanto, Giacomino. Y te veía en ese mundo que ni siquiera oía nombrar,
te veía, ¡increíblemente feliz, Giacomino! El sufrimiento te había abandonado,
porque Dios es clemente y su clemencia te había trasladado a una tierra que
podría llamar prodigiosa. Nunca vi ríos tan anchos, ni montañas tan altas ni
campos tan fértiles. No eran nuestros campos abundantes en piedras y agotados
de humus. Esa tierra te consideraba un hijo pródigo. Habías ganado en peso y
caminabas erguido, serenamente, a pasos largos y… tenías bigote, Giacomuccio,
¡tenías bigote! Tu casa era grande, con balcones y enredaderas púrpuras, de
flores en verano, de hojas en otoño. Cada mañana paseabas por los patios de
vidrieras opacas de distintos colores, se tamizaba en combinaciones infinitas,
devenía para tu placer vaguedad e incertidumbre. En ese país que ni siquiera oí
nombrar, te trataban con miramiento, llevándote panes, vino, aceitunas, tomates.
Las mujeres lavaban y cosían tu ropa, preparaban el café a tu gusto: fresco,
cargado, espeso de azúcar. Te rodeaban amigos. Eran tan inteligentes que te
sentías entre iguales, ¡te brillaban los ojos, Giacomuccio! Les hablabas de lo
que nunca pudiste hablar aquí, en el pueblo, con los campesinos analfabetos ni
con los letrados serviles que visitaban a nuestro padre. Contabas lo que leías,
escribías y pensabas, y cuando te pusiste de pie –tu mirada miraba conmigo,
pero también estabas allá, en ese mundo que ni siquiera oí nombrar-, una hoja
en la mano, y comenzaste a leer, se produjo un gran silencio, revelador de una
atención que nunca te habían concedido, salvo en esa tierra cuyos habitantes
eran mejores, más sensibles e inteligentes que en tierra alguna. Tu voz iba más
allá del cuarto, invadía la noche, que era dulce y clara, y los que pasaban por
la calle se detenían y los que estaban trabajando abandonaban su tarea, en
suspenso hacia esa voz, esas palabras que los acercaban a la belleza, que
después de todo es lo que siempre buscamos. Cuando terminaste de leer, el
silencio se hizo mayor, tan visible que se podía tocar, como la belleza que lo
llenaba. Y desde aquí me apropié de tu sonrisa para no perderla nunca, porque
finalmente apareció una sonrisa apenas insinuada en tu boca, ligera, inocente.
Sabías lo que siempre supiste, sufrimiento, muerte, miseria, pero ya sin
desamparo; una calma sobrenatural te reconciliaba con tu destino y podías
aceptarlo, casi con alegría.»
Gambaro, Griselda, Después del día de fiesta. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma, 2005.
Imágenes: Detalle del retrato de Giacomo Leopardi, de A. Ferrazzi (ca. 1820), Casa Leopardi, Recanati; Biblioteca de Giacomo Leopardi.
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