domingo, 2 de marzo de 2014

Recuerdos de viaje, de Lucio V. López (1915)



«¡Cuantas veces querría yo trazarme el cuadro vivo de esta tierra que ocupa toda la historia del mundo! Tan relativamente pequeña, y ella sin embargo, ha absorbido durante siglos toda la actividad de esa Europa que la contempla como su cuna. Si la Europa desapareciera en el fondo de los mares, la Italia salvaría toda nuestra historia y nuestra tradición. En ella están los penates del mundo moderno, y sólo ella puede darnos la filiación exacta de nuestro origen moral. En ella se ha desarrollado la leyenda, en ella la historia ha trazado las más grandes páginas de la humanidad. Ha pasado por todas las transiciones, se ha agitado en los tiempos heroicos, ha llegado al más alto de los apogeos, ha caído en la barbarie, ha sido reina y esclava, conquistadora y conquistada, profana y cristiana, libre y sometida, democrática y monárquica, grande y humilde.
Hoy, llena de juventud y de belleza, surge del tronco carcomido, como un retoño que ha recibido todo el vigor y la fortaleza de la vieja planta. Las distintas naciones que la ocupan forman una sola familia que se llama italiana, y conservan sin embargo los rasgos distintivos de su estirpe. Los ligurios navegan los mares, los piamonteses y los lombardos surcan y labran la tierra, los venecianos miran al Oriente y procuran restaurar su antigua preponderancia. Roma vuelve a ser la urbs antigua, Florencia y Nápoles no han olvidado sus excelsas tradiciones artísticas.
En Italia, cada ciudad es un tesoro de curiosidades. Apartaos del itinerario de los grandes centros  y penetrad en esos piccoli paeseti, como llaman los italianos a sus villas y ciudades subalternas. Cada una de ellas tiene una historia digna de una nación; cada una tiene una fisonomía típica, acentuada y enérgica, que una vez observada, no se puede olvidar. En Génova yo había hecho el propósito de apartarme, siempre que me fuese posible, de los rumbos oficiales del viajero, y no me arrepiento de esta fantasía, que más de un compañero apurado, habría encontrado de un gusto pésimo. Muchas veces en una de esas aldeas tendidas sobre la cima de una montaña o en el seno de un valle, se encuentran riquezas artísticas e históricas que no es dado encontrar en las grandes ciudades. Yo pretendo, por ejemplo, que Verona y Padua, que Mantua y Faenza, que Luca y Siena, tienen más interés para el turista que todos los palacios de Génova, que todos los fastuosos y pesados mármoles de su cementerio. ¡Que me perdonen los valientes genoveses! Yo admiro en Génova lo que ellos critican. A mí me atrae la Génova de los güelfos y de los gibelinos, con sus callejuelas oscuras, estrechas, que parecen trazadas por el curso de una culebra. De noche me he internado por ellas, huyendo de la piazza Cavour y de la via Nuova y Novissinia, donde se agrupa una población que no habla de otra cosa que de fletes y tonelajes. En aquellas sendas tortuosas, el teatro de los Fieschi y de los Doria, conserva todas sus decoraciones. En cada puerta puede ocultarse un bravo y a la luz mortecina que alumbra la imagen de una Madona, in legno pueden darse de estocadas los Grimaldi con los Spínola antes que la ronda los sorprenda.
Las grandes arterias dan luz y aire a las ciudades, pero las alteran históricamente. Soy un furioso adversario de las demoliciones. Extended el radio de las poblaciones, pero no les quitéis su fisonomía histórica. Los gigantescos palacios de Génova, exigirían, es cierto, para destacarse majestuosamente en todas sus vastas proporciones, una plaza como la piazza della Signoria, de Florencia; pero si a cada uno de ellos se lo aislase en sus cuatro paredes principales, Génova dejaría de ser Génova y perdería su fisonomía. Desgraciadamente, los genoveses van en ese camino y tienen tal amor al espacio, a la luz y al aire, que no será extraño que de aquí a quince o veinte años, la vieja capital de la Liguria se encuentre convertida en una ciudad yankee en forma de damero, y con calles anchas en las que sus habitantes se verán privados de los goces de esa encantadora familiaridad actual, que permite que los vecinos de un mismo piso se abracen todas las mañanas al través de la calle.
Génova es una ciudad que amamos mucho los hijos del Río de la Plata; y no faltarán genoveses y argentinos que piensen que esa simpatía entre pueblo y pueblo data de ayer. Sin embargo, Génova nos trata desde ahora tres siglos. Los primeros comerciantes genoveses se presentaron en nuestro río pocos años después de que don Pedro de Mendoza hubiese echado los cimientos de Buenos Aires. Eran, es cierto, de la familia de Cristóbal Colón los que manipulaban aquella nave casi legendaria, de la que nuestros viejos cronistas dan apenas una ligera noticia en sus notas. Pero ella era, ante todo, el primer barco extranjero que iniciaba un comercio que tres siglos después debía practicarse diariamente entre dos pueblos igualmente libres. Génova era entonces aventurera y revolucionaria. Si el Turco o Venecia le cerraban el paso en el archipiélago de Grecia, ella sabía buscar fortuna en los mares en que portugueses y españoles se disputaban el imperio del mundo.
Bajo el dominio de la casa de Habsburgo, los genoveses como mercenarios, o como aventureros por cuenta propia, merodearon en todos los mares americanos, tripularon no pocas veces las naves de guerra españolas, y compitieron con sus rivales, los venecianos, que habían también contribuido con la célebre familia de los Caboto a ilustrar las primeras proezas de los descubridores del Río de la Plata.
Génova dio a la corte liberal de Carlos I uno de sus más esclarecidos ministros; el nombre de los Grimaldi está íntimamente asociado a los primeros ensayos del comercio libre en la América española, y bajo aquel ministerio de italianos regalistas y anti-jesuíticos, las colonias americanas parecieron sacudir el yugo del negro despotismo que pesaba sobre ellas desde dos siglos atrás. Fueron, pues, los descendientes de los antiguos patricios güelfos de Génova, los que contribuyeron a abrir las puertas del Río de la Plata, hasta entonces cerradas al comercio universal, y los que prepararon y realizaron la fecunda revolución política que arrojó a la Compañía de Jesús de las Misiones y de todos los rincones de América en que había levantado y consolidado su poder. Se ve, pues, que los vínculos de pueblo a pueblo son históricos, y que ellos no han nacido ayer, citando nuestras contiendas civiles y nacionales vieron figurar como actores a los italianos proscriptos y perseguidos.
En nuestros días, una generación de argentinos nos ha enseñado a amar a la Italia. Me vienen sus nombres a la memoria: Juan María Gutiérrez, Miguel Cané (padre) y Juan Carlos Gómez. No he podido dejar de recordarlos el día en que pisé tierra italiana, y especialmente el día en que oí los murmullos del Mediterráneo en el hondo sello que forman Sestri y Pegli, a pocos kilómetros de Génova.
Juan María Gutiérrez visitó la Italia en 1843, Cané y Gómez en 1852, si mal no recuerdo. El primero había salido de Montevideo en el Edén con Alberdi. Garibaldi les había recomendado el barco como excelente y, en efecto, a los tres meses los desembarcó en Génova. La Italia ardía en aquellos días, pero Génova, como en los buenos tiempos libres de Hamburgo, tomaba poco interés en la propaganda revolucionaria. Comerciaba por su cuenta y atesoraba egoístamente sus riquezas. La unidad italiana era para ella una quimera en la que tomaba poco interés en la propaganda revolucionaria. Comerciaba escribiendo sus impresiones en EL NACIONAL del 7 de Octubre de 1852, decía: «Si a esos hombres, hediendo a brea y a salitre del Mediterráneo, les habláis de unidad italiana, de la iniciativa del Piamonte en la cruzada de la independencia, de la fraternidad de todos los pueblos de la península, se os reirán en la cara, y con la indiferencia del desprecio repetirán que Génova se basta a sí misma y que los otros se entiendan como puedan. El egoísmo del franco, del buen lecho, de la aldea, se ha apoderado de esa ciudad de tal manera, que hoy es su religión, su vida y su patria».
Era por esto que todos los argentinos que llegaban a Italia en aquellos días, no bien desembarcaban en Génova, volaban a Turín. Gutiérrez me hablaba con una simpatía profunda de aquella corte de Carlos Alberto, que fue tan constante en la propaganda como firme en el infortunio. Allí, si la memoria no me falta, escribió su Capitán de Patricios y cultivó los maestros de la poesía italiana que acostumbraba recitar con su fina elocuencia en el seno de sus más íntimos amigos. Nuestros padres venían en aquella época sedientos de libertad y preferían los crudos inviernos de Turín a la eterna primavera de Nápoles, donde las bellezas de la naturaleza no podían atenuar la imbecilidad de la corte de Franceschino. Hoy, en todas partes, se encuentra a la Italia, que palpitaba entonces en el Piamonte. Génova, la Cartago comerciante y egoísta de 1852, es hoy tan italiana como el resto de la península, y su espíritu nacional es tan profundo y acendrado que en su suelo duerme el eterno sueno el italiano más italiano del siglo: José Mazzini
Me he acercado al severo monumento que ha levantado el pueblo al tenaz y constante propagandista. Guarda armonía con el carácter del espíritu que lo animó. Es un templo de granito, sostenido por cuatro sólidas columnas dóricas, cerrado por dos rejas toscas y sencillas y dominando una de las alturas más elevadas del cementerio. Toda la pompa vana de Carrara ha desaparecido de aquel mausoleo severo, que hace contraste con las fastuosas y abundantes esculturas que blanquean al pie de sus muros. Los patriotas italianos lo han cubierto de coronas, y los imbéciles, que en todas partes son desgraciadamente numerosos, se han creído obligados a tiznar aquellas paredes con sus nombres y sus rúbricas.»


 López, Lucio V., “¡Italia! (El Norte). Verona, 24 de Enero de 1881.” En Recuerdos de viaje. Buenos Aires, L. J. Rosso y Cía, 1915.

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