Ya en el trabajo
mismo de traducir, he optado por toda solución que dotara de intimidad a la
frase, que rompiera la monotonía y permitiera la afloración, por contraste, de
módulos melódicos de mayor resonancia. Siendo muchas veces imposible lograr en
un solo verso la intensa expresividad del original, debí, para dar un
equivalente, cargar de energía otras zonas más neutras del poema: así, por
ejemplo, volví personales algunas formulaciones de carácter abstracto o
general. Traducir a un clásico es constatar, entre otras cosas, que uno no
puede tomarse las libertades que él se tomaba (uso, y abuso, del apócope y del
hipérbaton) ni puede entregarle al texto libertades que son ahora de uso corriente
(ametría, arritmia). De este modo, si para dotar de música a El infinito debí sacrificar parte de su
tensión, lo que me exigió una elocución más remansada que la que tenía a la
vista, en pasajes de otros poemas, en los que el original alcanza esa extática
lentitud, esa mágica oscilación verbal que caracteriza a los idilios,
comprobaba que un verso más largo es un pobre equivalente de un verso breve
intensamente apocopado. Peso a pesar de éstas y otras limitaciones y
perplejidades, y habiendo entendido la lección del poeta sobre la traducción en
el sentido de que lo esencial en ella es la fidelidad al tono más que a la
letra, a la hora de elegir he desechado todo aquello que atentaba contra él,
yendo de un extremo a otro: desde el seguimiento de la expansión melódica, casi
operística por momentos (El pensamiento
dominante), hasta su total anonadamiento (Amor y muerte), buscando siempre el claro timbre de la voz
original. Es un límite, ciertamente, haber caído en la prosa, un límite que, no
obstante, no me forzó a sacrificar el poema: decidí conservarlo aun a riesgo de
confundirme con aquello mismo que deploro en la traducción de poesía. Como
justificación diré que, al ser la reflexión la estructura evidente de las
últimas manifestaciones de la lírica leopardiana, ya no hay ensoñación ni
colores esfumados en ella sino determinación y arrojo, ya no hay ecos del
pasado sino el sonido neto y tenso del presente, ya no hay sugerencia sino
apelación directa: una apelación directa (y he aquí el quid de la cuestión) cuya apoyatura formal es, básicamente, el uso
constante de la consonancia. Y bien, cuando la consonancia lo es todo no puede
haber términos medios. He dejado al desnudo, entonces, y porque se yergue mucho
más bellamente así que en la versión metrificada (que sí he desechado), el
vigoroso esqueleto “filosófico” de Amor y
muerte: no puedo prescindir de esta estremecedora regresión hacia la muerte, ya convertida en
amante y único y cruel consuelo. En las otras piezas de la última época (El pensamiento dominante, Sobre un bajorrelieve…), por el contrario,
me he arriesgado en la difícil faena de hacer coincidir las articulaciones de
la sintaxis –y tal era el propósito del poeta- con los movimientos y pausas que
genera el escandido rítmico puesto en acción casi exclusivamente por el poder
de la rima. En síntesis, mi objetivo ha sido dar no un calco sino una imagen de
Leopardi.
“Nota introductoria”
de Ricardo H. Herrera en Leopardi,
Giacomo, El Infinito y otros cantos.
Versión de Ricardo H. Herrera (edición bilingüe). Buenos Aires: Grupo Editor
Latinoamericano, 1990.
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