Una traducción -cuando buena- es a su
original lo que un cuadro copiado de la naturaleza animada, en que el pintor,
por medio del artificio de las tintas de su paleta, procura darle el colorido
de la vida, ya que no le es posible imprimirle su movimiento. Cuando es mala,
equivale a trocar en asador una espada de Toledo, según la expresión fabulista,
aunque se le ponga empuñadura de oro.
Las obras maestras de los grandes escritores -y sobre todo, las poéticas- deben traducirse al pie de la letra para que sean al menos un reflejo (directo) del original, y no una bella infiel, como se ha dicho de algunas versiones bellamente ataviadas, que las disfrazan. Son textos Bíblicos, que han entrado en la circulación universal como la buena moneda, con su cuño y con su ley, y constituyen, por su forma y por su fondo, elementos esenciales incorporados al intelecto y la conciencia humana. Por eso decía Chateaubriand, a propósito de su traducción en prosa de Paraíso Perdido de Milton, que las mejores traducciones de los textos consagrados son las interlineales.
Pretender mejorar una obra maestra, vaciada de un golpe en su molde típico, y ya fijada en el bronce eterno de la inmortalidad; ampliar con frases o palabras parásitas un texto consagrado y encerrado con precisión en sus líneas fundamentales; compendiarlo por demás hasta no presentar sino su esqueleto; arrastrarse servilmente tras sus huellas, sin reproducir su movimiento rítmico; lo mismo que reflejarlo con palidez o no interpretarlo razonablemente según la índole de la lengua a la que se vierte, es falsificarlo o mutilarlo, sin proyectar siquiera su sombra.
Cuando se trata de transportar a otra lengua uno de esos textos que el mundo sabe de memoria, es necesario hacerlo con pulso, moviendo la pluma al compás de la música que lo inspiró. El traductor no es sino el ejecutante, que interpreta en su instrumento limitado las creaciones armónicas de los grandes maestros. Puede poner algo de lo suyo en la pauta que dirige su mano y al pensamiento que gobierna su inteligencia.
Las obras maestras de los grandes escritores -y sobre todo, las poéticas- deben traducirse al pie de la letra para que sean al menos un reflejo (directo) del original, y no una bella infiel, como se ha dicho de algunas versiones bellamente ataviadas, que las disfrazan. Son textos Bíblicos, que han entrado en la circulación universal como la buena moneda, con su cuño y con su ley, y constituyen, por su forma y por su fondo, elementos esenciales incorporados al intelecto y la conciencia humana. Por eso decía Chateaubriand, a propósito de su traducción en prosa de Paraíso Perdido de Milton, que las mejores traducciones de los textos consagrados son las interlineales.
Pretender mejorar una obra maestra, vaciada de un golpe en su molde típico, y ya fijada en el bronce eterno de la inmortalidad; ampliar con frases o palabras parásitas un texto consagrado y encerrado con precisión en sus líneas fundamentales; compendiarlo por demás hasta no presentar sino su esqueleto; arrastrarse servilmente tras sus huellas, sin reproducir su movimiento rítmico; lo mismo que reflejarlo con palidez o no interpretarlo razonablemente según la índole de la lengua a la que se vierte, es falsificarlo o mutilarlo, sin proyectar siquiera su sombra.
Cuando se trata de transportar a otra lengua uno de esos textos que el mundo sabe de memoria, es necesario hacerlo con pulso, moviendo la pluma al compás de la música que lo inspiró. El traductor no es sino el ejecutante, que interpreta en su instrumento limitado las creaciones armónicas de los grandes maestros. Puede poner algo de lo suyo en la pauta que dirige su mano y al pensamiento que gobierna su inteligencia.
Son condiciones esenciales de toda
traducción fiel en verso -por lo que respecta al proceder mecánico- tomar por
base de la estructura el corte de la estrofa en que la obra está tallada;
ceñirse a la misma cantidad de versos, y encerrar dentro de sus líneas precisas
las imágenes con todo su relieve, con claridad las ideas, y con toda su gracia
prístina los conceptos; adoptar un metro idéntico o análogo por el número y
acentuación, como cuando el instrumento acompaña la voz humana en su medida, y
no omitir la inclusión de todas las palabras esenciales que imprimen su sello
al texto, y que son, en los idiomas, lo que los equivalentes en química y
geometría. En cuanto a la ordenación literaria, debe darse a los vuelos
iniciales de la imaginación toda su amplitud o limitarlos correctamente con la
ordenación originaria; imprimir a los giros de la frase un movimiento propio, y
al estilo su espontánea simplicidad o la cualidad característica que lo
distinga; y cuando se complemente con algún adjetivo o explanación la frase,
hacerlo dentro de los límites de la idea matriz. Por último, tomando en cuenta
el ideal, el traductor, en su calidad de intérprete, debe penetrarse de su
espíritu, como el artista que, al modelar en arcilla una estatua, procura darle
no sólo su forma externa, sino también la expresión reveladora de la vida
interna.
Sólo por este método riguroso de
reproducción y de interpretación -mecánico a la vez que estético y
psicológico-, puede acercarse en lo humanamente posible una traducción a la
fuente primitiva de que brotara la inspiración madre, del autor, en sus
diversas y variadas fases.
Tratándose de la Divina Comedia, la
tarea es más ardua. Esta epopeya, la más sublime de la era cristiana, fue
pensada y escrita en un dialecto tosco, que brotaba como un manantial turbio de
raudal cristalino del latín, a la par del francés y del castellano y de las
demás lenguas románticas, que después se han convertido en ríos. El poeta, al
concebir su plan, modeló a la vez la materia prima en que lo fijara perdurablemente.
Esto, que constituye una de sus originalidades y hace el encanto de su lectura
en el original, es una de las mayores dificultades con que tropieza el
traductor. Las lenguas hermanas de la lengua de Dante, muy semejantes en su
fuente originaria, se han modificado y pulido de tal manera, que traducir hoy a
ellas La Divina Comedia es lo mismo que vestir un bronce antiguo con ropaje
moderno; es como borrar de un cuadro de Rembrandt los toques fuertes que
contrastan las luces y las sombras, o en una estatua de Miguel Ángel limar los
golpes enérgicos del cincel que la acentúan. Todo, lo que pueda ganar en
corrección convencional, lo pierde en fuerza, en frescura y colorido. Si el
lenguaje de La Divina Comedia ha envejecido, ha sido regenerándose, pues su letra
y su espíritu se han rejuvenecido por la rica savia de su poesía y de su
filosofía.
El problema a resolver, según estos
principios elementales, y tratándose de La Divina Comedia, considerada desde el
punto de vista lingüístico y literario, es una traducción fiel y una
interpretación racional, matemática a la vez que poética, que, sin alterar su
carácter típico, la acerque en lo posible del original al vertirla con un
ropaje análogo, si no idéntico, y que refleje, aunque sea pálidamente, sus
luces y sus sombras, discretamente ponderadas dentro de otro cuadro de tonos
igualmente armónicos, representados por la selección de las palabras que son
las tintas en la paleta de los idiomas que, según se mezclen distintos colores.
El sabio Littré -que a pesar de ser sabio, o por lo mismo, era también poeta-, dándose cuenta de este arduo problema, se propuso traducir La Divina Comedia en el lenguaje contemporáneo del Dante, tal como si un poeta de la lengua del oil, hermana de la lengua del oc, la hubiese concebido en ella o traducido en su tiempo con modismos análogos. Esta es la única traducción del Dante que se acerque al original, por, cuanto el idioma en que está hecha, lo mismo que el dialecto florentino, aun no emancipado del todo del latín ni muy divergentes entre sí, se asemejaban más el uno al otro y dentro de sus elementos constitutivos podían y pueden amalgamarse mejor.
El sabio Littré -que a pesar de ser sabio, o por lo mismo, era también poeta-, dándose cuenta de este arduo problema, se propuso traducir La Divina Comedia en el lenguaje contemporáneo del Dante, tal como si un poeta de la lengua del oil, hermana de la lengua del oc, la hubiese concebido en ella o traducido en su tiempo con modismos análogos. Esta es la única traducción del Dante que se acerque al original, por, cuanto el idioma en que está hecha, lo mismo que el dialecto florentino, aun no emancipado del todo del latín ni muy divergentes entre sí, se asemejaban más el uno al otro y dentro de sus elementos constitutivos podían y pueden amalgamarse mejor.
Según este método de interpretación
retrospectiva, me ha parecido que una versión castellana calcada sobre el habla
de los poetas castellanos del siglo XV -para tomar un término medio
correlativo-, como Juan de Mena, Manrique o el marqués de Santillana, cuando la
lengua romance, libre de sus primeras ataduras, empezó a fijarse, marcando la
transición entre el período ante-clásico y el clásico de la literatura
española, sería quizá la mejor traducción que pudiera hacerse, por su
estructura y su fisonomía idiomática, acercándose más al tipo del original. Es
una obra que probablemente se hará, porque el castellano, por su fonética y su
prosodia, tiene mucha más analogía que el viejo francés con el italiano antiguo
y moderno, y puede reproducir en su compás la melopea dantesca, con sus sonidos
llenos y su combinación métrica de sílabas hasta cierto punto largas y breves,
como en el latín de que ambos derivan.
Aplicando estas reglas a la práctica,
he procurado ajustarme al original, estrofa por estrofa y verso por verso, como
la vela se ciñe al viento, en cuanto da; y reproduciendo sus formas y sus
giros, sin omitir las palabras que dominan el conjunto de cada parte, cuidando
de conservar al estilo su espontánea sencillez, a la par de su nota tónica y su
carácter propio. A fin de acercar en cierto modo la copia interpretativa del
modelo, le he dado parcialmente un ligero tinte arcaico, de manera que, sin
retrotraer su lengua a los tiempos ante-clásicos del castellano, no resulte de
una afectación pedantesca y bastarda, ni por demás pulimentado su fraseo según
el clasicismo actual, que lo desfiguraría. La introducción de algunos términos
y modismos anticuados, que se armonizan con el tono de la composición original,
tiene simplemente por objeto darle cierto aspecto nativo, producir al menos la
ilusión en perspectiva, como en un retrato se busca la semejanza en las líneas
generatrices acentuadas por sus accidentes.
Tal es la teoría que me ha guiado en
esta traducción.
El Dante ha sido, por más de cuarenta
años, uno de mis libros de cabecera, con la idea desde muy temprano de
traducirlo; pero sin poner mano a la obra, por considerarlo intraducible en
toda su intención, bien que creyese haberme impregnado de su espíritu. Pensaba
que las obras clásicas de este género, que hacen época y que nutren el
intelecto humano, debieran asimilarse a todas las lenguas, como variando su
cultivo se aclimatan las plantas útiles o bellas en todas las latitudes del
globo. La Divina Comedia es uno de esos libros que no pueden faltar en ninguna
lengua del mundo cristiano, y muy especialmente en la castellana, que hablan
setenta millones de seres, y que, a la par de la inglesa -como que se dilatan
en vastos territorios-, será una de las que prevalezcan en ambos continentes.
Esto, que explica la elección de la tarea, no la justificaría, empero, si
existiese en castellano alguna traducción que reflejase siquiera débilmente las
inspiraciones del gran poeta, pues entonces sería inútil, cuando no
perjudicial.
Cuando por primera vez me ensayé por vía de solaz en la traducción de algunos cantos del Infierno del Dante, con el objeto de pagar una deuda de honor a la Academia de los Arcades de Roma, no conocía sino de mala fama la versión en verso castellano del general Pezuela, más conocido con el glorioso título del conde Cheste. Después, vino por acaso a mis manos este libro. Su lectura me alentó a completar mi trabajo, con el objeto de propender, en la medida de mis fuerzas, a la labor de una traducción que verdaderamente falta en castellano.
Cuando por primera vez me ensayé por vía de solaz en la traducción de algunos cantos del Infierno del Dante, con el objeto de pagar una deuda de honor a la Academia de los Arcades de Roma, no conocía sino de mala fama la versión en verso castellano del general Pezuela, más conocido con el glorioso título del conde Cheste. Después, vino por acaso a mis manos este libro. Su lectura me alentó a completar mi trabajo, con el objeto de propender, en la medida de mis fuerzas, a la labor de una traducción que verdaderamente falta en castellano.
La del general Pezuela, elogiada por
sus amigos, ha sido justamente criticada en la misma España, por inarmónica
como obra métrica, enrevesada por su fraseo y bastarda por su lenguaje. Sin ser
absolutamente infiel, es una versión contrahecha, cuándo no remendona, cuya
lectura es ingrata y, ofende con frecuencia el buen gusto y el buen sentido. Es
como la escoria de un oro puro primorosamente cincelado, que se ha derretido en
un crisol grosero. Esto justifica por lo menos la tentativa de una nueva
traducción en verso. La mía puede ser tan mala o peor que la de Pezuela; pero
es otra cosa, según otro plan y con otro objetivo. Si se comparan ambas traducciones,
se verá qué, a pesar de la analogía de las dos lenguas, difiere tanto una de la
otra, que sólo por acaso coinciden aún en las palabras. Diríase que los
traductores han tenido a la vista diversos modelos. Quizá dependiera esto del
punto de vista o del temperamento literario de cada uno.
El único poeta español moderno que
pudiera haber emprendido con éxito la traducción del Dante, es Núñez de Arce.
En su poema La selva oscura ha mostrado hallarse penetrado de su genio poético,
pero tan sólo se ha limitado a imitarlo fantásticamente. Es lástima; pues queda
siempre este vacío en la literatura castellana, que la traducción de Pezuela no
ha llenado.
He aquí los motivos que me han
impulsado a llevar a término esta tarea, emprendida por vía de solaz y continuada
con un propósito serio. Una vez puesto a ella, pensé que no sería completa si
no la acompañaba con un comentario que ilustrase su teoría y explicara la
versión ejecutada con arreglo a ella. Tal es, el origen de las anotaciones
complementarias, todas ellas motivadas por la traducción misma, dentro de su
plan, que pueden clasificarse en tres géneros: 1º Notas justificativas de la
traducción, en puntos literarios que pudieran ser materia de duda o
controversia. 2º Notas filológicas y gramaticales con relación la traducción
misma. 3º Notas ilustrativas respecto de la interpretación del texto adoptado
en la traducción. -No entro en citas históricas sino cuando la interpretación
del texto lo exige, ni repito lo que otros han dicho ya-. Si alguna vez me
pongo en contradicción con las lecciones de los comentadores italianos del
Dante, que con tanta penetración han ilustrado el texto en muchas partes
oscuras de La Divina Comedia, es tributando el homenaje a su paciente labor
debido, pues con frecuencia me han alumbrado en medio de las tinieblas
dantescas que los siglos han ido aclarando o condensando.
Apenas habían transcurrido veinte años después de publicada la primera edición del Dante (ed. de 1342), y ya el texto dantesco era casi ininteligible aun para los mismos florentinos (en 1373). Fué entonces necesario que el gobierno municipal de la República de Florencia encomendase al Boccacio la tarea de explicarlo, y éste fue el primer comentario de La Divina Comedia. Han transcurrido más de quinientos años, y los comentarios continúan. No pasa día sin que se descubran cosas nuevas en el "Insondable poema", como ha sido llamado; se susciten nuevas dudas acerca de su sentido místico, histórico o moral, o se corrijan con nuevos documentos las erradas interpretaciones de sus comentadores. No es de extrañar, pues, la variedad de lecciones contradictorias. Por mi parte al separarme algunas veces de los comentadores italianos más acreditados he cuidado de dar las razones de mi interpretación en las notas complementarias, que siendo un modesto contingente para el comento del texto original, pueden quizá ser de alguna utilidad como estudios para una correcta traducción del Dante en castellano, de que la mía no es sino un ensayo.
Apenas habían transcurrido veinte años después de publicada la primera edición del Dante (ed. de 1342), y ya el texto dantesco era casi ininteligible aun para los mismos florentinos (en 1373). Fué entonces necesario que el gobierno municipal de la República de Florencia encomendase al Boccacio la tarea de explicarlo, y éste fue el primer comentario de La Divina Comedia. Han transcurrido más de quinientos años, y los comentarios continúan. No pasa día sin que se descubran cosas nuevas en el "Insondable poema", como ha sido llamado; se susciten nuevas dudas acerca de su sentido místico, histórico o moral, o se corrijan con nuevos documentos las erradas interpretaciones de sus comentadores. No es de extrañar, pues, la variedad de lecciones contradictorias. Por mi parte al separarme algunas veces de los comentadores italianos más acreditados he cuidado de dar las razones de mi interpretación en las notas complementarias, que siendo un modesto contingente para el comento del texto original, pueden quizá ser de alguna utilidad como estudios para una correcta traducción del Dante en castellano, de que la mía no es sino un ensayo.
El objetivo que me he marcado es más
fácil de señalar que de alcanzar; pero pienso que él debe ser el punto de mira
de todo traductor concienzudo, así como de todos los extraños a la lengua
italiana, que se apliquen con amor a la lectura del Dante, repitiendo sus
palabras:
O degli altri poeti onore e lume,
Vagliami il lungo studio e il grande amore
Che m´ha fatto cercar lo tuo volume.
Vagliami il lungo studio e il grande amore
Che m´ha fatto cercar lo tuo volume.
Dante es el poeta de los poetas y el
inspirador de los sabios y de los pensadores modernos, a la vez que el pasto
moral de la conciencia humana en sus ideales. Carlyle ha dicho que La Divina
Comedia es, en el fondo, el más sincero de todos los poemas, que, salido
profundamente del corazón y de la conciencia del autor, ha penetrado al través
de muchas generaciones en nuestros corazones y nuestras conciencias. Humboldt
lo reconoce como al creador sublime de un mundo nuevo, que ha mostrado una
inteligencia profunda de la vida de la tierra, y que la extremada concisión de
su estilo aumenta la profundidad y la gravedad de la impresión. Su espíritu
flota en el aire vital y lo respiran hasta los que no lo han leído.
Mitre, Bartolomé, “Prefacio a
la segunda edición” de La Divina Comedia de Dante Alighieri, traducida
por Bartolomé Mitre. Buenos Aires, Editorial Losada, 1940 2º ed.
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