Imaginemos, en una biblioteca
oriental, una lámina pintada hace muchos siglos. Acaso es árabe y nos dicen que
en ella están figuradas todas las fábulas de las Mil y una noches; acaso es china y sabemos que ilustra una novela
con centenares o millares de personajes. En el tumulto de sus formas, alguna –un
árbol que semeja un cono invertido, unas mezquitas de color bermejo sobre un
muro de hierro- nos llama la atención y de esa pasamos a otras. Declina el día,
se fatiga la luz y, a medida que nos internamos en el grabado, comprendemos que
no hay cosa en la tierra que no esté ahí. Lo que fue, lo que es y lo que será,
la historia del pasado y la del futuro, las cosas que he tenido y las que
tendré, todo ello nos espera en algún lugar de ese laberinto tranquilo… He
fantaseado una obra mágica, una lámina que también fuera un microcosmo; el
poema de Dante es esa lámina de ámbito universal. Creo, sin embargo, que si
pudiéramos leerlo con inocencia (pero esa felicidad nos está vedada), lo
universal no sería lo primero que notaríamos y mucho menos lo sublime o
grandioso. Mucho antes notaríamos, creo, otros caracteres menos abrumadores y
harto más deleitables; en primer término, quizá, el que destacan los dantistas
ingleses: la variada y afortunada invención de rasgos precisos. A Dante no le
basta decir que, abrazados un hombre y una serpiente, el hombre se transforma
en serpiente y una serpiente, el hombre se transforma en serpiente y la
serpiente en hombre; compara esa mutua metamorfosis con el fuego que devora un
papel, precedido por una franja rojiza, en la que muere el blanco y que todavía
no es negra (Infierno, XXV, 64). No
le basta decir que, en la oscuridad del séptimo círculo, los condenados
entrecierran los ojos para mirarlo; los compara con hombres que se miran bajo
una luna incierta o con el viejo sastre que enhebra la aguja (Infierno, XV, 19). No le basta decir que
en el fondo del universo el agua se ha helado; añade que parece vidrio, no agua
(Infierno, XXXII, 24)… En tales
comparaciones pensó Macaulay cuando declaró, contra Cary, que la «vaga
sublimidad» y las «magníficas generalidades» de Milton lo movían menos que los
pormenores dantescos. Ruskin, después (Modern
painters, IV, XIV), condenó las brumas de Milton y aprobó la severa
topografía con que Dante levantó su plano infernal. A todos es notorio que los
poetas proceden por hipérboles: para Petrarca, o para Góngora, todo cabello de
mujer es oro y toda agua es cristal; ese mecánico y grosero alfabeto de
símbolos desvirtúa el rigor de las palabras y parece fundado en la indiferencia
de la observación imperfecta. Dante se prohíbe ese error; en su libro no hay
palabra injustificada.
La precisión que acabo de
indicar no es un artificio retórico; es afirmación de la probidad, de la
plenitud, con que cada incidente del poema ha sido imaginado. Lo mismo cabe
declarar de los rasgos de índole psicológica, tan admirables y a la vez tan modestos.
De tales rasgos está como entretejido el poema…
Borges, Jorge
Luis, Nueve ensayos dantescos.
Madrid: Espasa-Calpe, 1982.
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