«Era
Eufemio Morales, el dueño de aquella precaria sementera.
La
llama de alguna preocupación animaba su rostro enjuto, su mirada brillante y
enérgica. En su mano derecha se advertía un rústico arreador de campo con cuyo
cabo golpeaba nerviosamente la caña de su bota.
De
pronto, se adelantó parsimoniosamente hacia donde caía la paja desmenuzada que
arrojaba el tubo emparvador, recogió un puñado de ella, lo examinó con detención,
hizo un gesto de desagrado y dirigiéndose al empresario de la trilla que a la
sazón descansaba recostado sobre unas bolsas vacías le increpó con visible mal
humor:
–Vea,
don Bachica, que m’está triyando muy fiero… ya van tres ocasiones que se lo
alvierto… tuito el grano se entre la paja…. ¡Mire!
Y
mostró en la palma de la mano las brillantes semillas de lino que denunciaban
la deficiencia del trabajo.
El
aludido se incorporó pesadamente, miró al colono con fastidio y contestó
gritando casi, con voz aguardentosa, de marcado acento italiano:
–¡Que
tanto corovar!.... Ya l’he dicho que no le custa mi trabaco mi mando mudar in
siguida, mi mando….. ¡Demasiado sirvicio li hago triyandole esta porquiría que
no rinde un corno!.. ¡Per la Madona!...
Hablaba
accionando grotescamente una perturbadora embriaguez. Sus ojillos azules y
fulgurantes chispeaban en su faz congestionada y sudorosa.
–¡Cuidao
con bandiarse, amigo, no se vaya a refalar!.... yo le pago pa que me triye como
se debe ‘entiende? –contestó sentencioso y amenazante el paisano, cuyo rostro
había adquirido una palidez plomiza, denunciadora de la cólera que lo ahogaba.
–¡Nu
mi venga cun cumpadradas ¡Sacramento! –rugió el italiano poniéndose de pié en
actitud hostil.
Morales
enardecido por el desplante, revoleó en alto el arreador y habría azotado con
él al insolente, si no se hubieran interpuesto algunos peones para evitarlo.
–¡Gringo
maula!... De lástima no lo destripo ai no más, por desalmao y sinvergüenza –gruñó
el paisano en el paroxismo de la cólera, midiendo con la vista al
desconsiderado empresario que, trocando súbitamente su chocante altanería en la
más irrisoria sumisión, se había puesto, de un salto, a varios metros de
distancia de su irritado contenedor.
La
escena fue fugaz, como la luz de un relámpago. El bullicio del trabajo, ahogó
los últimos rezongos del colono que, recobrando su serenidad, volvió a
colocarse al amparo del sombró de la casilla, mientras el empresario se
entregaba, prudente y resignado, a subsanar la deficiencia de la máquina que
había provocado el reciente enojoso conflicto.»
Mario
César Gras, Los gauchos colonos. Novela
agraria argentina. Buenos Aires: Talleres Gráficos Argentinos de L. J.
Rosso, 1928.
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