«Nonna
Ines
Era
una viejecita adolescente, pequeña, enjuta, rostro afilado, risa fácil.
Graciosa y ocurrente en los relatos que refería en su atropellado dialecto
cremonés, apenas inteligible para los extraños a la mesa familiar.
Al
escucharla, cerrando los ojos, se tenía la sensación de que a una desenfadada
joven campesina; y si jugando, se la hacía girar en brazos, no pesaba más que
una colorida volanda de papel que hiciera círculos mirando el cielo. Todo,
acompañado por el sonajero de su risa.
He
visto fotos de ella sacadas en los viñedos, en tempo de vendimia, donde se
mostraba con plegada pollera aldeana, sujeta a su cintura; un largo delantal
rojo y un ramito de flores silvestres sobre el ala de su capelina de paja. Me
parecía la más joven y hermosa del grupo.
Su
vivienda era una típica casona románica, con gruesos muros y pequeñas ventanas
con arco, pero con las refacciones modernas en baño y cocina, que mandó hacer
su únia hija soltera. El amplio salón-comedor-lugar de estar, sólo se utilizaba
en verano o en días de reuniones
especiales. Tenía techos con travesaños de rústica madera, enorme mesa central,
un hogar secular e piedra, altos aparadores con puertitas de vidrio biselado, y
en un rincón, un antiguo aparato fuera de uso, que, manejado a mano, sirvió
para moler las olivas y extraerles el aceite.
Su
anecdotario era inagotable. Atesoraba narraciones referentes al pasado del
pueblo, a los sucesos acaecidos a cada uno de sus habitantes, a historias de
plantas, animales y cosas; y a cuentos de hechos parapsicológicos, porque ella
percibía que el cerebro humano es un universo inexplorado, pleno de energías
ignotas.»
Martina
Gusberti, Réquiem para la adolescencia. Buenos
Aires: Plus Ultra, 1989.
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