«Don
Cayetano Tucci, era un hombre relativamente joven, honrado y trabajador;
trabajador sin tacha ni renunciamientos.
Había
venido a América, como otros tantos, para “hacerse la América” De esto mediaban
solamente tres lustros y ya había conquistado un pequeño bienestar,
Empezó
con un retazo de campo, en la cercanías del pueblo; plantó árboles, crió
cerdos, vendió verdura y fue mejorando su predio y extendiendo sus actividades,
hasta adquirir el título, en cierto modo destacado, de chacarero.
Casó
aquí, con una mujer de más edad que él, hija de vascos, que a pesar de su
origen, no respondió a las perspectivas saludables de su raza. Se fue en vicio,
como esas plantas que tienen demasiado riego.
Don
Gaitano –como lo llamaba la gente del pueblo– hizo todo lo posible por
mejorarla con el injerto de su sangre vigorosa; pero todo fué inútil: la planta
no dio fruto; por el contrario, se iba marchitando día a día, hasta estar,
ahora, a punto de secarse.
Él
había ambicionado tener hijos; pero su savia no prolificó. La semilla no halló
tierra fértil. Y hubo de conformarse con remover la tierra, sin resultado.
En
casa de esta gente, entró a trabajar Paloma. Se dedicó de lleno a servirla, con
abnegación de madre dolorida, que ve a otra madre en igual trance. Su estado de
ánimo fué poco a poco mejorando y su salud también. Halló más confortable su
lecho y más pródiga y aseada la mesa que le brindaron. Pasó noches enteras
cuidando de la mujer de Gaitano, que ahora se respaldaba en ella, como ella se
había respaldado en el viejo cura. Entre las dos mujeres se estableció una
simpatía recíproca; al fin en las dos se había malogrado la ilusión materna.
Gaitano
halló en los cuidados de Paloma hacia su esposa, un gran alivio y una mayor
independencia, para ocuparse de sus obligaciones en la chacra. Casi le confió
la casa entera. Ella supo responder a esta confianza, sacrificándose por aquel
hogar, que le había habierto cristianamente sus puertas.
El
cura los visitaba con cierta frecuencia: iba allí llevando el consuelo piadoso
a la enferma y el aliento estimulante a Paloma. Creyó ver mejorar a aquella y
rehabilitarse a ésta; pero se equivocó, en parte: la esposa de Gaitano empeoró
de improviso y algunos meses más tarde, a pesar de ser atendida abnegada y
esforzadamente, murió con una larga y sostenida mirada para su compañero y una
dulce y afectuosa sonrisa para su cuidadora.
Desde
entonces Gaitano se hallaba en un trance difícil; conciliar la presencia de
Paloma en su casa, con su estado de viudez.
–¿Y
ahora que hago, Padre…?
El
cura rascándose la coronilla habría contestado, como hablando consigo mismo,
sin mirar a Gaitano.
–Y
ahora… cásate.
Los
ojos del chacarero se habían iluminado ante la perspectiva.
–Pero…
–No,
hombre; no hay “pero que valga. Cásate. Y cásate con Paloma, que te conviene.
Yo les daré la bendición.
Transcurrido
el año, se celebró la boda. El mandato del cura había sido inapelable y además:
el corazón de Gaitano le estaba “haciendo gancho” en la ocasión.
Paloma
entró al templo del brazo de aquel hombre bueno, dejándose guiar
insensiblemente, como un autómata. Halló iluminada a toda luz la iglesia y al
viejo sacerdote con su figura venerable de santo, entre aquellos otros santos.
Se arrodilló a sus plantas y le besó las manos. El la levantó de un brazo y
puso la mano flaca y pecosa de la joven, en la recia y callosa de Gaitano.
–Estáis
unidos, en el nombre de Dios.
Y
terminó la ceremonia. Es decir; no terminó: el novio besó la frente de su
compañera y notó que estaba templando, como un pájaro con frío. Era la nube de
un recuerdo, que como las alas de un murciélago, había rosado su frente.
Hubo
cuchicheos de viejas y miradas furtivas de jóvenes en los estrados de la iglesia,
y un revuelo de chicuelos que, a la puerta, reclamaban las consabidas
moneditas, a los desaforados gritos de “padrino pelado”.
Gaitano
pasó entre ellos, muy tieso, del brazo de su compañera y una vez dentro de la
única volanta del cortejo, les arrojó unos cobres. Los muchachos se tiraron sobre
ellos como pichones de avestruz hambrientos. Media hora después, Gaitano y su “señora”
se hallaban en la chacra. Y empezaron a caer los regalos más dispares: un
centro de mesa, un huevo de avestruz bordado, un pavo al horno y hasta una cola
de vaca para colgar el peine. Cosas del campo; cosas simples, pero tan dignas
de consideración como los dones que nos suele regalar el cielo.»
Elbio
Bernárdez Jacques, Donde comienzan los
pantanos. Buenos Aires, 1949.
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