«Dejé
Chiávari, la Riviera Italiana, y me trasladé a Milán para estudiar dibujo y
pintura en la Academia de Brera. Un pintor de Chiávari, llamado Rambaldi, me
había aconsejado esta Academia donde él había pasado seis años de tiranía. Era
realmente una tiranía, con profesores exigentes al máximo.
Lo
difícil era poder entrar, porque en Italia, la Academia es considerada estudio
superior, y tenían grandes exigencias para el ingreso. Éramos solamente seis
alumnos. Al principio estaba con un temor bárbaro ya que solamente había
concurrido cuatro meses en Buenos Aires, a la Academia de Bellas Artes que
entonces estaba en la calle Alsina. Allí había dibujado unos yesos y algunos
que otro objeto decorativo.
Cuando
me largué a Milán, con poco dinero, se me ocurrió buscar trabajo de publicidad.
Ya anteriormente había hecho algo para algunas agencias de Buenos Aires. Dibujé
también alhajas para la joyería Roig, que no sé si todavía existe.
Llego
a Milán una noche con el “nebbione” (así llaman en Milán a esas noches de otoño
adelantado), una neblina igual a la londinense. Milán está en el centro de la
llanura lombarda, estero húmedo lleno de neblina. Mi encuentro con la ciudad no
fue muy promisorio.
Tenía
la dirección de una señora que alquilaba habitaciones amuebladas en Via
Madonnina, cerca de la Academia de Brera. Me instalé allí. Recuerdo mi primera
cena. Café con leche y un quesito triangular suizo. Almuerzo: milanesa que por
lo transparentes parecían de vidrio. Cuando se tiene 20 años y ganas de
aprender a pintar no se encuentran inconvenientes.
Di
el examen de ingreso y, por suerte, pude entrar. Casualmente estaba en el aula
de decoración que dirigía el pintor Palanti, hermano del arquitecto que hizo el
pasaje Barolo, otro argentino nacido en Rosario, con el cual compartí una habitación
en otra casa. Este argentino luchaba desesperadamente por aprender pintura.
Pero creo que estaba equivocado. Realmente lo creía músico. Tocaba muy bien el
violín. Cuando llegué a Buenos Aires, terminados mis estudios, tuve la amarga
noticia de que se había ahorcado en la ciudad de Rosario.
Poco
tiempo después conocí a Fontana. Estudiaba con Adolfo Wilt, en Brera. Formamos
un pequeño clan de argentinos que después se diluyó. Seguí viendo a Fontana y
me uní al grupo de los “Chiaristi”, formado por Del Bon, Sassu, Adriano
Spilimbergo, Birolli y el escultor Giacomo Manzu.
Los
“Claristas” éramos los pintores que sacrificábamos el volumen por el color,
como rebelón a los del “novecento” que acentuaban los oscuros y el relieve.
Compartí
con Manzú un taller en Corso Magenta, a pocas cuadras donde se encuentra el
famoso Cenáculo de Leonardo. No dejaba de visitar, cuando iba a mi taller, una
iglesia afrescada por Bernardino Luini, pintor que me fascinó desde la
pinacoteca de Brera. Porque en Brera, en la planta baja está la Academia, y en
el primer y segundo piso, la deslumbrante pinacoteca con los fresco de Luini,
el Cristo en escorzo de mantegna, y
el Casamiento de la Virgen, de
Rafael, pintado a los 19 años. Era para mí irrefrenable el deseo, durante los
descanso del modelo, de escaparme a la pinacoteca. Allí se fue formando mi amor
por la gran pintura. Eran como de “entrecasa” Rafael, Filippo Lippi, Giorgione,
Luini, y más reciente Ranzoni, Cremona Lega, Hayes…
Pero
la juventud cree siempre haber inventado la pintura, y con el grupo de la
Galería de Milione en la cual hice mi primera muestra con Fontana que
justamente se abrió frente a Brera, hacíamos la rebelión contra la Academia. La
historia se repite. Siempre existen jóvenes rebeldes, es tan viejo como el
mundo. Con el tiempo nos damos cuenta de que la pintura hacía rato que había
sido inventada y que el arte no progresa; solo evoluciona.
Tengo
unas anécdotas más o menos graciosas. Contaré la de la caja de zapatos. Me
llevaba a mi taller, para calefaccionarlo, una caja de zapatos llena de carbón
de piedra que robaba en la Academia. Varias veces me vieron con la caja
perfectamente envuelta, pero un buen día me detiene el celador y me pregunta
qué llevaba allí. “Zapatos”, le dije, “me acabo de comprar zapatos”. Me hizo
desenvolver el paquete que estaba lleno de carbón. Avergonzado, en adelante
tuve que comprar el carbón si quería calentarme.
Cuando
fui a ofrecerme a una agencia de publicidad, llevé unas muestras, con la
esperanza de conseguir trabajo y poder pagarme los estudios. “Lei arriba come
il formaggio sulla pasta asciuta” (usted llega como el queso sobre los
tallarines)”. Acabo de pelearme con mi dibujante. Probaré con usted. Quedó
conforme. Tuve tanta suerte, y tanto trabajo que tenía que distribuir la tarea
con algunos compañeros. Y con esto pagué mis seis años de estudio. Luego
comenzaron las exposiciones de mis cuadros, conseguí vender algunos. El
panorama se me iba aclarando.
Por
la noche nos reuníamos en el café Grand Italia, en la Galería Vittorio Emanuele,
frente al teatro Alla Scala. Eran verdaderos cenáculos de pintores y escultores
donde no se hablaba de otra cosa sino de Arte. Se criticaba, pero había un
íntimo respeto por las obras de los mayores, cosa que ahora creo ya no existe
en ninguna parte. Estos son recuerdos que se me sobreimprimen en la mente, y
cada uno de ellos tiene un dejo de alegría o de amargura. Son los años donde
cada cosa, aunque sea pequeña, tiene una importancia extraordinaria.
Nos
fascinaban las muestras del grupo de De Chirico, Campigli, Morandi, Carra,
Sironi. Leíamos ávidamente las críticas de arte que hacía Carrá en el
Ambrosiano y Sironi en el “Popolo D’Italia”. Las críticas eran hechas
generalmente por pintores que robaban horas a su trabajo, para informar sobre
las muestras de la temporada. Los maestros eran para nosotros como seres
extraordinarios, aunque nuestro punto de vista fuere distinto.
Repetí
el primer año de dibujo. Fue muy doloroso. Un año de tiranía con un maestro
inflexible; me hacía borrar interminablemente hasta conseguir la perfección en
el dibujo. “Ricordati che questo ti farà bene (decía poniéndome la
mano en el hombro). Confieso
que lo odiaba. ¡Cuánto se lo agradecí con el correr del tiempo! Francamente
dudé si debía repetir el año de dibujo. Nueve meses de tiranía para dibujar dos
desnudos y dos yesos. Era realmente enloquecedor. Lo pensé bien. Hice de tripas
corazón, crucé de nuevo el gran patio toscano con la estatua de Canovas al
centro y me inscribí para el otro año. Rapetti falleció al poco tiempo; Carpi,
mi segundo maestro que aún vive, era más tolerante. Nos parecía tocar el cielo
con las manos. Nosotros poníamos en pose al modelo. Recuerdo que en una
ocasión, como no le satisfizo lo que yo había hecho, me pidió la paleta para
corregirme; al pobre le salió tal “bodrio” que se fue abochornado. A veces no
conviene hacer muestras de sabiduría ante los alumnos.
El
maestro Carpi siempre nos daba consejos. Uno de los que recuerdo era que la lucha
no era en la Academia, sino que empezaría cuando saliéramos a competir con los
colegas.
Mi
primer talle independiente se encontraba en Via Solferino, 11. En la misa casa
había tenido el estudio Tranquilo Cremona. Cinco pisos, una escalera de caracol
y luego la bohardilla junto a las chimeneas.
Tengo
un recuerdo triste de una romana compañera de la Academia. Un día de carnaval,
con veinte centímetros de nieve, delante de la estatua de Leonardo, frente a La
Scala, se desnudó y le dijo al bronce: “Leonardo, los pintores no pintan ahora
mujeres hermosas porque no saben, no porque les falte modelo, mírame a mí”. Un “vigile”
la cubrió con el capote y la llevó al manicomio. Se había vuelto loca. Recuerdo
que la fui a visitar varias veces. Volvió una vez más a Brera y luego no supe
más de ella. Había regresado a Bucarest.
Al
terminar la Academia, como hijo de italiano tenía que hacer el servicio
militar. El cónsul argentino me aconsejó ir a Lugano. Ya habíamos dejado el
departamento, y los trámites de la Embajada argentina demorarían mucho tiempo.
Se me ocurrió ir a Ponte Tresa, en la frontera suiza, y me puse a pintar un
paisaje de Suiza visto desde Italia. Luego, en un descuido de los aduaneros, crucé
el puente y pinté otro paisaje de Italia visto desde Suiza. En otro descuido,
tomé el tranvía y me fui a Lugano. De allí a Ginebra y de Ginebra a Marsella
donde me reuní con mis padres que se habían embarcado en Génova, en un barco francés.
A
bordo se realizó una rifa a beneficio de los marineros. Regalé un dibujo que
vio Jacqueline Ibels, nuestra recordada amiga que viajaba en el mismo barco.
Quiso conocerme, y al llegar me presentó a Héctor Basaldúa, pintor que recuerdo
siempre con gran cariño por ser el que organizó mi primera exposición en Amigos
del Arte, la cual despertó gran hilaridad en algunos sectores del público.
Buenos
Aires me atrapó con su encanto, y aquí, estoy luchando con alegría.»
Patio toscano de la Academia de Brera, en el centro, la estatua de Canova.
Aula de dibujo de la Academia de Brera; de pie, a la derecha, Raúl Soldi con algunos compañeros y el modelo vestido de romano.
Brera también, en el centro, el celador que descubrió la caja de zapatos conteniendo carbón.
Frente de Via Solferino II, en Milán, donde tuve mi primer taller. En la placa se lee: "Aquí vivió Tranquilo Cremona, il grande pittore."
En
Revista Lyra. Número homenaje a
Italia. Año XXXI, N° 225/27, Año 1973.
Imágenes de la Revista Lyra.
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