Inmigración y nacionalismo en El diario de Gabriel Quiroga de Manuel Gálvez[1]
Fernanda Elisa Bravo Herrera
Conicet
Instituto de Investigaciones Sociocríticas y
Comparadas
Universidad Nacional de Salta, Argentina
«En la hora presente, gobernar es argentinizar».
Manuel Gálvez, El
diario de Gabriel Quiroga
El primer Centenario y sus contradicciones.
En Argentina, durante el primer Centenario que evocaba la revolución de
Mayo de 1810, no obstante el optimismo con el que José Ingenieros, Joaquín V.
González, Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas, entre otros, exaltaron la
«excepcionalidad argentina», sin embargo, desde diversas posiciones, se
cuestionaron se reformularon muchos mitos y principios, que sustentaron el
proyecto político de la Generación del 80. Estas posiciones críticas resaltaban,
en medio del clima de fiesta, tanto incertidumbres coyunturales como nuevas
propuestas político-ideológicas. Lo que en última instancia se enfrentaban eran
las diferentes mitologizaciones que, retrospectivamente, ofrecían en el
imaginario colectivo una homogeneizadora «invención de nación» y los límites críticos
de la modernidad que sostenía una determinada configuración de estado.
Las retóricas y las visiones del mundo que se habían instaurado
hegemónicamente a fines del siglo XIX definiendo la construcción de la
nacionalidad argentina presuponían algunas conflictividades, contradicciones y
divergencias en relación con cuestiones que interesaban la definición de lo nacional
frente al cosmopolitismo, sobre todo a través de la inmigración masiva. Por
otra parte, ya desde fines del siglo XIX, especialmente en los años ochenta, el
espíritu crítico y revisionista, desde la historiografía, había problematizado la
nacionalidad, a partir de la evaluación de una realidad que se presentaba compleja,
proponiendo un «nacionalismo intelectual» que constituyó, sucesivamente, las
raíces del nacionalismo argentino. Con respecto al nacionalismo en la
Argentina, Shumway señaló en su estudio sobre las primeras «ficciones
orientadoras» de la Argentina comprendidas entre 1808 y 1880, y en su
proyección hasta el siglo XX, que, en general, «la forma del nacionalismo
argentino es amplia pero vaga, omnipresente pero indefinida» (Shumway N. 2005 [1991]: 314). Entre los
varios desafíos que se plantearon en los debates revisionistas y críticos de
ese período y que influyeron sucesivamente fue determinante el relacionado con el
valor significativo y fundacional de la Revolución de Mayo, en ese proceso de
definición de la nacionalidad a través de la construcción e invención, como
propone Hobsbawm, de tradiciones, prácticas, mitos y símbolos (Hobsbawm E. J. - Ranger T. 2002 [1983]). La interpretación historiográfica confirió
finalmente un valor determinante a Mayo como fecha fundacional de la
Independencia y la convalidó, así, como punto de partida de la formación de la
nacionalidad, aún cuando no hubiera existido una continuidad histórica
tendiente al afianzamiento institucional en esos cien años de «independencia»
política.
Por ello, la celebración del Centenario constituyó una nueva ocasión de balance
de ese proyecto político que «narraba», en sus mitos y símbolos colectivos, una
identidad nacional que, por diferentes factores, parecía nuevamente cuestionada
en sus fundamentos. Si, por una parte, como explica Fernando J. Devoto, en ese
Centenario «no se celebraba el pasado sino que el pasado era una excusa para
celebrar el presente» (Devoto F.
2010:13), esto, sin embargo, no era compartido por muchos argentinos que
no veían en el presente motivos de celebración ya que no se lograban resolver
completamente los conflictos sociales provocados no tan solo por la
modernización de la sociedad sino también por la desigualdad de condiciones en
el desarrollo económico.
Frente a la celebración, por lo tanto, no hubo una reacción igual de adhesión
por parte de todos los sectores, ya que los conflictos evidenciaban los
desniveles sociales y la débil cohesión nacional, cuestionando los mitos de la Generación
del 80 construidos sobre el «progreso», la inmigración civilizadora y el
«crisol de razas». No se trataba solo de la amenaza disolvente del anarquismo y
del socialismo, traídos por los inmigrantes españoles e italianos, sino también
de un cambio de las claves ideológicas que actuaban y operaban en la
construcción de la Argentina como estado moderno, es decir, en la invención de los
mitos alrededor de la nacionalidad fundados principalmente por Mitre y por
Sarmiento. Aunque las tensiones empañaron los entusiasmos por el Centenario, los
conflictos y las contradicciones entre la «república verdadera» y la «república
mítica» no significaron un real desplazamiento de las tradiciones laicas y
republicanas, sino, en gran medida, un replanteamiento de la «república
posible».
El «espíritu del Centenario», como es denominado por José Luis Romero,
reúne estas ambigüedades y contradicciones concentradas en esta fecha
simbólica. Si por un lado se renovaba el optimismo acerca el futuro de grandeza
del país, por el otro, no existía ni un consenso colectivo frente a la Historia
Nacional ni una completa certeza sobre su presente convulsionado por la
politización y la sindicalización de la protesta social organizada, pero sobre
todo por el temor a la desintegración a causa del fenómeno inmigratorio. En
este contexto, la reformulación y los desplazamientos ideológicos del
nacionalismo definieron otros posibles relatos fundadores de la identidad
colectiva, tendientes a superar las coyunturas, proponiéndose, en cualquier
caso, no obstante sus virajes, desde una continuidad histórica.
Las tres figuras más representativas de la emergencia del «nuevo»
nacionalismo o «primer nacionalismo argentino», llamado también nacionalismo
cultural o espiritualista, en el momento del Centenario, fueron Leopoldo
Lugones, Ricardo Rojas y Manuel Gálvez, todos ellos, según Viñas, «hidalgos del
interior», es decir, «hijos de familias ‘decentes’ del interior» (Altamirano C. – Sarlo, B. 1997 [1983]: 185). Estos escritores fueron, a su
vez, voceros de una «nueva generación» que, más específicamente, según Fernando
J. Devoto, constituyó, en la Argentina del siglo XX, la «primera generación
nacionalista» (Devoto F. J. 2006
[2002]: 49). Como señaló José Luis Romero, reunieron en sus textos los rasgos
que definieron el «espíritu del Centenario» (Romero
J. L. 1965), procurando la «afirmación polémica de los derechos
eminentes de la minoría tradicional a conservar su hegemonía» (Romero J. L. 1982: 149). El nacionalismo
cultural colaboró, además, en la emergencia y en la diferenciación del «campo
intelectual» (Altamirano C. – Sarlo, B. 1997 [1983]: 161),
favoreciendo también con ello la profesionalización literaria (Viñas D. 1996: 36). El espíritu del
Centenario no implicó, sin embargo, una homogeneidad ideológica absoluta aunque
el revisionismo histórico, para usar los términos de Leopoldo Lugones, significó,
en última instancia, una «restauración nacionalista» y una común preocupación
no solamente por un proyecto político y moral, sino también por la «fundación»
de una literatura nacional. Esto contribuyó en la definición del campo social
vinculado con la literatura profesionalizada, tal como Bourdieu comprende las
relaciones que se conforman en los microcosmos sociales (Bourdieu P. 2010 [1996]).
Las «opiniones sobre la vida argentina» de Manuel Gálvez en el Centenario.
Manuel Gálvez, definido por David Viñas como «el arquetipo del escritor de
las clases medias argentinas» (Viñas
D. 1996: 37), articuló en su producción los denominadores comunes de su generación,
encarnando, según Noé Jitrik «una consecuente militancia realista» (Jitrik N. 2009: 160), imbricada en la
tradición del arielismo propuesto por Enrique Rodó en el 1900. Devoto resalta
que lo más novedoso de Gálvez fue «la acumulación conjunta de muchos elementos
de esa reacción que se habían dado, aislada o fragmentariamente, en pensadores
conservadores anteriores» (Devoto F.
J. 2006 [2002]: 57).
Con El diario de Gabriel Quiroga,
publicado en el año del Centenario 1910, Gálvez enunció programáticamente el
nacionalismo cultural, revisando mitos y tradiciones y proponiéndolos en nuevas
reformulaciones. Por ello, El diario – no obstante haya pasado desapercibido apenas fuera publicado, como relata
el mismo Gálvez en sus memorias – es uno de los documentos más representativos y
emblemáticos del «espíritu del Centenario» y, a la vez, un texto exponente del
«nacionalismo espiritualista» (Gramuglio M.
T. 2002: 148). Por otra parte, El diario puede
leerse como una respuesta a diversos textos que planteaban, también en forma
polémica, la difícil cuestión de la identidad nacional, como Conflictos y Armonías de las Razas en
América de Sarmiento (publicado póstumamente en el 1883) que, sin lograr
alcanzar una síntesis planteaba «la preocupación por desentrañar la sustancia
de esa nueva realidad social que se estaba dando» (Onega G. S. 1982: 35).
En sus Recuerdos de la vida literaria,
Manuel Gálvez se refirió a El diario de
Gabriel Quiroga, su primer libro en prosa, como «un libro nacionalista y
agresivo, irónico y mordaz» (Gálvez M.
2002: 333) y confesó que «Aunque la prosa, por su estructura, peca de gálica,
puedo asegurar que es uno de mis libros mejor escritos. Hay en él páginas que
estimo en mucho…» (Gálvez M. 2002:
334). Más adelante, en sus memorias, Gálvez recogió algunas recensiones de su libro
que habían aparecido en los medios que resaltaban, como en La Prensa, la «sagacidad para descubrir ciertas debilidades de
carácter nacional» (Gálvez M. 2002:
335) y en los que se elogia al autor porque, como se lee en la revista Renacimiento, «ha reproducido un momento
difícil de la vida argentina y las vacilaciones espirituales de un alter ego, como él inteligente y sagaz
en la comprensión de males y en la aplicación de los remedios» en «un libro
sano, un libro noble, un esfuerzo de la fe patriótica y de alta moralidad
humana» (Gálvez M. 2002: 335). Si
bien en sus memorias literarias Manuel Gálvez se refiere a El diario en el capítulo «Hacia el mundo de los seres ficticios» en
la parte que corresponde a «Amigos y maestros de mi juventud», este libro
constituye la primera formulación sistemática y organizada de muchas de las
estructuras y de los nudos fundacionales sobre los que luego construyó su mundo
literario que, como él mismo declaró, debía organizarse según un preciso y
vasto plan que abarcase y conquistase toda la realidad argentina, en un intento
autoconsciente de llenar el «territorio vacío de la novelística nacional» (Gramuglio M. T. 2002: 147). La
evaluación del propio libro por parte de Gálvez se encuentra ya en la
presentación que hace el autor del mismo, como narrador exterior omnisciente y bajo
la máscara ficcional de su editor que se ocupa de la publicación del manuscrito del amigo, su alter ego y vocero ideológico, convalidando y autentificando ese mundo
ficcional en un pacto de veridicción. En la presentación, Gálvez reconoce, por
una parte, la modalidad irónica del diario
– definiéndola como el «esprit
filosófico» y como «la más alta expresión del diletantismo» (Gálvez M. 2001 [1910]: 71) – y, por otra, «la naturaleza pesimista de
este libro y su tono agresivo, irónico y sarcástico» (Gálvez M.
2001 [1910]: 75). En el prólogo «Dos palabras» – respuesta, en cierta medida, elíptica a las reflexiones de Carlos Octavio
Bunge en «Una palabra», prólogo de la primera edición de Nuestra América Ensayo de psicología social (1903) – Gálvez justifica la publicación del diario, en coincidencia con los festejos
por el primer Centenario de la Revolución de Mayo, justamente por las verdades
que propone, por su «nota discordante» (Gálvez
M. 2001 [1910]: 80) frente a «la adulación cosmopolita y la vanidad
casera» (Gálvez M. 2001 [1910]: 80).
Pese a la consciencia con que se emprende esta tarea de reordenamiento tanto
literaria como político y moral, el escepticismo es la actitud dominante en El diario de Gabriel Quiroga, resultado
del balance negativo que se realiza frente al momento decisivo en que se
encuentra el país, con una clara vinculación con el pensamiento pesimista de la
Generación del 98 española. El ideologema del decadentismo no constituye
entonces solamente una marca que define la postura literaria de Gálvez, sino
también una percepción más vasta de su presente, opreso bajo el signo del
materialismo y del utilitarismo de Calibán y del cosmopolitismo disolvente de
la inmigración. El contraste con el tono celebrativo de las «Odas a los ganados
y a las mieses» de Leopoldo Lugones, publicado en La Nación en 1910, es muy fuerte no solo por la impostación
optimista de Lugones, opuesta al pesimismo de Gálvez, sino fundamentalmente
porque en la grandilocuencia poética de las odas se exaltaba el mito de la
colonización avalorada por Alberdi que Gálvez, sin embargo, en su proyecto de
argentinización, desmonta e invierte tajantemente. En el proyecto político
expuesto en El diario, Gálvez
cuestiona el programa por el cual en la Argentina se buscó «tan sólo de
acrecentar nuestra riqueza y acelerar el progreso del país» (Gálvez M. 2001 [1910]: 85), es decir que
la crítica se dirige a la política de crecimiento económico, que se apoyó en la
inmigración y estuvo, por tanto, vinculada a la especulación agrícola y al mito
de la colonización de la «pampa gringa».
La orientación crítica en El diario es
vasta y compleja, pues comprende, por una parte, una revisión, desde el
arielismo matizado con la sensibilidad modernista finisecular, de la mentalidad
positivista y materialista, y, por otra, un replanteamiento de la organización
político-social de corte liberal con la voluntad de conjurar amenazas visibles
y concretas. Es decir que no se trata, entonces, de una mera evaluación de un
sistema económico, sino más bien de un balance amplio, de carácter ético, orientado
a re-pensar la dirección que estaba tomando la sociedad argentina y, con ella,
el valor de la identidad nacional y su posición en la historia. No obstante el europeísmo, la revisión de la
situación coyuntural del país – desde la perspectiva de Gálvez
«alterada» por la inmigración masiva, tendencialmente politizada por las ideas
provenientes del anarquismo y del socialismo español e italiano – determinó que creciera el sentimiento xenófobo y clasista, especialmente en
las minorías tradicionales. Al respecto, Rubione señala que la elite argentina,
con un desdén aristocrático y «como reacción conservadora ante la inmigración,
se replegó, desde fines del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX,
sobre el pasado pre-inmigratorio, en un esfuerzo por proteger su memoria y su
lengua de la lengua, más que de la memoria, de los recién llegados» (Rubione A. 2002: 273).
Esta actitud de repliegue, ante esta situación de «amenaza», exigió que la
perspectiva intelectual y política de esta generación se proyectara hacia el
pasado, idealizado y recortado al origen español, más específicamente castizo. La
hispanofilia conformó, entonces, una de las características más definitorias de
la Generación del Centenario, como una reacción frente al cosmopolitismo
liberal provocado por la inmigración y como decepción frente a la idea de
progreso. La búsqueda de la argentinidad, en esta colisión con la inmigración,
es decir, con la otredad, significó la voluntad de una «nueva» nacionalización,
en suma, «una nueva fundación del país articulada en la noción más cultural de
‘tradición’» (Alfieri T. 2006: 515).
La reivindicación de la «tradición» española,
radicada en la resistencia espiritual, se inscribe en textos
representativos de esta Generación como La
gloria de don Ramiro de Enrique Larreta (1908), en El diario de Gabriel Quiroga o
en el ensayo sucesivo de Gálvez, El solar
de la raza, publicado en el 1913. La representación de la nacionalidad se
construía entonces en la negación del cosmopolitismo y en la «continuidad
histórico-cultural entre la península y la América españolas» (Rubione A. 2002: 273). Esta continuidad,
en El diario, asume por otra parte,
una valencia necesaria en la constitución de la nacionalidad que se erige,
además, como defensa contra la disolución. El hispanismo es valorizado por
Gálvez como tradición todavía presente en el interior de la Argentina, reserva
y defensa, «regeneración moral y restauración del espíritu nacional […] caras
de un solo movimiento» (Altamirano
C. 1997 [1983]: 207). Nacionalizar, para Gálvez, significaba, entonces,
hispanizar; paradoja que señala la delimitación de la mitologización alrededor
de la identidad nacional desde el proyecto, en cierta medida por ello reaccionario,
del nacionalismo cultural de la Generación del Centenario.
En las provincias, para Gálvez, es viva aún «la tradición colonial» (Gálvez M. 2001 [1910]: 110), por lo que,
«conservadoras por idiosincrasia y necesidad, guardan, contra los avances del
cosmopolitismo odioso, las ideas, los sentimientos y la moral de nuestro
pasado» (Gálvez M. 2001 [1910]:
110), es decir, del hispanismo, «libres aún del desborde inmigratorio» (Gálvez M. 2001 [1910]: 122). Desde la
posición de Gálvez, la resistencia al cosmopolitismo de Buenos Aires, encarnada
en el localismo provinciano, es la defensa contra la desnacionalización
provocada por la inmigración y por el materialismo extranjerizante, que
desprecia los valores espirituales e intelectuales y las tradiciones de la
«patria vieja». La homogeneización propuesta por Gález, entonces, tendiente a
integrar a los extranjeros y a sostener el nacionalismo oficial del Estado no
parte de la capital, del «centro» político del país, sino del interior y
suponía no solamente un programa pedagógico que excedía la enseñanza formal
sino una fusión de razas y, tal como lo propondría, en 1913, en El solar de la raza, el olvido, la renuncia de todas las patrias que no son Argentina.
La valorización del interior, es decir, el apelo a la intrahistoria, es la
clave del «patriotismo» y la
defensa frente a la disolución que se
manifiesta desde Buenos Aires. Así, Gálvez invierte el postulado sarmientino de
oposición entre civilización y barbarie – antinomia presente desde el
inicio de la historia política y literaria del país (Lojo M. R. 1994) – encarnado en los contrastes
entre Buenos Aires y provincias, que había sustentado el ideario de la
Generación del 80 y definido el proyecto político de europeización de la
Argentina. Por ello, la máxima alberdiana de «gobernar es poblar» en El diario de Gabriel Quiroga se declina
bajo el principio del nacionalismo cultural, propio de la Generación crítica
del Centenario, proponiendo que «en la hora presente, gobernar es argentinizar»
(Gálvez M. 2001 [1910]: 117), clave
para revertir la desnacionalización provocada por una errónea europeización y una
equivocada campaña de civilización impulsada por Sarmiento y por Alberdi. En
esta línea, la crítica galveciana, desde una posición antiimperilista y
anticolonialista, se dirige al «internacionalismo», al «cientificismo
idólatra», a «la imbecilidad simiesca de nuestros anticlericales» (Gálvez M. 2001 [1910]: 117). En muchas
de las problemáticas alrededor de la identidad nacional que trata Gálvez en El diario anticipa, como «precursor», un filón
importante del ensayo argentino, representado sucesivamente por Ezequiel
Martínez Estrada, Eduardo Mallea, Leopoldo Marechal, Jorge Luis Borges, Arturo
Jauretche y Ernesto Sabato, entre otros. De esta manera, la indagación en la
realidad argentina se distancia de la tradición alberdiana en tanto ésta
constituía una negación de la realidad argentina e americana por su adhesión
ciega al modelo europeo y al pensamiento unitario. La legitimidad del Estado
construido por los principios políticos de Alberdi es desmontada en tanto es
interiorización de la colonia espiritual que implicaba un proceso negativo de
desnacionalización. El disenso al modelo ideológico alberdiano es radical y
completo, pues éste no solamente defiende la idiosincrasia americana que es
estigmatizada en ese pensamiento, sino que, refiriéndose a Alberdi, lo
descualifica en forma dura, completa y sin ambigüedades con las siguientes
palabras:
«Era un espíritu europeo y tenía toda la pedantería
y toda la ingenuidad del perfecto unitario. Pensador mediocre, carecía del
sentido de la realidad y de todo método empírico. Era un retórico; no sentía el
espíritu de la patria e incapaz de comprender el alma americana, la negaba. Su
literatura de pacotilla y su filosofía de editorial encontraron admiradores
que, para desgracia del país, pusieron en práctica sus imprudentes ideas»
(Gálvez M. 2001 [1910]: 130).
Gálvez no solo invierte el paradigma polarizado de la identidad argentina
propuesto por Sarmiento en su Facundo,
texto-metáfora de la realidad de Argentina (Arias
Saravia L. 2000), enfrentada entre la civilización y la barbarie;
también indica cómo a través de la errada interpretación sarmientina sea
posible revelar la nacionalidad. Al respecto, con ironía, afirma que «el mérito
mayor de Sarmiento deriva […] de haber puesto en evidencia lo argentino que
teníamos en nosotros» (Gálvez M.
2001 [1910]: 126) y que «fue el triunfo del unitarismo lo que ocasionó nuestra
barbarie» (Gálvez M. 2001 [1910]:
131). Cuando Ricardo Rojas publicó su Blasón
de Plata, en 1912, Gálvez identificó al indianismo, que desde la
perspectiva de Sarmiento correspondía a la barbarie, con la defensa de la
autonomía contra el exotismo (Rubione
A. 2002), proyectando así una línea de continuidad discursiva del nacionalismo
espiritualista o cultural.
Gálvez rechaza la hispanofobia y la xenofilia que habían caracterizado el
programa inmigratorio de Sarmiento, tal como lo había enunciado en Facundo, cuando auguraba «un millón de
europeos industriosos diseminados por toda la república, enseñándonos a
trabajar, explotando nuestras riquezas y enriqueciendo al país con sus
propiedades» (Sarmiento D. F. 1989
[1845]: 236-237). Esta reprobación al programa inmigratorio de Sarmiento,
presente en El diario, se dirige en La maestra normal, del 1914, a su modelo
pedagógico, coincidiendo en esta doble denuncia de los males de la Argentina
con la postura de Ignacio B. Anzoátegui, encuadrada desde el nacionalismo bajo
el signo del hispanismo y del revisionismo histórico[2].
La educación constituye, entonces, otro de los aspectos que Gálvez objeta en el
proyecto liberal de la Generación del 80, consciente de que, a través de la
educación, el Estado determina la producción y reproducción de las categorías
de percepción y de construcción de la realidad (Bourdieu
P. 1994).
La inmigración representa, en el pensamiento nacionalista de Gálvez,
desplegado en El diario, el mal que
aqueja a la Argentina, porque es causa del
triunfo del materialismo, de la superficialidad, de la ausencia del sentido
ético y del gusto estético. Esta concepción no fue exclusiva de Gálvez, ni
inicia con este ensayo, porque la percepción negativa de la inmigración y de la
corrupción social y moral que ésta conllevaba se encontraba ya presente en
otros textos anteriores, especialmente desde el naturalismo, como por ejemplo
en las novelas Sin rumbo (1885) y En la sangre (1887) de Eugenio
Cambacères (Rusich L. 1974).
Gálvez enseña, en una posición replegada y conservadora ante el aluvión
inmigratorio con su cosmopolitismo y su materialismo, que el camino de
(re)construcción nacional es la reclusión en un pasado libre de la inmigración
o en un presente, en un modo contrafáctico, en el cual es necesario que el extranjero
se argentinice. La resistencia opera en las oposiciones ideológicas de la
intrahistoria y en la inversión del principio sarmientino y del mito
inmigratorio visualizado como una epopeya. Sobre dicha resistencia, Rubione
sostiene que «en tal sentido, el nacionalismo cultural del Centenario es
negación que deviene positividad. Sin embargo, al ser negación está condenado a
la exégesis, al rescate de una epopeya negativa, es decir, a ser su contracara
fúnebre» (Rubione A 2002: 280).
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[1]
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“Circolo Amerindiano” Onlus. Perugia, 3-10 de mayo de 2012.
[2]
Ignacio B. Anzoátegui en Vidas de muertos (1934) denunciará,
entre las tres plagas traídas por Sarmiento a la Argentina, además de los
gorriones, a los italianos y al normalismo. Con respecto a los italianos,
Anzoátegui sostiene que «Sarmiento se trajo a los italianos porque él creía que
entendían de trigo, y en lugar de irse al campo y fundar colonias se prendieron
a las ciudades y fundaron quintas» (Anzoátegui
I. B. 2005 [1934]: 101). Más adelante insiste con la crítica, reforzando
el aspecto materialista y la inutilidad de la presencia de los italianos en la
Argentina, su falta de contribución en el progreso del país y el rechazo a una
integración, como la propuesta por Florencio Sánchez en La gringa (1904): «Los italianos mezclaron las orillas con la
ciudad; se arrimaron al compadraje y lo metieron adentro cuando menos lo
pensábamos. Nos ayudaron a levantar las cosechas, pero las máquinas hacen lo
mismo y no se cruzan con nuestra sangre. Ni siquiera nos trajeron su ciencia ni
su arte, porque tuvimos que cruzar el mar y traerlas nosotros, aunque detrás de
eso se vinieran las primas donnas y las cantantes que retardaron en veinte años
nuestra salida del romanticismo» (Anzoátegui
I. B. 2005 [1934]: 101).
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