Tiempos y espacios de formación de identidades colectivas en Cambacérès, Balbi, Aparicio e Iparraguire[1]
Fernanda Elisa Bravo Herrera
«Les discours n’est pas seulement ce qui traduit les
luttes, ou les systèmes de dominations, mais ce par quoi on lutte, ce pour quoi
on lutte, le pouvoir dont on cherche à s’emparer.»
Michel Foucault, L’ordre
du discours[2]
Premisas
Plantear la reflexión sobre los espacios y los tiempos
de formación de identidades colectivas en la literatura argentina
–especialmente en textos que problematizan el encuentro con las alteridades a
través del fenómeno de las migraciones– implica poner en el centro cuestiones
relacionadas con la articulación contradictoria y, a veces, ambivalente de
diferentes narrativas y «contranarrativas» de la «nación».
Este trabajo propone la lectura de cuatro novelas
argentinas, distantes por sus contextos histórico-culturales e ideológicos de producción,
que constituyen textos emergentes significativos en el sistema literario
argentino y se configuran, a su vez, como «documentos» de una semiosis social.
Este corpus, que comprende En la sangre (1887)
de Eugenio Cambacérès, Los nombres de la
tierra (1985) de Lermo Rafael Balbi, Trenes
del sur (1988) de Carlos Hugo Aparicio y La orfandad (2010) de Sylvia Iparraguirre, ofrece, atendiendo las
articulaciones narrativas y contranarrativas alrededor de la construcción de la
nacionalidad, un posible esbozo a la difícil cuestión de la identidad nacional,
declinada en sus complejidades, contradicciones y heterogeneidades. La
interpretación de los «proyectos de nación» –que determinan la configuración de
las identidades colectivas y adquieren por ello un valor utópico por su
proyección al futuro– se formula, en cada uno de los textos de este corpus, a
partir del reconocimiento de las diversas representaciones de «cronotopos» que
contribuyen a regular el imaginario colectivo y a interiorizar las complejas normas
identitarias. El corpus con el que se opera comprende, por ello, textos
representativos de diversas y opuestas realidades socio-históricos y culturales
de Argentina que van desde la interpretación hegemónica de la Generación del
’80 a las visiones del interior en la «pampa gringa» y en el norte andino, desde
la formación de la nacionalidad a la recuperación y revisión del pasado en el
año del Bicentenario. Estos textos plantean, entonces,
desde la diversidad y la heterogeneidad en diálogo con la unidad, diferentes
modalidades y perspectivas de comprensión de la cuestión nacional y de los
mecanismos de construcción de la misma, considerando especialmente los espacios
nacionales, las múltiples fronteras y los vínculos con los procesos migratorios
tal como éstos fueron «sentidos» o «percibidos» por determinados grupos (Fishburn E. 1981: 9).
La mirada que se propone con este corpus busca, por lo
tanto, resaltar la heterogeneidad en la «literatura nacional», al plantear diferentes
configuraciones identitarias de lo nacional con la incorporación de
producciones literarias de las provincias, voces silenciadas que no se leen
institucionalmente como parte de la «literatura argentina». Así, con este
corpus, se incluye en el sistema «nacional» no solamente lo central y
hegemónico que puede contribuir a una monológica construcción de la identidad
colectiva, sino también escrituras de las provincias, concebidas como un
«subsistema de la literatura argentina» (Palermo
Z. 1991: 15). Sobre la literatura de provincias, Zulma Palermo sostuvo en De historia, leyendas y ficciones que
«Escribir en provincias es buscar una brecha, una hendidura, una resquicio por
el que se rompa la oposición centro/periferia, una de las tantas categorías por
las que se instaura una tabla de valores que parcializa y recorta, que
sacraliza y separa, que manifiesta una axiomática del otro en relación de
pertenencia» (Palermo Z. 1991:
15). Por todo ello, la incorporación de estas escrituras de los intersticios y
de las hendiduras, en relación con la problemática de la configuración de los
espacios y de los tiempos de formación de identidades colectivas supone una
ruptura del axioma hegemónico de pertenencia construido desde una centralidad,
en la heterogeneidad de narrativas y «contranarrativas» alrededor de la
construcción de la nacionalidad argentina.
El
Estado como sujeto de poder y estrategia narrativa
La lectura de este corpus literario supone que las
identificaciones culturales y las exposiciones discursivas, como propone Homi
Bhabha (Bhabha O. 2010 [1990]),
determinan estrategias complejas que hacen que la nación sea sujeto y objeto de
narrativas literarias y sociales, «aparato de poder» y «estrategia narrativa»
legible en sus normas e instituciones, en los textos y en los mitos, en última instancia,
en ese complejo rumor que conforma el «discurso social» desde la teoría sociocrítica
(Angenot M. –Robin R. 1985).
Desde esta perspectiva de lectura, la interpretación
de los textos evidencia, además, el reconocimiento del ejercicio del poder, por
parte de lo que Baczko denomina el «Estado-Nación», a través de la apropiación
de símbolos que permiten el control de las condiciones y las relaciones
simbólicas de sentido que se construyen en el imaginario colectivo (Baczko B. 1991 [1984]). Ello implica
comprender, además, al Estado, tal como sostiene Bourdieu desde la sociología,
en la regulación de las prácticas sociales y en la imposición, a través de
normas coercitivas, de formas simbólicas de pensamiento y marcos sociales de
percepción, valorización y acción, comunes, monopólicos y visualizados como
legítimos y naturales. La lectura de estas novelas atiende, entonces, por una
parte, la interiorización y la formación de lo que Bourdieu llama «sentido
común», es decir, un trascendental histórico común, que se traduce en la acción
estructurante del Estado desde diversos referentes e instituciones (Bourdieu P. 1994). Por otra parte, la
lectura de estos textos diversos considera cómo la legitimidad del Estado y del
orden que éste propone discursivamente se asienta en su poder simbólico
postulado en representaciones, según un doble proceso de
sometimiento-cualificación. Ello comprende los modos de interpelación con los
cuales las ideologías someten y cualifican a los sujetos, indicando lo que
existe, lo que es bueno, lo que es posible y sus correspondientes contrarios (Therborn G. 1987 [1980]), siguiendo así procedimientos de exclusión,
tal como lo enuncia Foucault en El orden
del discurso (Foucault M. 1992
[1971]), o de inclusión que resuelven la heterogeneidad del cuerpo social según
un definido proyecto de homogeneización.
La literatura, en tanto constituye un complejo proceso
de producción que se articula necesariamente con los diferentes procesos
histórico-culturales, configura y mediatiza las contradicciones y los
conflictos sociales. Palermo, al respecto, sostiene que «un estudio de los
procesos de producción literaria es, al mismo tiempo, la puesta en práctica de
la lectura de las formas por las que las culturas se conciben a sí mismas no
sólo en sus modificaciones a través del tiempo, sino –y fundamentalmente- en la
coexistencia de distintos tipos textuales y de diferentes modos de configurar
el mundo aún en un mismo tiempo dentro de los espacios nacionales» (Palermo Z. 1998: 9).
Tiempos
y espacios de identidades
El tiempo constituye, en la historia y en el discurso,
una categoría narrativa fundamental que, en el primer caso, se vincula
directamente con la configuración del espacio, integrándose, tiempo y espacio
de la historia, en «un todo dotado de sentido y concreción» (Bachtin M. 1979: 231), de tal modo que,
a su vez, «los elementos de tiempo se revelan en el espacio, y el espacio es
entendido y medido a través del tiempo» (Bajtin
M. 1989 [1975]: 238). Por otra parte, el tiempo del discurso se imprime a su
vez del tiempo de la lectura, pues «el texto narrativo, como cualquier otro
texto, no posee sino la temporalidad, que recibe metonímicamente de la lectura»
(Genette G. 1972: 78). En los
textos –literarios y no– que «relatan» el fenómeno de la migración, las
inscripciones del tiempo y del espacio acompañan la narración del
desplazamiento y de las dinámicas identitarias, señalando los varios
itinerarios de la memoria, de la extrañeidad y de la extraterritorialidad (Aguiluz Ibargüen M. 2009).
Los diferentes espacios de producción –periférico no
metropolitano o central metropolitano– conforman, además, otra variable
determinante sea del constructo literario, sea del cronotopo que opera en la
formación de identidades colectivas, planteando además problemas
historiográficos que colaboran en la interpretación de formaciones
intelectuales y sociales. El problema del espacio de producción, con las varias
resemantizaciones a partir del concepto de heterogeneidad propuesto por Antonio
Cornejo Polar, implica, a su vez, enfrentar el desafío de la pluralidad y –como
sostuvo Ana Pizarro en relación con las problemáticas vinculadas con la
periodización literaria y el asedio desde la perspectiva historiográfica– «de
la superposición, de la heterogeneidad, también de la resistencia, de la
identificación, de la construcción de la palabra en otras condiciones (las que
hacen) a una literatura de estratos plurales y aparentemente desarticulados, de
tensiones, que no logran sus síntesis» (Pizarro
A. 1988: 276).
Atendiendo los tiempos y los espacios vinculados con
las instancias definitorias en el proceso de formación de identidades
colectivas en el corpus literario propuesto en esta ocasión, es posible
encontrar diferentes variables y configuraciones que acompañan las
interpelaciones ideológicas y proponen diversas representaciones de «nación» y
sus normas identitarias. Por su parte, este recorrido permite problematizar y
resemanatizar, en relación con esta problemática, el constructo de «región» que
«puede construirse como un espacio semiótico, como una interacción dialógica,
como una función de las prácticas sociales más que como un ‘escenario’ físico,
entendido como ‘paisaje’ que condiciona a sus ‘actores’» (Palermo Z. 1998: 12-13). De este modo,
la región es, «al mismo tiempo, un espacio subjetivo y ‘objetivado’ por
lecturas socioculturales e ideológicas relacionadas con los procesos históricos,
[…] un espacio de formación socio-histórica a la vez que se encuentra
discursivizado en prácticas textuales localizadas culturalmente» (Palermo Z. 1998: 13).
La
no-formación por el estigma
Cambacérès relata en su novela En la sangre, desde la
perspectiva de la clase dirigente porteña y siguiendo el modelo naturalista
procedente de Rougon-Macquart, el ascenso social de los inmigrantes arribistas,
a través de la historia de Genaro, cuyo nombre remite genéricamente, de lo
anónimo colectivo a lo individual, a la
avalancha de inmigrantes. La historia se encuentra signada por el determinismo,
propio de la novela naturalista de los Ochenta, de la ley de la herencia, del
medio ambiente y del momento, según los principios de las teorías de Taine.
La «génesis» de la historia de Genaro se encuentra en
la figura de Esteban, su padre, causa determinante de la herencia biológica. De
este modo, el tiempo que sostiene la historia marca momentos claves en los
cuales se evidencia, como «tesis», en esta novela de (no)formación, el proceso
de manifestación de la degeneración psíquica y fisiológica, el estigma de la
herencia. La «fundación» de la estirpe cancela, por otra parte, la posibilidad
de integración y de adaptación de los hijos de inmigrantes a causa del
determinismo que hace que los sujetos no solo sean grotescos sino incluso
odiosos por su brutalidad y sus corrupciones. Esto hace que se suspenda la
temporalidad, haciendo que los hijos sean iguales a los padres y que el tiempo
transcurrido entre una y otra generación, así como el principio de «ius solis», no contribuyan, en forma
inclusiva y positiva, en el proceso identitario. El tiempo, en cambio, sí se
despliega para (de)mostrar, en forma panfletaria, la alienación de una ciudad
invadida por las hordas de los conventillos que proliferaron (Torre L. 2008), «una muerte y un
nacimiento, la muerte programada de un mundo de valores, el de la vieja clase
aristocrática criolla, y el nacimiento de una sociedad burguesa y mercantil,
constituida de advenedizos sin escrúpulos, dispuestos a desplazar violentamente
a los que los han acogido generosa y confiadamente» (Cymerman C. 2007: 473). En
la sangre es, por ello, la historia de degradación no de un inmigrante o de
la inmigración, sino de los valores nacionales de orden burgués y de la
tradicional familia criolla de viejo cuño.
El tiempo y el espacio se despliegan en la narración
para confirmar la tesis del estigma social, la corrupción de la inmigración, evidenciando
cómo finalmente, no obstante el recorrido de Genaro por el colegio y la
universidad, el hijo de inmigrantes no logre aculturarse, «recuperarse
socialmente», porque es un monstruo como el padre, equiparándose a ambos en la
alteridad negativa, como elementos que deben marginarse de la sociedad. Cymerman
sostiene que «al final, el hijo, aunque enriquecido y aceptado por la sociedad
porteña, no vale más su progenitor. Sólo que, con su nuevo status de inmigrante
parvenu resulta mucho más temible y
peligroso» (Cymerman C. 2007:
477). La temporalidad avala,
entonces, la extrañeidad y el rechazo y permite la exposición narrativa de un
recorrido de no-formación por la culpabilidad de una raza. La integración
social no se concluye por la violencia del protagonista quien, al finalizar la
novela, al intimidar a su esposa Máxima -«andá nomás, hija de mi alma… no son
azotes […] te he de matar un día de estos, si te descuidás!» (Cambacérès E. 2007 [1887]: 154)- en
realidad, desde la predicción autorial, amenaza metafórica y elípticamente a
los valores criollos de la vieja sociedad argentina.
Los espacios que Genaro va recorriendo están
metonímicamente vinculados con clases sociales y con lugares de poder y
responden al deseo desvirtuado de progreso. El desplazamiento por estos
espacios sociales significa la lucha del «inmigrante» por el discurso y su
formación a través de la superación de las barreras, aunque resulte inútil la
formación escolar para Genaro, por su apatía y por su naturaleza despechada,
que se originan «en la sangre» según los principios de la herencia y por la
influencia del medio según las teorías del positivismo. Los cambios espaciales
van indicando el progresivo ascenso social, no moral, desde el conventillo, el
ámbito «originario» del inmigrante, hasta la casa de Máxima, representante de
la élite porteña, tras su fortuna y su nombre. De esta manera se evidencian las
oposiciones y los contrastes entre la masa inmigrante y la clase dirigente de
los Ochenta, desde la posición anti-inmigracionista, por ejemplo en la
inadecuación y en la extrañeidad del inmigrante en los espacios de cultura como
la universidad o el colegio en donde resaltan no solamente su ignorancia sino
también su condición de extranjero, ajeno a las tradiciones del país.
El tiempo transcurrido en el conventillo y en la
calle, durante la infancia, opera, por otra parte, como instancia definitoria
de formación, que sostiene socialmente una condición biologicista, pues ambos
espacios degradados –tal como la casa obrera en La Taberna de Émile Zola– marcan «con todos los secretos
refinamientos de una precoz y ya profunda corrupción» (Cambacérès E. 2007 [1887]: 54), «la vida andariega del
pilluelo, la existencia errante, sin freno ni control del muchacho callejero,
avezado, hecho desde chico a toda perversión baja y brutal del medio en que se
educa» (Cambacérès E. 2007 [1887]:
53). El espacio y el tiempo vividos en el conventillo engendran, desde la
teoría de Cambacérès, violencia, degradación y corrupción. El tiempo de la
infancia, con sus espacios dedicados al juego, es negativo pues justamente en
los juegos los niños imitan a los adultos, por lo que se acentúa la violencia y
la degradación moral en la inocencia corrompida y en la depravación del mundo
de adultos.
El determinismo de la herencia –indagado precedentemente
por Antonio Argerich en Inocentes o
culpables (1884)[3],
que había introducido «en forma total el ‘roman expérimental’ de Zola en la
literatura argentina» (Rusich L.
1974: 85)– se impone aún más negativamente en la novela de Cambacérès, ya que a
la herencia agrega como factores definitorios de degradación el medio en el que
crece Genaro y ni siquiera se propone indagar la cuestión como Argerich ya que
parte de una tesis que muestra en la narración de su novela. De este modo
razona el mismo protagonista, quien relativiza y relaja el sistema de valores,
por lo que «un acto, una acción cualquiera podía ser buena o mala, según el
provecho o el daño que de ella se sacara» (Cambacérès
E. 2007 [1887]: 83). El medio ambiente y el momento son, pues, determinantes en
la (de)formación tanto como lo es la herencia, y de tal modo Genaro «marchaba
con su siglo, vivía en tiempos en que el éxito primaba sobre todo, en que todo
lo legalizaba el resultado. Lo demás era zoncera, pamplinas, paparruchas el
bien por el bien mismo, el deber por el deber […] La cuestión, lo único
esencial y positivo, lo único práctico en la vida era saber guardar las formas,
manejarse uno de manera a quedar siempre a cubierto, garantido, a no dar a
conocer el juego ni exponerse» (Cambacérès
E. 2007 [1887]: 83).
El aprendizaje en el conventillo y en la calle,
devenidos «escuelas» de perversión, profundizan la fatalidad de la herencia e
inhiben todo lo que podría haber modificado positivamente el colegio o la
universidad. Por otra parte, la inclusión social y el ascenso moral e
intelectual de Genaro no se favorecen con la formación escolar por sus débiles
dotes intelectuales que lo limitan no obstante sus esfuerzos y su voluntad de
«recuperarse»:
«La acción
incesante y paulatina del tiempo, la verdad, la realidad palpada de día en día,
de hora en hora, lentamente habían ejercitado su ineludible influencia sobre el
ánimo de Genaro familiarizado más y más, avezado, hecho por fin a la idea de
eso que a sus ojos había alcanzado a tener la brutal elocuencia de los hechos:
su falta de aptitudes y de medios, la ausencia en él de toda fuerza
intelectual.
Y un desaliento,
una indiferencia profunda, completa, llegó a invadirlo, un sentimiento de fría
conformidad que más que la resignación del vencido, era la indolencia del
cínico.» (Cambacérès E. 2007
[1887]: 91)
La superación de diferentes «pruebas» y el traspaso
simbólico de los varios «umbrales» que, simbólicamente, representan un progreso
social no indican una performance positiva del sujeto –y, por tanto, de la
inmigración–, sino la cadencia metonímica con la cual la amenaza de corrupción
social se manifiesta y se cumple inexorablemente, desde la mirada de la élite
porteña en la Argentina de los Ochenta. En el primer examen escolar se exige a
Genaro un saber insignificante, irrisorio, en el que se valora la mecánica
memorización más que la inteligencia, en medio de desbordes populares, alaridos
salvajes, animalización de estudiantes. En el segundo examen, en cambio, Genaro
se encuentra intimidado porque el espacio está signado por la tradición,
simbolizada por el busto de Rivadavia, modelo para los hombres de la Generación
del Ochenta, por el mobiliario añejo y noble, por los retratos de los rectores.
Por otro lado, la inadecuación de Genaro se evidencia en el contraste entre su
superstición y la ciencia y el conocimiento que se valorizan en el colegio. Con
la «astucia felina» de su raza, Genaro hace trampas en un examen, robando la
bolilla, por lo que a su mediocridad se le suma la corrupción moral del
arribista.
No obstante el recorrido de Genaro por el colegio
nacional, con su proyecto de inclusión y de imposición de la nacionalidad
argentina, y pese a haber estado en contacto con los hijos de la patria, el
mayor defecto de Genaro es su antipatriotismo, revelándose así no solamente la
inferioridad intelectual y moral de aquel sino fundamentalmente el fracaso de
la formación escolar y del proyecto de nacionalización de las masas
inmigrantes, en definitiva, la tendencia de la sociedad hacia su autodestrucción al no haber sabido tutelarse
en los espacios y en los tiempos de formación de sus ciudadanos.
El
viaje y el relato como espacios y tiempos
La inexorabilidad marca el tiempo en Los nombres de la tierra, la novela del
santafesino Lermo Rafael Balbi[4],
no a través del esquema del naturalismo y desde el anti-emigracionismo como en
la novela de Cambacérès, sino como parte de una estructura mítica. Es, pues,
esta estructuración mítica la que define el viaje de los inmigrantes
piamonteses en la búsqueda de la tierra prometida, en el espacio físico de la
«pampa gringa» en la provincia de Santa Fe, según un tiempo «bíblico» que prima
en todo el relato construido colectivamente, por esa misma comunidad de
inmigrantes. El viaje, como «gesta», constituye, además de la instancia
definitoria de la identidad colectiva, el paradigma que simboliza, con una temporalidad
cíclica, religiosa y campesina, la existencia humana. Los nombres de la tierra es la primera novela de un ciclo,
conformado por Continuidad de la gracia
–publicada póstumamente en 1995 luego de varios años de trabajo de correcciones
y versiones de Balbi y gracias al trabajo de rearmado final de Mirtha Mascotti,
Enry Milessi y Marta Zóbboli (Zóbboli
M. – Mascotti M., 1997)– y por Querida Señora, que tenía que «cerrar»
el ciclo, pero que lamentablemente
quedó inconclusa por el fallecimiento del autor. El crítico santafesino Osvaldo
Raúl Valli, refiriéndose a la publicación de Continuidad de la gracia señala cómo la lectura de esta novela
tenga que hacerse atendiendo el ciclo, ese «proyecto de escritura vasto que
Lermo Balbi no llegó a cumplir en su totalidad. Un proyecto surgido (luego de
haber andado por distintos caminos creativos) de la madurada decisión de asumir
la búsqueda de sus raíces personales y comunitarias y de conformar una saga
narrativa que fuese no sólo la expresión de todas las vicisitudes
experimentadas por los piamonteses desde su llegada a tierra argentina sino
fundamentalmente el punto de síntesis en que arte y vida al fusionarse permiten
al creador encontrar el sentido último de su estar en el mundo» (Valli O. R. 1996: 1).
El tiempo histórico lineal opera mínimamente porque la
estructuración de la historia colectiva, por parte de la misma comunidad de
inmigrantes, se realiza en la circularidad de un tiempo mítico-religioso, en la
ambigüedad temporal de los relatos orales, en la inscripción de las tradiciones
campesinas y en la mostración de antiguos valores. De esta manera se conforma
la dimensión mítico simbólica de la comunidad y de la memoria, vertebrando el
discurso narrativo y entrelazando las varias historias de los diferentes
integrantes de la comunidad. El tiempo-espacio del viaje es como el del relato
y el de la memoria, o, como indica Valli en relación con los otros textos del
ciclo (1996), un espacio temporal hecho de planteos de la conciencia y de
«peripecias mentales». Tiempo y espacio se encuentran, entonces, fragmentados,
yuxtapuestos, encadenados, inciertos e inscriptos en una perspectiva «sagrada».
La visualización de ese mundo a través de la narración busca reconstruir la
gesta épica fundadora de la comunidad y la herencia que se puede manifestar
solamente a través de la palabra, del relato. El viaje, el tiempo y la
narración, encargados de mantener una identidad en la dialéctica entre memoria
y olvido, tienen una representación circular, que compromete a toda la
comunidad en su totalidad y confirman, en esa articulación, la continuidad y
las permanencias de la misma comunidad:
«Los días en
sucesión pudieron eclipsar el entendimiento de algunos: de los muy viejos y los
muy jóvenes, por ejemplo, que perdieron la cuenta de las semanas y hasta de los
meses. Así que, llegado el cumplimiento de un período, muy pocos sabían cuánto
tiempo había pasado desde la partida, desde el primer día, desde el impulso
inicial. La sucesión de los días servía para los montes que se poblaban de
hojas o las perdían, para las hierbas que daban flores y las bestias que
parían, es decir, para que la naturaleza cumpliera su ciclo. Y ellos, como
parte de ese ciclo fueron de allí en más sucesión de los días en el
cumplimiento de sus destinos y en la ensambladura sutil de su historia común.»
(Balbi L. R. 1985: 46)
El relato se conforma como un «archivo» de la memoria
colectiva, de una estirpe con sus peripecias de desarraigo y arraigos y, por
ello, funciona como instancia témporo-espacial de formación de identidades. El
discurso, que recoge los «nombres» de la tierra y sus protagonistas, se
presenta, entonces, como garante de la lucha contra la muerte, «en el deseo de
perpetuar una memoria que infaliblemente se borrará con el suceso de los días y
la carcoma de las épocas» (Balbi L.
R. 1985: 176), y la comunidad –como dice Foucault refiriéndose al lenguaje al
infinito en relación con Ulises– «debe cantar el canto de su identidad, contar
sus desdichas […] en aquel espacio vecino de la muerte pero erigido contra
ella» (Foucault M. 1996 [1994]:
143). La muerte, sin embargo, se presenta como la instancia permanente e
inexorable de desarraigo y de exilio, comparable al olvido, es decir, a la
pérdida de la identidad colectiva. La fugacidad de la vida se inscribe en la
concepción religiosa de la fatalidad de un destino que debe cumplirse y que
forma parte de un proyecto común. La narración deviene así refugio de una
memoria y condensación de una historia y, como tal, espacio discursivo de
formación de una identidad que refuerza la permanencia de una comunidad en una
tierra «ajena» -como podría nombrarse recordando El desierto tiene dueño (1958) del santafesino Gastón Gori, que,
sin embargo, en el ciclo de Balbi es definitivamente una tierra «propia», ganada,
merecida e, incluso, añorada en la distancia. Una tierra que, como se lee
también en los poemas de La tierra viva (Balbi L. R. 1972), es la que se
encuentra viva en la memoria individual y colectiva, la que permanece por sobre
la transitoriedad y la caducidad de los hombres, condenados, sin embargo, a ser
olvidados.
El espacio de la «pampa gringa», Corda, es el
escenario en el cual circula el discurso que da forma a la memoria de esa
comunidad de piamonteses en Argentina, que llevó adelante «una colonización que
difiere en muchos aspectos con respecto a las organizadas por Aarón Castellanos
y Guillermo Lehmann» (Balbi L. R.
1997: 7). Balbi, en «Inventario íntimo», especie de autobiografía, rescata su
origen campesino vinculado con la historia de las colonias en la zona «gringa»
de Santa Fe. En esta definición de su origen se encuentra sintetizado el núcleo
«poético» de su obra: «Todos mis antepasados inmediatos –sin excepción–, desde
su radicación en suelo argentino, fueron campesinos. La tierra, los ciclos del
tiempo, las cosechas, la labor agrícola, necesariamente, debieron ser los temas
fundamentales que se manejaron en el ambiente en donde transcurrió mi niñez» (Balbi L. R. 1997: 3). Este mundo es el
que Balbi evoca en su escritura, enriquecida con la investigación de
documentación histórica. La novela Los
nombres de la tierra, tal como cuenta Balbi en «Inventario íntimo»,
comienza a ser escrita después del cuento evocativo “Por última vez”. En esta
autobiografía mínima Balbi relata cómo inició a escribir la primera novela de
la saga, partiendo principalmente de un trabajo con la memoria e indagando en
el pasado de su comunidad:
«Comienzo
entonces a revisar mi pasado, adorar la infancia, a añorar la adolescencia, de
allí en más la avalancha de recuerdos me traen los mejores estímulos para
inspeccionar la época del campo como asimismo investigar los orígenes de la
familia, de los sucesos significativos en la evolución de la colonia rural
desde su fundación hasta los tiempos últimos. Nacen, tras esas indagaciones,
páginas sueltas de la primera novela, elaborada en cinco años de trabajo lento
y confuso, hasta que, como una lúcida revelación, se me ocurre un sistema de
vertebración de los capítulos sueltos escritos durante ese tiempo, el resultado
es “Los nombres de la tierra”, especie de épica”» (Balbi L. R. 1997: 7)
En esta novela, saga de la colonización piamontesa en
la zona de la «pampa gringa» santafesina, la memoria, hecha de olvido y de
muerte, constituye la posibilidad del re-conocimiento identitario en esas
«jornadas en sucesión», con sus «ciclos invariables» y «los prodigios de cada
uno [que] suelen ser no otra cosa que las generalidades de la especie humana» (Balbi L. R. 1985: 218). De esta manera,
la dimensión mítico-simbólica de la memoria en la escritura de Balbi, tal como
la define Valli (1991), comprende tanto la memoria personal e histórica como la
memoria prestada y ficcional:
«…en ese momento,
en el mismo vórtice del resplandor comencé a comprender yo que había allí algo
superior que provenía de la eternidad, lo cual, muchos años más tarde me
angustiaría por no precisar en mi madurez algún detalle que la hiciera patente
y significativa como en los tiempos de nuestra infancia. Ésa era mi raza que
comprendía entonces con la incontenible maravilla de la inocencia juvenil, que
comprendí después con la grande y alible nostalgia de la memoria adulta, Era yo
ese niño al pie de la torre dorada, entonces, y aún no eran tan distantes los
tiempos de las primeras siembras y de las primeras cosechas y sin embargo no
había otra forma de enmarcar a toda esa gente que en los espacios bíblicos como
lo habían vivido esos piamonteses de cabeza dura y pies enormes llegados con la
azada y la mancera.» (Balbi L. R.
1985: 66)
La escritura –que es, a su vez, como ya se dijo, tiempo
y espacio de la memoria (y del olvido) y, por ello, de formación de
identidades– se confirma como cumplimiento de un deber bíblico, un homenaje a
los antepasados y al origen para «superar el devenir de los tiempos» (Balbi L. R. 1985: 171). Una conjura, en
suma, contra el olvido y la sucesión de los días:
«¡Hombres y
mujeres que adoré, debía hacerles mi propio monumento alguna vez con esa misma
luz comprendida aquella tarde después de la tormenta y guardada como un
instante de eternidad entrevista en medio de la vulgar rutina del tiempo
terrenal!» (Balbi L. R. 1985: 67)
Es en el tiempo de la infancia que la conciencia de la
eternidad se vislumbra y es, en la edad adulta, a través del oficio de la
escritura, a la manera de Syria Poletti, que Balbi la recupera con nostalgia.
El relato de la propia historia es el sostén de la comunidad que permite su
cohesión. Narración que evoca fundamentalmente:
«Antiguos sucesos
que más o menos habían coincidido con el tiempo, como se ve, pasaban a hacer
una sola historia bella y aleccionadora. De allí en más iban en crecimiento los
relatos ejemplares para ser repetidos de una vida a la otra y para aliento de
aquéllos que querían hallar un ejemplo y una esperanza en las decisiones y
actitudes de los primeros padres.» (Balbi
L. R. 1985: 134)
En ese ejemplo y en esa esperanza que se narran es en
donde la interpelación opera, como espacio y como tiempo de la memoria y de la
palabra, en el relato, de formación de la identidad colectiva de esta comunidad
de piamonteses en la «pampa gringa» de Santa Fe, ficcionalizada, recuperada,
evocada en el universo poético Lermo Rafael Balbi.
Trenes
y fronteras
La memoria es clave también en la configuración
identitaria y en la conformación sea del tiempo sea del espacio en Trenes del sur de Carlos Hugo Aparicio[5].
La orilla, la frontera, la periferia signan aquí tanto la distancia de la
metrópoli como el desplazamiento de los discursos impuestos por el
Estado-Nación. No se define un límite o un confín, sino una frontera tal como
la propone Homi Bhabha en El lugar de la
cultura, es decir, un espacio
intermedio, de tránsito, un «más allá» que implica un cruce, en el tiempo y en
el espacio, de representaciones de identidad y diferencia, de inclusiones y
exclusiones. El espacio no es solamente el de la Puna argentina, sino el de la
memoria cultural e individual, modelado fundamentalmente a través de la
perspectiva de la niñez y como un relato «autobiográfico» construido desde la ficcionalización
de la oralidad.
El «sur», en esa frontera, se yuxtapone en la memoria
de la infancia a partir de fragmentos de tangos que acompañan el relato como
memoria musical –una memoria cultural compartida– y registran las
interpelaciones ideológicas e identitarias que enfrentan y complementan la
identidad regional y la nacional. El «sur» se percibe ambivalentemente como
marca de otredad y diferencia y, al mismo tiempo, como mismidad en tanto
representa, en esa frontera, la cultura nacional que se impone sea a través de
los tangos, sea a través de la escuela. Ese espacio, sin embargo, en el momento
de abandonar el pueblo, por una migración interna para mejorar las propias
condiciones familiares, finalmente se percibe, con cierto espanto, como un sur
«lejano», es decir, ajeno.
La migrancia de Lalo, el protagonista de la novela,
por la Argentina, supone entonces una remodelación de la identidad colectiva
que se había impuesto, en la infancia y en la frontera, a través de la música,
la cultura popular y oral –mediadas especialmente por los tangos–, y también a
través de varias prácticas y símbolos patrios, referentes de la nacionalidad
(la escarapela, el himno, la bandera), aprendidos en la escuela.
La institucionalización de determinados símbolos de la
identidad nacional y la sacralidad de la idea de patria se imponen en el tiempo
y en el espacio escolar, sin entrar en conflicto con la difusión de la cultura
popular y oral impuesta como «nacional» desde la metrópoli. Las estrategias y
los procedimientos de formación de identidades colectivos, en la escuela y por
medio de la cultura popular, operan no solo como imposiciones de un imaginario,
sino como fundaciones de «tradiciones» que hegemónicamente representan el
Estado-Nación:
«Un poco más allá
la plazoleta de los actos patrióticos, de los desfiles de las escuelas y los
soldados en los días de guardapolvo bien lavado y planchado, la escarapela
flamante prendida sobre el pecho impecable y la banderita azul y blanca
agitándose en la mano y la banda de música con sus instrumentos amarillos
destellando al sol tan alto y radiante como el cielo limpio […] el
estremecimiento, la piel de gallina, el sacudón profundo al cantar el himno y
ver subir la bandera entre las rachas del viento hasta el tope del mástil
contra el azul intenso totalmente despejado.» (Aparicio
C. H. 1988: 15)
En la segunda parte de la novela, Lalo, ya adulto,
regresa a su pueblo y recorre los diferentes espacios del mismo, inclusive más
allá de la frontera, evitando, sin embargo, la escuela. Esta distancia revela
una fractura del modelo identitario impuesto institucionalmente, evidente en la
negación, en el abandono o en la indiferencia que se asume frente a normas y
valores aprendidos en la edad de escolarización. Estos cambios se explican, en
parte, a través de la lectura de cuentos, escritos por Lalo-adulto, que va
realizando el fantasma de Lalo-niño, sin ser percibido ni visto por él mismo,
adulto, y que, como memoria de resistencia al desarraigo, se había quedado en
el pueblo custodiando la inalterabilidad de su mundo. En esas transformaciones,
sin embargo, el tango conserva la fuerza identitaria en la cual confluyen el
pasado y su presente.
La plaza, la estación de trenes y las calles funcionan
como espacios abiertos en donde circulan las diferentes representaciones de la
identidad nacional, en la movilidad de las migraciones y bajo el signo complejo
de lo popular y de lo institucional. Las revistas, que llegan de Buenos Aires
con el tren, trasmiten, además de las noticias referidas a la situación del
país, otras «tradiciones» y prácticas que, desde la cultura popular, imponen
una idea de nación y de identidad colectiva. El fútbol, deporte nacional, es
aquí representado por equipos de Buenos Aires, que se confirman como referentes
colectivos de identificación e inclusión populares, devenidos símbolos de la
nacionalidad, en cierta medida institucionalizados, como la escarapela o la
bandera en el ámbito oficial y escolar.
Por otra parte, el contrabando, en tanto práctica
clandestina e ilegal, se presenta como una negación de las normas y leyes del
Estado-nación y, aunque implique una apertura de la frontera –entendida en este
caso institucionalmente, es decir, como espacio arbitrario de confín del Estado–,
constituye una práctica social. Esta práctica no es solo un modo de
subsistencia económica, sino también la manifestación de tradiciones ancestrales
anteriores a la imposición de las fronteras nacionales en la Modernidad, la
reafirmación de una identidad regional macroregional y supranacional. El
Estado, sin embargo, se manifiesta coercitivamente a través de la Gendarmería,
que actúa como agente de control y de imposición de las normas estatales,
reforzando, incluso violentamente, «el dichoso límite». De este modo, el Estado
procura imponer prácticas de comercio legales tendientes a contribuir a un
sentido de pertenencia dentro de las fronteras nacionales:
«De este lado del
puente (en la frontera), en la casilla de material bastante amplia están los
gendarmes uniformados de verde oliva, bien ajustadas a los costados de la
cintura las cartucheras negras de sus pistolas; las caras serias, los gestos
bruscos y autoritarios, siempre severos; les tiene miedo y rabia, miran con ojos
inquisidores a la gente que pasa desde aquí para allá, desde allá para aquí;
casi sin interrupción durante todo el día. A ratos ¡alto!, las detienen, ¡alto
carajo!, las hacen de mala manera formar colas largas y por turno las revisan,
las empujan, las manosean, les quitan cosas que se las guardan o por hacerse
ver lo que son las tiran al río; la harina vuela como en carnaval, el pan cae
rebotando en las piedras, el aceite de la botella quebrada hace una mancha en
la tierra, el maíz se expande como disparado por una escopeta. Después las
botan a los empellones, a culatazos de carabina cuando algunos se anima a
reclamarles o los meten adentro sin más trámite.» (Aparicio C. H. 1988: 46)
El orden social parece, en la primera parte de la
novela, regulado y protegido por un esquema rígido de valores impuestos a
través de las normas familiares y escolares. El progreso se garantiza a través
de la educación y del mérito, con el sacrificio y la honestidad. Así, el
proyecto familiar se asienta en el esfuerzo de cada uno de los integrantes,
inclusive de los niños, encargados de procurar un futuro mejor a la familia.
Los mandatos familiares se imponen generacionalmente y la aceptación de los
diferentes roles va formando la identidad de los sujetos y sus roles al interno
de la pequeña sociedad –la familia– y en el progreso colectivo de la nacional.
Estos proyectos y este orden son determinantes para la emigración de la
familia. Por ello, el discurso del padre a sus hijos:
«por eso cuando
nos vamos allá los voy a inscribir en el mejor colegio como me lo han
recomendado en tu Escuela; no importa lo que tenga que pagar, ustedes dos
tienen que seguir sus estudios para que el día de mañana sean algo; ya los veo
doctores, volviendo aquí sólo a pasear y la gente saludandolós con admiración y
respeto, yo entonces, si es que estoy, ya voy a ser viejito pero feliz de
verlos a ustedes no ser como yo, siempre empleado metido de la mañana a la
noche en una oficina cualquier pues» (Aparicio
C. H. 1988: 165)
En la segunda parte de la novela, en «Crónica del
cuento de la maldita beca», se revela finalmente una de las causas del
contraste entre las expectativas de la familia y la situación actual de Lalo
adulto. La distancia entre los proyectos y la no-realización de los mismos se
explica en este cuento que Lalo-niño lee, sin que Lalo-adulto lo vea. Esta
«crónica» relata cómo los esfuerzos familiares y personales se vieron
frustrados en un mundo en el que los valores que se sostenían en el pueblo no
encuentran el lugar que se les asignaba en la perspectivación familiar y
escolar. La idealización de determinados valores y el contraste con una
realidad ajena a los mismos lleva al fracaso. Los ideales terminan perdiéndose,
pues el mérito, el esfuerzo, los sacrificios terminan siendo ignorados en un
sistema en el que no son premiados. El interés, el arribismo, las apariencias,
las conveniencias imperan y la desilusión del padre termina en violencia. Luego
de cumplir con todos los «requisitos» impuestos socialmente para progresar
socialmente, en forma honesta, la familia de Lalo esperaba que éste pudiera ir becado
a la universidad de Tucumán para estudiar Abogacía. La beca, sin embargo, no se
le concede por sus méritos, ya que se le exige al padre que se afilie al
partido del gobernador. Se despedaza así un mundo de valores. Lalo, antítesis
de Genaro de En la sangre, termina
siendo marginado, no obstante sus méritos intelectuales y morales, mientras el
arribista triunfa. En la «Crónica» la injusticia se anuncia ya en la historia
de un arribista que sí es becado:
«Que seguro que
la beca te va a alcanzar para la pensión y los libros, si a ése que siempre se
llevaba materias a marzo le dieron una que le sobra para irse a La Plata, así
por lo menos me lo ha dicho su papá.» (Aparicio
C. H. 1988: 267)
Los «trajines y las expectativas» chocan con el
pedido/orden del gobierno provincial de afiliación del padre al partido del
poder. La afiliación, «requisito indispensable para el otorgamiento de la beca»
(Aparicio C. H. 1988: 268-269),
según palabras del secretario del gobernador, rompe todos los proyectos y
concluye los esfuerzos familiares y un modelo de sociedad sobre el que se había
construido un mundo. A la salida de la Casa de Gobierno, mientras el padre y el
hijo caminan, con la carpeta que tenía los certificados de estudio de Lalo,
concluye ese mundo de esta forma:
«Salieron.
Caminaron en silencio unas dos cuadras. Entonces se detuvo y después de ponerse
y ajustarse con fuerza el sombrero gris de golpe le arrancó la carpeta de las
manos del hijo y sin decir palabras comenzó a hacerla mil pedazos delante de
todo el mundo.» (Aparicio C. H.
1988: 269)
El «fantasma» de Lalo-niño niega esta «crónica» en su
voluntad de mantener inalterable su mundo, por ello reafirma su decisión: «no
quiero ni pensar, ni saber, ni enterarme, ni adivinar, ni darme cuenta, ni
imaginar» (Aparicio C. H. 1988:
269). El niño regresa a la casa de la infancia que es, como en la novela de
Balbi, la casa de la memoria. El espacio y el tiempo devienen míticos en esta
segunda parte de la novela, porque se cancela la temporalidad, la sucesión de
los días y se instaura un no-tiempo que se proyecta en la utopía de la
recuperación del pasado y del futuro en ese no-tiempo de la memoria, en ese ya
no-espacio que es la infancia. En el andén solitario, cuando Lalo-adulto parte
para ese lejano «sur» que lo ha transformado negativamente, en vez de brindarle
las oportunidades que se merecía, queda Lalo-niño. Alejándose de las «imágenes
turbias», el niño se pregunta y se propone un nuevo tiempo, un nuevo proyecto,
que no implica ya una partida, sino un regreso, que es una recuperación
identitaria apoyada en el tiempo y en el espacio del pueblo:
«¿Qué me queda
sino este inmenso, larguísimo día de empezar a esperar otra vez todos los
trenes del sur?; no importa si falta poco o mucho, estoy más seguro que nunca de
que en uno de esos trenes va a regresar de nuevo y entonces no va a ser como
ahora, no va a ser lo mismo; entonces él en cuanto pise el andén va a verme, va
a correr hacia mí con los brazos abiertos, y yo voy a abandonar el lugarcito de
detrás del pilar de hierro para correr también hacia él, y los dos en plena
intemperie, en medio de todas nuestras calles, bajo toda la luz del cielo nos vamos
a abrazar hasta que a los dos juntos, así abrazados, nos vaya borrando el
viento. Después de la mano nos vamos a ir al encuentro de mis papás, de mi
hermanito, de la Angélica, del perro y del gato, de todas sus cosas, las que le
voy a seguir cuidando hasta ese qué dichoso día.» (Aparicio C. H. 1988: 281)
La narración, articulada con letras de tangos, termina
con los versos de «Yo también soñé» (1935) de Francisco Canaro y Luis César
Amadori, develando las ilusiones, los
engaños, del tiempo de la infancia, no solo de Lalo, sino de toda una sociedad:
«yo también soñé
cuentos de
ilusión
desde mi niñez,
y fue un sueño
azul
el que me engañó
en mi juventud» (Aparicio C. H. 1988: 284)
Fundaciones
y orfandades
En La orfandad de
Sylvia Iparraguire nuevamente encontramos un espacio de frontera, marginal con
respecto a la capital. El pueblo imaginario, situado en la provincia de Buenos
Aires, en el confín con la «nada», con el «vacío» sarmientino, y fundado en el
siglo XIX como fortín militar de defensa de la frontera contra los malones, se
organiza espacialmente, en la primera mitad del siglo XX, a partir de dos
edificios especulares que marcan sus límites, el asilo para huérfanas y la
cárcel. Ambos edificios, además de demarcar los extremos del pueblo, se
vinculan como «agentes», como espacios que se encargan de ocultar, vigilar,
educar y recuperar socialmente aquellos sujetos marginales o «peligrosos» en
tanto potencialmente disolventes de la cohesión social. Si, por un lado, en el
asilo la máxima educativa enseña a las huérfanas la humildad, de tal modo que
sean «más bajas que la hierba» (Iparraguirre
S. 2010: 129), en la cárcel, por su parte, se impone «una forma a sus
días, un modo de levantarse y de caminar, un molde» (Iparraguirre S. 2010: 147). La topografía del pueblo, que
depende de la configuración simbólica del espacio socio-cultural de Argentina,
se conforma, paradójicamente, según esos dos edificios destinados a recibir
aquellos sujetos marginales. La organización del pueblo depende, pues, de dicha
topografía:
«En un plano
invisible, los edificios obraron cuestiones más sorprendentes, si se quiere, ya
que su ubicación entrañó una especie de principio teológico en la topografía
original del pueblo. […] A partir de ese momento circuló, ambiguo al comienzo,
pero preciso después y tomando forma de piedra fundacional, un plano moral del
pueblo...» (Iparraguirre S. 2010:
28)
La novela no presenta solamente la historia de amor
entre Sonia, la huérfana que busca ansiosamente su identidad y su origen
familiar, marcada por la formación religiosa recibida en el asilo, y Bautista,
el inmigrante italiano anarquista que es injustamente encarcelado en este
pueblo, acusado de haber participado en el atentado de Severino Di Giovanni en
mayo de 1926 contra la embajada de Estados Unidos reclamando la liberación de
Sacco y Vanzetti. Por las características de Sonia y de Bautista se podría
decir que se trata, entonces, de una versión desmitificada del crisol de razas,
como propuso en 1904 Florencio Sánchez en La
gringa, no entre dos «representantes» ejemplares de dos grupos de la
sociedad, sino de dos marginales. En última instancia, la historia de cómo el
pueblo –y metonímicamente el país– se fue construyendo también desde los
múltiples márgenes con el tren, con la cárcel, con el orfanato, con la
biblioteca pública, en las chacras, en la periferia, en la lucha contra un
campo hostil, pero paradójicamente generoso tal como se propone en el mito de
la colonización. Aquí el tiempo es el de la memoria también, como en Los nombres de la tierra y en Trenes del sur, porque son las diversas
fotografías –como soporte de una memoria iconográfica– que van reconstruyendo
diálogos, a veces discursos como los de un coro griego, historias, escenarios,
valores, tradiciones, mostrando las diferentes representaciones identitarias y
mitologías en ese pueblo.
Este pueblo actúa como «síntesis» de un país
convulsionado por los conflictos políticos en el período que va de 1926 a 1945
y los posteriores, a partir de una elipsis y una condensación que se realiza a
mitad de los años ’90 en el epílogo. Los personajes de los «bordes» construyen
en esos espacios de formación una «épica» fundacional, no obstante las
violencias y la «orfandad» en que se encuentran. Es, pues, la «orfandad» la marca
identitaria que vincula los dos espacios –el asilo y la cárcel– que limitan y
definen el pueblo, pues tanto el anarquista pacifista como la huérfana sin familia
y sin pasado se colocan en una situación de precariedad, de «orfandad»
afectivas, de marginalidad y, en definitiva, de lucha contra la «muerte» social
que, en fin, pertenece a todos, en el ensamblaje de una historia común.
La
orfandad es, pues, la historia del país en la del pueblo, con sus injusticias,
desquites, desagravios, abandonos e incomunicaciones. El caserío del pueblo,
aparentemente monótono, y los dos edificios que funcionan como instituciones de
control, de contención y de «represión» según un modelo político social propio
de la Argentina en los años Ochenta, metonímicamente exponen las limitaciones
de un proyecto de nación y de una identidad colectiva violenta y egoísta:
«Si en aquellos
primeros tiempos algún improbable viajero hubiera detenido su marcha en ese
punto perdido en la llanura, habría contado más tarde que todos los pueblos de
provincia se parecen: lugares monótonos, donde nunca sucede nada. Habría
contribuido a esa visión el conocimiento superficial de los pobladores,
semejantes a una familia numerosa deslizándose en armonía por el manso río del
tiempo. De esta imagen idealizada y fugaz estaban excluidos aspectos menos
bucólicos del pueblo. La crueldad de una muerte violenta, la desconfianza hacia
los forasteros, la condena perpetua a una madre soltera, la impunidad de un
caudillo local, la explotación que unos hombres ejercían sobre otros muchas
veces descubrían a la luz del día la maldad inocente pero feroz con la que los
habitantes castigaban el pecado. O la indiferencia cómplice con la que
permitían maledicencias y abusos. Una lucha tenaz entre el bien y el mal
ocupaba el espacio celeste del pueblo, lucha que terminaba dirimiéndose abajo
en fábulas que rodaban de una generación a otra. Porque como en toda historia
mitológica, en la de San Alfonso el imperativo de transmisión se imponía sobre
el de veracidad y atendía a lo principal: perpetuarse en el tiempo.» (Iparraguirre S. 2010: 24-25)
La novela construye una narración del resarcimiento
social y personal con un tono melancólico que va desgranando las angustias
visibles e invisibles en la recuperación de la memoria de las sombras anónimas.
El deseo de progreso une los distintos sujetos, desde la huérfana que busca
inútilmente su pasado hasta el anarquista pacífico que, con un altruismo
completamente idealista, busca una revolución sin violencia. En este pueblo
perdido en la «frontera», los relatos orales articulan, con resonancia épica,
las historias de heroicidad de los «pioneros» y un mundo mítico. El discurso
del «coro griego» constituido por las cuatro hermanas Zuloaga, las notas
sociales del diario local «El Imparcial», de corte religioso, junto a los
relatos orales de los seres marginales como la vieja mendiga y el loco del
cementerio, y de los seres fantásticos como las almas en pena de la viuda o del
hombre sin cabeza, van «escribiendo» la historia de este pueblo imaginario. La
«crónica» del «progreso» y la trama de la historia se acompañan con las varias
fotografías de una exposición que condensan y permiten el relato: el campamento
del ferrocarril en 1884, los vecinos de una chacra un domingo de descanso en
1912, las casas de San Alfonso en 1925-1935, el hospital en 1929, la casa de la
familia Zuloaga en 1933, el cementerio en 1939, la tapera del ahorcado en 1941.
Estas fotografías son ojos y, a su vez, imágenes del pueblo que van mostrando,
casi «autobiográficamente» no solo desde las márgenes, sino desde el interior
la historia de esa comunidad, con sus mitologías modestas y su memoria heredada.
En el relato construido sin palabras, a través de las imágenes, se recupera el
silencio de la fundación del fortín y «cierta certeza de perduración» (Iparraguirre S. 2010: 243). De este
modo, parece repetirse el gesto fundacional, cuando «las palabras desaparecían
ni bien dichas, tragadas por la inmensidad de la noche que los circundaba» (Iparraguirre S. 2010: 242).
Es, justamente, contra este silencio, que algunos
espacios de formación, como la Biblioteca Pública del pueblo o los escritos de
Bautista, confluyen en la búsqueda de rescate de la marginalidad y como
proyección al futuro. La educación constituye el principio que difunde Bautista
en la cárcel como forma de resistencia y de redención, y su enseñanza se
condensa en esta frase que dice a otro preso, un muchacho joven, vecino de
celda:
«El que quiere
dominarte, lo consigue embruteciéndore. Tenés que educarte y salir de la
marginalidad. Educarte y, en la medida de lo posible, educar a otros,
¿entendés? La marginalidad es un pozo en el que te hundís, no lo olvides.» (Iparraguirre S. 2010: 101)
La cárcel, sin embargo, parece imponerse en la
personalidad de Bautista Pissano, como una cicatriz que se vuelve presente, aún
fuera de ella, recuperada la libertad:
«La cárcel le ha
dado una forma a sus días, un modo de levantarse y de caminar, un molde que,
después de las noticias de la carta, a pesar del impulso de las primeras
semanas y a pesar de todo su esfuerzo, ha vuelto a caer sobre él.» (Iparraguirre S. 2010: 147)
La asiduidad con la que Pissano visita la Biblioteca
muestra, por otra parte, no solo la voluntad de salir de la marginalidad a
través de la educación, del autodidactismo, sino también una especie de
«inventario» intelectual que evidencia un proyecto político utópico de
vertiente tolstoiana pacifista y transculturada, con la atención sea en lo
universal como en lo nacional. Se consigna así, como si fuera también un
«inventario» de fotografías que muestran «imágenes» de una historia personal,
de un recorrido intelectual no visible sino a través de esa lista:
«Si a alguien le
hubiera interesado hacer una investigación, la ficha correspondiente a los
libros retirados por el preso durante el año 1931 en la Biblioteca Popular
Alberdi habría arrojado lo siguiente: Recuerdos
de provincia, de Sarmiento, El crimen
de la guerra, de Alberdi, Cuentos
populares, de Tolstói, Martín Fierro,
de Hernández, El apoyo mutuo, del
príncipe Piotr Kropotkin; este último, resabio inadvertido de los orígenes
masónicos de la Biblioteca, fue pedido de forma ininterrumpida por Pissano
durante años, único lector del libro desde su entrada en el inventario de la
Biblioteca.» (Iparraguirre S.
2010: 97-98)
De esta forma, a través de la acción de Bautista, la
cárcel se trasforma en un espacio de formación diferente de lo previsto y la
Biblioteca deviene una extensión de formación en el espacio de la cárcel a
partir de las lecturas y las frecuentaciones de Pissano. El proyecto de
exclusión y de no-visibilidad con el que se había construido la cárcel en la
frontera se modifica a partir de la acción, casi quijotesca, de este anarquista
pacifista. Los espacios así se truecan y la orfandad, como en el caso de Sonia,
deviene amor y rescate. De esta forma, Sonia que había siempre buscado su
origen, su pasado (a diferencia de cuanto hace Genaro que los niega, los
«elimina») descubre que:
«Era amor lo que
había sentido sin saberlo, sin reconocerlo, y ahora la corteza que lo había
sofocado se rompía, caía como un molde viejo y la dejaba trémula…» (Iparraguirre S. 2010: 239)
Así, el espacio del pueblo, con la cárcel, la biblioteca
y el asilo, y la distancia de este, los tiempos de crecimiento y de formación,
tanto de Bautista Pissano como de Sonia Reus, se muestran como espacios y
tiempos de transformación de carencias en afirmaciones gozosas de la piedad y del
amor, en recorridos necesarios de crecimiento personal, lejos de las
imposiciones institucionales y de toda negación de sus individualidades.
Proyecto utópico de una nación por sobre las violencias de la historia y los
tantos asilos y cárceles que encerraron y ocultaron los «huérfanos» de una
sociedad egoísta y autoritaria.
A
manera de mínima y provisoria conclusión
Este recorrido ha tratado de evidenciar cómo en los
diferentes espacios y tiempos de formación que se encuentran en estas cuatro
novelas argentinas, pertenecientes a diversos contextos, se inscriben heterogéneos proyectos de
«nación» y de interpelación identitaria que, sin embargo, comparten genotextos
comunes, vinculados con la resolución de la alteridad, la conformación
identitaria, el pasaje del tiempo, la memoria, las múltiples fornteras. Los
contrastes, las contradicciones y las continuidades evidencias las narrativas y
contranarrativas que forman parte del discurso social alrededor de la
construcción de la nacionalidad. Apelaciones e interpelaciones pertenecientes a
diferentes micro-comunidades, con realidades histórico-sociales y culturales
declinadas en variadas formas, muestran la conformación del mosaico cultural
que compone la heterogeneidad de Argentina. Estas narraciones, escrituras de
regiones y momentos históricos vividos e interpretados, se proponen, en última
instancia, como diálogos con la historia y con uno o varios proyectos colectivos.
Son, parafraseando el título de un libro de Fernando Degiovanni (2007), «textos
de la patria», múltiple y contradictoria en su unidad.
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Fe), setiembre de 1997, pp. 8-12.
[1]
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e Iparraguirre” en Grillo, Rosa Maria – Perugini, Carla (a cura di), Tempi e luoghi di de/formazione. Salerno: Oèdipus, 2013, pp. 118-145, CD-Rom
[I.S.B.N. 978873411666]. Ponencia presentada en las Jornadas de Literatura
Hispanoamericana “Luoghi di (de)formazione: caserme, collegi, conventi...”, en
el marco del XXXIV Congreso Internacional de Americanística. Organizadas por el
Centro Studi Americanistici “Circolo Amerindiano di Salerno” y la Facultad de
Lenguas y Literaturas Extranjeras de la Università degli Studi di Salerno.
Salerno, 14- 16 de mayo de 2012.
[2]
«…el discurso no es simplemente aquello que
traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por
medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse» (Foucault M. 1992 [1971]: 12).
[3]
Argerich, ya desde el «Prólogo» de su novela ¿Inocentes o culpables? confirma su tesis sobre el determinismo por
la herencia, vinculado con la inmigración, como factor negativo para el
porvenir del país:
«Tenemos, pues,
este hecho contraproducente, por un lado, y ademas, otro muchísimo mas grave:
para mejorar los ganados, nuestros hacendados gastan sumas fabulosas trayendo
tipos escogidos, -y para aumentar la poblacion argentina traemos una
inmigracion inferior.
¿Cómo, pues, de
padres mal conformados y de frente deprimida, puede surgir una generacion
inteligente y apta para la libertad?
Creo que la
descendencia de esta inmigracion inferior no es una raza fuerte para la lucha,
ni dará jamás el hombre que necesita
el país.
Esta creencia
reposa en muchas observaciones que he hecho –y es ademas de un rigor
científico: si la seleccion se utiliza con evidentes ventajas en todos los
seres organizados, ¿cómo entonces si se recluta lo peor pueden ser posibles
resultados buenos?» (Argerich A.
1984 [1884]: 11).
[4]
Lermo Rafael Balbi (1931-1988) publicó, además de Los nombres de la tierra (1985, Premio Municipalidad de Rafaela) y Continuidad de la gracia (1995), 3 Cuentos (Santa Fe, Cuadernos Gaceta Literaria de Santa Fe,
1983), La tierra viva (Premio
Municipalidad de Santa Fe, Colmegna, 1972), Los
días siguientes (Santa Fe, Colmegna, 1970), El hombre transparente (1966, Premio Municipalidad de Rafaela), Arauz muerto y celeste (1979, Premio
José Pedroni de la Subsecretaría de Cultura de la Provincia), y Adiós, adiós Ludovica (1985, Premio de
la Subsecretaría de Cultura de la Provincia, reelaboración teatral de un
capítulo de la novela Continuidad de la
gracia).
[5]
Carlos Hugo Aparicio, escritor nacido en 1935 en La Quiaca (Jujuy),
residente desde hace varios años en Salta, publicó cuatro libros de poemas, Pedro Orillas (1965), El grillo ciudadano (1968), Andamios
(1980), El silbo de la esquina (1999), dos libros de cuentos, Los Bultos (1974), Sombra del fondo (1982) y la novela Trenes del sur (1988, Premio Regional de Literatura de la
Secretaría de la Cultura de la Nación). Miembro de la Academia Argentina de
Letras desde 1991, fue galardonado con el Premio al Mejor Escritor del Año
(1986). El director, guionista y productor salteño Alejandro Arroz realizó la
película Luz de invierno, en 2005,
basada en varios cuentos de Carlos Hugo Aparicio (PACT, Producciones
Alternativas de Cine y Televisión).
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