«Algunos regazados, que habían
quedado en un rincón de la plaza, charlaban, cuando crucé junto a ellos, del
mundo nuevo hallado a la otra parte del mar, donde antes se aseguraba que la
Tierra concluía. Hernán Cortés ya había conquistado a México, y las noticias se
encendían de oro y de sangre. Allá, lejos, lejos, hubiera ansiado irme, porque
América era la verdadera tierra de Orlando
Furioso, y entre sus monstruos yo hubiera pasado inadvertido.»
Espacio para compartir los múltiples encuentros entre la literatura argentina y la italiana.
viernes, 4 de enero de 2013
sábado, 8 de diciembre de 2012
La tierra incomparable, de Antonio Dal Masetto (1994)
«Había un sauce cerca: ramas colgantes, quietas, hojas traspasadas por el sol y de un color tan tierno que hubiesen bastado para hacerla sentir bien. También ahí reconoció, rodeándola, señales y formas familiares. Pero, igual que otras veces, sintió que no eran las que había esperado encontrar. Nunca lo eran del todo. Las que habían crecido en su memoria, alimentadas por los largos años de ausencia, tenían una intensidad y una intimidad de las que éstas siempre carecían. Después de los días pasados recorriendo las calles y los alrededores de Trani, subsistía entre ella y las cosas una barrera que le impedía acercarse, que la rechazaba, colocándola al borde, afuera, condenándola a una forma de soledad.»
Antonio Dal Masetto, La
tierra incomparable. Buenos Aires: Sudamericana, 1994.
martes, 13 de noviembre de 2012
La orfandad, de Sylvia Iparraguirre (2010)
«Viajaba junto a la ventanilla
abierta, esposado. Ráfagas de cardales color púrpura corrían junto al
terraplén; al fondo, el horizonte se movía en una lenta curva hacia adelante.
El aire caliente le daba en la cara y él entrecerraba los ojos sin poder apartarlos
de los matorrales de pastos altos y amarillos, de las manchas oscuras de los
montes, lejos. Bajo el sol de diciembre, el campo, que nunca antes había visto,
le provocaba asombro; el estupor de que en esa inmensidad su padre no hubiera
logrado, después de años de espera, una parcela. También era cierto que el
viejo había sido siempre orgulloso y terco. Su padre, campesino, alentado por
las promesas de los folletos oficiales repartidos en la Liguria, había
terminado en una curtiembre y, años después, enfermo, en una casa de Barracas
saturada del humo del brasero que su madre mantenía encendido. Recordó la
puerta abierta y en el marco el oficial de justicia mostrando el despido. Sin
saber cómo, a los catorce años, se encontró embistiéndolo a ciegas; su madre lo
sujetó como pudo, mientras el otro gritaba en la calle: “A ver si les aplico la
ley de residencia, gringos anarquistas”, y levantaba el sombrero del barro.
Algo encendido en su interior, algo escondido que traía en la sangre había
estallado aquel día, tan temprano en su vida; una fuerza oculta y quizás,
pensaba ahora, malsana.»
Iparraguirre,
Sylvia, La orfandad. Buenos Aires:
Alfaguara, 2010.
Anarchia, Mario Vando (Severino Di Giovanni), 1930
¡ACCIÓN…!
Si un lema debemos grabar en nuestra roja bandera
de rebelión; si una exclamación de rabia y de instigación debemos bramar a
través de todos los espacios; si una frase debemos percutir sonoramente sobre
el yunque de la más férrea realidad, esa debe ser únicamente, en este momento
sombrío:
¡Acción…!
Y estamos en buena hora.
La marea alta de la reacción internacional no hace
otra cosa que subir vertiginosamente. Amenaza con arrollar irremisiblemente
todas nuestras defensas.
Ella, la reacción negra y sanguinaria, cínica y
homicida, sádica y obscena, se ha encaminado a gran carrera con las
perspectivas de nuestras metas para aterrar, aniquilar, matar todo brote de
resurrección.
Alrededor nuestro no hay otra cosa que brillar de
bayonetas, fogonazos y detonaciones de fusiles, cárceles abiertas de par en par
para recibirnos y enterrarnos vivos, patíbulos levantados para estrangularnos,
el terror diseminado por todos lados, matanzas cometidas hasta en el rincón más
remoto, violaciones al derecho humano escupidas en la cara de todos, en fin, la
destrucción más terrible nos circunda y nos oprimiendo.
Estas líneas no son producto de una perturbación o
borrachera. No representan una alteración de los acontecimientos; no, solamente
representan lo que estamos constatando desde hace un tiempo y que no tendrá fin
sino cuando nos lancemos de cabeza contra todas las murallas del despotismo.
Agitar el espíritu humano, rebelarse en esta hora
oscura, vengar a los caídos bajo el peso de la barbarie y de la prepotencia
burguesa, deben ser los deberes constantes de cada revolucionario, hoy, mañana,
siempre.
¡Tenemos en nuestro poder mil armas mucho más
potentes que aquellas adoptadas por el espíritu estatal; armas que nos pone en
las manos la química y la inteligencia individual; sólo debemos premunirnos de
la más sutil circunspección, de toda la suma de precauciones, desconfiar aún de
nuestra madre antes y después de haber obrado.
Podemos –si queremos- triturar la prepotencia de
ellos bajo la poderosa maza de nuestra santa ira, aplastarla y arrollarla con
el alud de nuestra rebelión.
¡Todo es bueno hoy en día!
Martillemos furiosamente todas las paredes de la
opresión. Grabemos con nuestras armas vindicadoras de ¡Acción! En todas las murallas
de la defensa estatal.
Formemos y entretejamos en nuestra sangre y en
nuestras fibras la nueva conciencia rebelde que deberá hacer resurgir nuestra
vilipendiada y estúpida dignidad.
Elevemos con todas las fuerzas de nuestros seres la
llama de la fe, la luz del ideal la virtud revolucionaria que han sido siempre
las mejores esperanzas de nuestro movimiento.
¡Y a accionar…!
¡Para vindicar a todos los caídos, para liberar a
los amenazados por la rabia de todas las reacciones….!
Tengamos siempre presente que los caídos, los
mártires, los héroes, la idea, sólo se honran con esta palabra: ¡ACCIÓN…!
Mario Vando (Severino Di Giovanni, Anarchia, 1930, N° 12).
Foto: Severino Di Giovanni, foto de prontuario (junio
de 1925) después de la detención en el Teatro Colón.
martes, 6 de noviembre de 2012
Venecia, de Silvia Barei
Venecia
Ahora el hombre aguarda.
Sabe que no tengo razones para volver.
Trepo a su barca con el alma en un puño
y el agua destella en los tonos sombríos
de mi ropa de todos los días.
¿A dónde vamos?
Del otro lado aúllan los lobos
y nadie sabrá que he muerto así
de arrinconada muerte.
Lejos de aquí.
Del lugar de todos los sueños.
Venezia
Ora l’uomo aspetta.
Sa che non ho ragioni per tornare.
M’arrampico sulla sua barca con il cuore in un pugno
e l’acqua luccica nei toni cupi
dei miei vestiti di tutti i giorni.
Dove andiamo?
Dall’altra parte ululano i lupi
e nessuno saprà che sono morto così
di morte emarginata.
Lontano da qui.
Dal luogo di tutti i sogni.
Silvia Barei. Traduzione di David
Baiocchi.
Andruetto, María Teresa – Baldovín,
Glauce – Barei, Silvia – Smania, Estela – Zecchin, Gigliola, Poetesse
d’Argentina. Antologia poetica. Introduzione di Antonio Melis. Napoli: Casa
Editrice Tullio Pironti Editore, 2006.
jueves, 1 de noviembre de 2012
Nostalgia, de José Pedroni (1956)
«Del gran valle del Po
salían en hileras.
A Santa Fe de oro
llegaban por la siega.
Junto a la casa sola
pasa la gente nueva;
junto a mujer y hombre
cercados por la tierra.
Él es el que la mira
y la que canta es ella.
Todos los años canta
su canción pasajera.
“Abramos las
ventanas.
Ya vienen los
‘linyeras’.
Por los
caminos vienen
a la trilla y
la quema.
Estoy en la
ventana.
Deténgase
quienquiera.
Pídame pan, y
coma;
pídame casa,
y duerma”.
Él es el que la mira
y la que canta es ella,
una canción guardada
con carta y con pollera:
“Abramos las
ventanas.
Ya vienen los
‘linyeras’.
Nuestra casa
en la noche
sea como una
estrella.
Veinte años
con el trigo;
veinte sin
río y piedra.
Soy del Po y
estoy triste.
¡Cuánto me
dueles, tierra!”
Él no le dice nada.
Él la mira en su pena.
Él la deja que cante
su canción pasajera.»
Pedroni, José, «Nostalgia» en Monsieur Jaquín. Santa Fe: Edic. El Litoral, 1956.
Invasión gringa, de José Pedroni (1956)
«[…]
Un niño que pregunta
cuándo vuelven los barcos.
Una mano de madre que detiene
la pregunta en los labios.
Un hombre con los ojos
clavados en el campo.
Una mujer que escribe
—Ya llegamos.
Hay árboles enormes;
muchos pájaros;
una cruz en el cielo, luminosa;
un río amargo…
5
Su lengua era difícil.
Sus nombres eran raros.
Los gauchos se murieron
sin poder pronunciarlos.
Bérlincourt se llamaban,
que es un hilo enredado.
Zíngerling se llamaban:
campanita sonando.
Zimmermann: un dibujo
del mar atravesado.
(Más atrás ya venían
los nombres italianos,
Boncompagni adelante:
el vino derramado.)
6
Una mujer que escribe:
—Nos casamos.
La tierra es nuestra ¡nuestra!
Todo lo que tocamos
va siendo nuestro:
el buey, el horno, el rancho…
Nuestro todos los árboles;
nuestro un único árbol,
tan grande, tan coposo,
que da gusto mirarlo.
Es una nube verde
asentada en el campo.
7
Y como todo vuelve
—flor, golondrina, barco…—,
Un día serenísimo volvieron
los cantos ahuyentados;
volvieron uno a uno,
como pájaros.
Iban de boca en boca
los pájaros cantando;
de la boca del mozo,
orilla del Salado,
a la boca del hombre
que derribaba el árbol;
de la boca del hombre
derribando,
a la boca del ama que tejía
con los ojos cerrados.
Del lado “de la tierra”
la música y el canto.
Del lado de Esperanza
el trigal avanzando.»
Pedroni, José, «La invasión gringa» en Monsieur Jaquín. Santa Fe: Edic. El Litoral, 1956.
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