«Aquella
mañana, al subir Betino Saveri a la cubierta del transatlántico que le conducía
desde el puerto de Génova, vió por primera vez las aguas del Río de la Plata,
barrosas y calmas, que el navío surcaba suavemente, rodeado de gaviotas, cuyos
agudos gritos pareciánle un saludo de bienvenida. El sol, asomando por la costa
uruguaya, iluminaba el estuario, dándole colorido plateado que afectaba los
ojos con el excesivo brillo de las aguas. No se destacaban todavía las costas,
esfumadas en el horizonte como pequeñas nubes grises, en tanto al paso del
buque iban quedando otros pequeños navíos, de marcha rezagada, en los que a
esas tempranas horas, los marineros hacían el baldeo de las cubiertas u otros
trabajos de limpieza, mirando indiferentes el tránsito del gigantesco
transatlántico.
El
Río de la Plata presentábase a Betino como la visión de un sueño feliz, con
ansiedades de misterios y acicates de aventura, y miraba la línea de avance del
buque, buscando en el infinito el mundo de felicidad que tantas veces habían
referido a la familia los paisanos radicados en la Argentina. Apoyado en la
borda, indiferente a lo que sucedía a su lado o lo que hacían otros pasajeros,
que como él también vivían horas de incertidumbre, su pensamiento pretendía
descubrir tierras y hombres, con pueblos para él incomprendidos pero que
presentía de amigos y hermanos, porque idealizábanse en el trabajo que era el
objetivo de su viaje.
El
monótono y continuo chasquido de las olas al abrirse cortadas por la proa del
navío, representaba un repiqueteo de otros tantos ruidos que alcanzaban su
cerebro, aturdiéndole en el análisis de las cosas presentes para revivir el
recuerdo de las pasadas. Propicio el momento para las evocaciones cariñosas, la
aldea del Piamonte, a los veinte y dos días de la partida, aparecía en su mente
con rasgos de una virilidad que antes no habíale conocido. La distancia y las
impresiones nuevas aumentaban en su retina la belleza de los detalles. Allá
estaría aún la vieja madre mirando, con ojos anhelosos y empañados por
ardientes lágrimas, la carretera inmediata a la casa, por donde él y su hermano
Carlo salieron del pueblo rumbo a Génova, y creyendo que los veía alejarse,
murmurando cada mañana una oración que debía favorecerles en la suerte del
viaje, con ese espíritu cristiano tan hondamente arraigado en el alma de las
mujeres aldeanas. Betino la había dejado en ese lugar al despedirse y conocíala
bien, para saber cuántas bendiciones les daría a todas horas, buscando así un
lenitivo para su atribulado espíritu de madre, que intuitivamente adivina en la
ausencia de los hijos, la muerte o el olvido.
Betino
Saveri tenía 26 años. Vivaz, inteligente, espontáneo en el examen de los hechos
y comprensión de las contrariedades; su temperamento manso hacíale adaptable a
las horas y cosas que vivía, sin amargarlas. Robusto, sano, de ancha frente y
ojos azules, esos ojos de los italianos del Norte, que tienen imágenes de
poesía o arte en la mirada, atraía sugestivamente. Sin ser un hombre ilustrado,
sus estudios escolares y el ejemplo del hogar paterno, habíanle habilitado para
presentarse ante los demás con recato y fineza, dejando de ser el rústico
labrador de la tierra que no levanta la cerviz del surco del arado. La lectura
de algunos libros viejos que el padre guardaba religiosamente y sus
conversaciones con los amigos de éste, el párroco, el médico y el alcalde, ex
diputado departamental, también nutrieron su cerebro con otros conocimientos
que le permitieron sobresalir en el círculo de los convecinos, en mayoría
analfabetos.»
Emilio P. Corbière. Por la tierra del Pan. Novela de costumbres. Buenos Aires: Librerías Anaconda, 1933.
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