«A
medida que los inmigrantes fueron entrando al país y ubicándose en sus lugares
de trabajo, éste fue adquiriendo impulso y desarrollo, alimentado por la acción
de familias que si traían hambre, también traían un corazón grande para ponerlo
al servicio de todas las causas buenas, sin que el gaucho concurriera a
secundarlas en sus tareas ni a interrumpirlas. Desde lejos, huraño el de abajo
y escéptico e indiferente el de arriba, miraron esa labor del gringo, como así dio
en llamar al extranjero, sin interesarle lo que hacía, porque, al fin, no le
privaba del goce de ninguna de sus prebendas del pasado. ¿Pero qué iban a
privarles, si, precisamente, ellas eran el fruto del atraso y el abandono, de
las cuales no precisaba el inmigrante disponer para su plan de enriquecimiento?
Y así como cien años antes, el gaucho fue despreciado por el español, ahora era
despreciado por el inmigrante, y a la vez éste despreciado por el gaucho,
mientras los hijos de ese inmigrante, siguiendo las inspiraciones de los
padres, agachan la cerviz ante el libro y el yunque, para levantarla formados
ciudadanos argentinos de suficiencia y constituir la familia que con el orgullo
que justifica la cultura, recoge y mejora el legado de los líricos criollos de
la Revolución de Mayo; familia que no oprime al nativo con el pergamino de
rancias señorías ni establece privilegios ni castas, dando sus hijos al amor
honesto del hogar matrimonial, sin excluir la contribución del gaucho, que si
hasta tanto llega alguna vez, es para perder en la mezcla las flaquezas de su
raza.
De
esos europeos, que desde 1880 a la fecha, han duplicado la población del país,
desciende la familia argentina, que vigorosa y sana, encarna la verdadera
fuerza moral de la Nación; ella es la que va llevando al rancho el efluvio de
la vida nueva, higiénica y culta; que combate el paludismo en un lugar, la coca
en otro y el alcoholismo en todos, carcomas que roen las energías de la familia
nativa, sin que sus cabecillas y decantados propulsores se acordaran en tres
siglos de eliminarlas; que hace de cada cuartel una escuela para llevar la luz
de la instrucción al cerebro obscuro del paisano, monopolizado por los
prejuicios religiosos, y que en cátedras populares y universitarias enseña a
amar y respetar la patria como principio de orden y basamento de grandezas.
Es
verdad, que el inmigrante trae de su país la lección de la miseria aprendida,
maestro así para defenderse aquí de ella, y que son los temperamentos fuertes
los que se lanzan a la conquista del pan en un nuevo mundo, donde la fe en lo
personal valía es el escudo, en tano el criollo y el mestizo, están en su
tierra, viviendo como los abuelos vivieron, sin ilustración ni iniciativas,
pero sin necesidades, que son los acicates que obligan a mirar lejos el
horizonte. La tranquilidad solariega de la aldea, como diría el poeta, fue la
santa aspiración de la vida patricia, con sus días monótonos, aburridos e
iguales; fue necesario que viniera el extranjero a modificar sus costumbres, y
a desterrar para los museos el farol del alumbrado alimentado a aceite y la
crujiente “volanta” de los paseos de Palermo, poniendo la nota mercantil del
trato diario, donde privaba la mojigatería de las viejas beatas del coloniaje.
No hemos de desconocer que con el extranjero vinieron también el lujo,
desarrollado en nuestra buena gente en forma epidémica, y vicios nuevos,
secreciones de las grandes ciudades europeas, pero menos peligrosas que la
indiferencia y la apatía nativa, porque aquellos males pueden combatirse y los
combate la parte sana de cada pueblo, que es la mayoría, mientras los apáticos
son carne propicia y de raigambre para esas y otras desgracias sociales. Pero
es que el vicio no fue una novedad sino por su exotismo; todos los pueblos
tienen vicios y el nuestro, desde la Conquista sigue manteniendo varios. Si
hubiera que eliminar a los viciosos, aún con un criterio tolerante, quedarían
muy pocos individuos sobre la tierra argentina! Si el extranjero, pues, nos ha
traído algo malo, lo bueno que también nos trajo es muchas veces más valioso, y
excusa aquel trastorno.»
Emilio
P. Corbière. El gaucho. Desde su orígen hasta
nuestros días. Buenos Aires: Talleres Gráficos Argentinos L. J. Rosso, 1929.
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