“Como
tantos hijos de aquellos italianos cuyo destino se cumplió en esta tierra, el
influjo de mis antecesores gravitó resueltamente sobre el chico que fui alguna
vez, por mucho que el ámbito nada tuviera de peninsular. Ese ámbito era el de
Entre Ríos o, más precisamente, el de Gualeguay, ciudad chica o pueblo grande
cuya edad pronto alcanzará los dos siglos. Allí como escondido en esplendores y
siempre acechado por los cielos y las calmosas aguas, se grabaron mis primeras
experiencias que, siquiera por vía emocional o afectiva, incluyen a Italia.
No
me mueve el propósito de narrarme ni me ofrezco a la curiosidad del lector,
pero como soy la suma de las impresiones que en mí genera el mundo, pienso que
éstas me determinaron de manera profunda. La cultura italiana es parte de ese
remoto acervo. Sin embargo, en función del tiempo que recuerdo, tiempo en que
todo es mágico y fabuloso, más bien debería referirme al tierno asombro que en
mí promovía la imaginada Italia. Más que de ‘cultura’, palabra que lleva algún
sabor artificioso, máxime cuando evoco años de infancia, cabría hablar de pasmo
admirativo o de prodigioso encanto. No otras son las direcciones del ánimo en
el chico, para quien todo se vuelve descubrimiento feliz, pues comienza a
sospechar que el mundo es numeroso y diverso.
En
la tranquila Gualeguay, en una época reposada, cuando aún no se quería manejar al tiempo, transcurrió el suave
período que intento rescatar. En la región cuya cabecera es dicha ciudad, y
también en zonas vecinas, mi padre cumplía sus tareas de agrimensor. Señalo
estos hechos mínimos para subrayar que, en virtud de su profesión, los libros
más visibles en su escritorio eran los de matemáticas. Es natural y explicable que
la tabla de logaritmos y los áridos manuales de Geodesia ocuparan el primer
plano. Tras ese plano evidente se escondía el ‘segundo mundo’ de la biblioteca
paterna. Los estantes más lejanos excluían el lenguaje impersonal de los
guarismos y los teoremas, ya que estaban casi enteramente dedicados a las
letras italianas.
Nuestro
padre nos adoctrinaba con ánimo jovial, encabezando a veces la festiva columna
que formábamos los cinco hijos alineados con marcialidad risueña. Por entonces,
en razón de nuestra corta edad, todo respondía a una suelta voluntad de juego.
El agrado desplazada a la rígida coerción escolar. En fila y a paso de marcha,
con unos pintados jalones al hombro –elementos de trabajo del progenitor– recorríamos
el patio entonando aires militares italianos. Puesto que se trataba de un
desfile, nada mejor que acompañarlo con marchas. Sólo recuerdo aquella
despedida, para nosotros alegre, de quien debe partir para la guerra:
Addio, biondina, addio,
che la armata se ne va…
El
padre mandaba la diminuta legión y proponía la letra, pues su empeño no era
otro que enseñarnos, como al descuido, su idioma patrio. En lo que respecta a
juguetes, aparate del teodolito y los sextantes, me divertían ciertas pequeñas
armazones de cartón coloreado que reproducían algunas bellezas arquitectónicas
de Florencia. Solía llevarlas al campo para armarlas, mientras mi padre cumplía
su trabajo junto a los paisanos que lo ayudaban a tender las cintas métricas y
que le conocían por ‘el mensurero’. Tanto como esos cartones pueriles, aquellos
viajes tenían para mí la seducción de la aventura.”
Fragmento
de “Italia en la formación de un chico”, de Carlos Mastronardi en Revista Lyra. Número-homenaje a Italia.
Año XXXI, N° 225-27, 1973.
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