“¿En
qué momento comienza el amor por un país que no es el nuestro y tampoco el de
los antepasados? Desde luego, necesita esta apertura una actitud que no es sólo
personal: el ambiente en que se vive debe resultar propicio al rechazo de
nacionalismos paralizantes. Así disponibles nosotros mismos, pueden afecto y
entendimiento inclinarnos a adoptar una tercera patria que amplía la visión
local y que fecunda generosamente toda búsqueda.
Creo
que mi amor por Italia comenzó en un banco de colegio y aprendiendo su lengua.
Sonora me resultaba la prosa de Manzoni, estremecedores los versos de Leopardi.
Pero, adolescente yo misma, mi amor, aunque tumultuoso, era inseguro como todo
amor adolescente.
Años
después visité a Italia y ahora sí creo que me es posible decir en qué momento
preciso reconocí la hondura de mi sentimiento, creciente más tarde a cada nuevo
contacto. Había recorrido entonces Génova, Nápoles y Roma, y con ellas sus
aledaños. Capri acababa de desplegar, ante mis ojos deslumbrados, un cielo azul
y un mar azulísimo. Me sentía bien: la afinidad, sin duda, guardada se iba
expandiendo en mí, dichosamente, con cuanto veía. Campiñas y ciudades me encontraban
siempre dispuesta a la admiración. Yo ejercitaba divertida la lengua que había
estudiado, curioseaba paisajes y seres, atisbaba problemas de postguerra,
espiaba el futuro italiano. Pero curiosear, atisbar, espiar son actos que se
cumplen desde afuera. Faltaba algo a mi admiración: de algún modo debía hacerse
ella recogida, más secreta, más íntima que ese despreocupado júbilo con el que
iba escandiendo mis descubrimientos. El amor no es sólo alegría, el amor
necesita de la lágrima para consolidarse.
Entonces
llegué a Florencia. Para ella, más que para ningún otro lugar de Italia, tenía
preparado yo mi ardiente avidez. Era aún joven para estimar con justicia el
largo preludio de colinas y valles que me las escamoteaban. Impaciente por
abrazar a la ciudad, apenas si consignaba con algo más que con precisión
topográfica los pinos y olivares, los verdes y grises, desde el plata al
ceniza, de la Toscana que corría tras el amplio ventanal del ómnibus en el
atardecer de un abril claro y liviano. Reí de gozo cuando mi pie impaciente
holló las piedras milenarias. No perspectivas aceptaba entre mi afán posesivo y
la deliciosa ciudad, no distancias entre mi ojo que tocaba casi cuanto veía y
las imágenes codiciadas.
Palmo a palmo me adueñé de Florencia.”
Fragmento
de “‘Descubrimiento’ de Italia” de Jorgelina Loubet en Revista Lyra. Número-homenaje a Italia. Año XXXI, N° 225-27, 1973.
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