“¿En
qué momento comienza el amor por un país que no es el nuestro y tampoco el de
los antepasados? Desde luego, necesita esta apertura una actitud que no es sólo
personal: el ambiente en que se vive debe resultar propicio al rechazo de
nacionalismos paralizantes. Así disponibles nosotros mismos, pueden afecto y
entendimiento inclinarnos a adoptar una tercera patria que amplía la visión
local y que fecunda generosamente toda búsqueda.
Creo
que mi amor por Italia comenzó en un banco de colegio y aprendiendo su lengua.
Sonora me resultaba la prosa de Manzoni, estremecedores los versos de Leopardi.
Pero, adolescente yo misma, mi amor, aunque tumultuoso, era inseguro como todo
amor adolescente.

Entonces
llegué a Florencia. Para ella, más que para ningún otro lugar de Italia, tenía
preparado yo mi ardiente avidez. Era aún joven para estimar con justicia el
largo preludio de colinas y valles que me las escamoteaban. Impaciente por
abrazar a la ciudad, apenas si consignaba con algo más que con precisión
topográfica los pinos y olivares, los verdes y grises, desde el plata al
ceniza, de la Toscana que corría tras el amplio ventanal del ómnibus en el
atardecer de un abril claro y liviano. Reí de gozo cuando mi pie impaciente
holló las piedras milenarias. No perspectivas aceptaba entre mi afán posesivo y
la deliciosa ciudad, no distancias entre mi ojo que tocaba casi cuanto veía y
las imágenes codiciadas.
Palmo a palmo me adueñé de Florencia.”
Fragmento
de “‘Descubrimiento’ de Italia” de Jorgelina Loubet en Revista Lyra. Número-homenaje a Italia. Año XXXI, N° 225-27, 1973.
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