«En
mayo de 1880, Mariana Cotturi dejaba Turín convertida en Mariana Cotturi in
Comba. También dejaba su bella casa sin saber con certeza si habría un regreso.
En América serían tan ricos como su orgullosa familia.
Mariana
era la menor de los siete hijos del matrimonio formado por Tistín y Regina
Cotturi. Los cinco hijos varones trabajaban con el padre en los campos de
frutales y en la viña; comandaban a vecinos y peones que se ocupaban como
empleados y colaboradores en la época de la vendimia, recolección de frutas,
cuidado de las plantas, regado, limpieza, etc. Mantenía toda una empresa.
Regina, por su parte, estaba al frente de una de las mejores, más elegantes y
caras casas de moda de Turín. Sus hijas, Elena y Mariana, colaboraban
estrechamente con la madre. Para aumentar su cultura social recibían clases de
piano de un profesor a domicilio; profesor que recibía grandes amenazas de
parte de Madama Regina, dado que sus
hijas no aumentaban sus escasos conocimientos musicales.
Las
paredes de la lujosa casa estaban revestidas con cortinados de terciopelo y
ornamentadas con grandes espejos que reflejaban la elegancia de las clientas de
Madama Regina cuando se probaban las prendas que se confeccionaban en el
taller. Madama Regina viajaba a París dos o tres veces al año y de cada viaje
regresaba con abultados baúles conteniendo bellas sedas, estampados fabulosos,
rasos, fieltros y organdíes para la elaboración de sombreros y capelinas,
cintas, flores de adorno, etc. Todo lo vendía a muy buen precio. Desde su
taller daba trabajo a innumerables modistillas, las clásicas «caterinette”, que tras largas e
interminables horas de hilo, dedal y aguja dejaban las prendas listas para ser
probadas frente a los espejos. Entonces, Madama Regina daba el toque mágico, el
toque final, el sello de su artesanía. Luego, la prenda volvía al taller con
las indicaciones que las modistillas seguían al pie de la letra bajo pena de no
cobrar las exiguas monedas que, después de varias idas y venidas, Madama Regina
les pagaba. Tistín no era mucho más generoso con sus empleados de la viña.
Cuando guardaba su dinero, después de contarlo con unción religiosa, no pensaba
en el esfuerzo y las necesidades de sus pobres vecinos que se olvidaban de sus
familias para hacer permanentes turnos en las huertas. En esa familia toro era
brillo y ostentación, y se hacía un culto del dinero que después era prestado
con intereses abultados y tremendas cargas cuando no se cumplían los plazos.
Con
esa manera de pensar, Tistín desconfiaba de las intenciones de Beppe, un contadino pobre que había osado
enamorarse de Mariana, la menor de sus hijas. Tistín, sus cinco hijos varones,
Elena y, a no dudarlo, Regina, toda vez que se trataba el tema de Beppe hacían
descarnados comentarios referidos a que Beppe era un aventurero, y Mariana, en
silencio, a veces compartía los pensamientos de su familia; otras veces dejaba
la mesa familiar llorando, y así terminaba todo.
Esa
es la situación que se vivía en Turín a fines del siglo XIX, en casas de
familias adineradas con hijas casaderas, que podían ser apetecibles bocados
para pretendientes ambiciosos. Pero en este caso, la historia es diferente.»
Laura
Borga, En la tierra de promisión, Villa
María (Córdoba), 2002.
Imagen:
“Miss Auras. El libro rojo” (c. 1892) de John Lavery (1856 - 1941).
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